Número 59, septiembre 2014

¡Ay qué Laureles!
Rubén Vélez

 

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De la carrera 74 a la eternidad
Yo tendría unos seis años. En la sala de velación yacía el cadáver de Beto, un vecino de mi edad que estaba dotado de resortes. No recuerdo si me puse triste o trascendental. Mientras jugábamos a las escondidas, cayó de bruces sobre una de las estacas de la verja de su casa, y enseguida se desangró. Se escondió para siempre. Beto, campeón precoz de salto mortal: en un santiamén pasó del todo a la nada. ¿O viceversa? Propongo la más trascendental de las cuestiones para que no salten de la indignación los lectores dotados de fe.

(La tienda de la esquina. Todavía existe. Tienda y cantina. Y la otra casa del intelectual de la cuadra. En sus paredes se manifestaba nuestra incipiente sociedad de consumo. “Mejor mejora Mejoral”. “Su fama vuela de boca en boca”. “La chispa de la vida”. Se llamaba y se llama Los Chalets. Su atmósfera debía de contener un elemento extraterrestre: ahí no había peleas).

 

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Manifiesto mediocre contra la mediocridad
Así debió ser el barrio Laureles. No era pedir la luna, y, sin embargo, ese proyecto se realizó a medias. ¿Por qué nos gustará tanto la mediocridad? ¿Consideramos que los mundos bien hechos son aburridos? Digámonos, para consolarnos (para seguir siendo mediocres), que en Suiza nos moriríamos de la depresión.

(Por el camino de la mediocridad. No se sabe con certeza quién ha sido el señor del señorito del cuento, si el cuadrúpedo o el cuaderno. “Ningún criado puede servir a dos amos”. No hay día en que el primero no lo apremie a salir, y no hay día en que el segundo no lo apremie a quedarse. Pese a la advertencia bíblica, él se ha preocupado por satisfacer a los dos. Y los ha satisfecho, pero a medias).

 

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Esa bendita pared
No lamento la desaparición de esa casa. A este ocioso, un viernes cualquiera, se le podría ocurrir arrimarse a la pared donde un laborioso progenitor, cada seis meses, señalaba los cambios de estatura de su prole (menos mal que se cansó de esa manía muchos años antes de que su sexto retoño empezara a arrastrarse). Veamos, pues, si este muchacho ha crecido; si los vicios de la lectura y la escritura le han servido para algo… Pared con pretensiones de paredón: no sabe si echarse a llorar o dar señales de ruina.

(Laureles, qué mundo más pobre para un poeta. Sin fantasmas. Sin laberintos. Sin leyendas. Sin ruinas. Sin callejones sin salida. Con cientos de hogares dulces. Barrio decente que embarra la posibilidad del Libro. ¿Cómo me las voy a arreglar para volverlo novelesco? ¿Tendré que poblarlo de balas perdidas, padres de familia de doble vida y uno que otro ascensor con sorpresa?).

 
 

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Bernarda Zapata Ortiz
Las máquinas más eficientes de esa casa éramos la nevera y yo. La primera, sobra decirlo, funcionaba a todas horas. La segunda descansaba los domingos. Mis sitios de dignificación fueron la cocina, el lavadero y la mesa de planchar. El primero de julio de 1978, mientras enjabonaba una camisa de seda, mi motor se detuvo de repente. La máquina en cuestión tenía cuarenta y seis años.

 

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Balcón con ángel de la guarda
Esa casa de la carrera 74, donde pasé parte de mi infancia, ya no existe. En su lugar se levanta uno de los edificios más feos de Laureles (otro arquitecto que no entendió bien el significado de la palabra arquitectura). Ya no está, pero su sombra se me aparece cuando avanzo por esa vía en dirección a un sauna, que los viernes, en vez de una toalla, te proporciona un preservativo (¿qué decir del marica prevenido? ¿También vale por dos hombres?). Si a la criatura de seis años que se ha asomado a ese balcón le proyectaran las escenas equis de su film del futuro, ¿cuál sería su reacción? ¿Se arrojaría al vacío? No seamos dramáticos. El niño Rubén, que se prepara para recibir la Primera Comunión, se diría, un tris trastornado, que se enfrenta a una treta del demonio, y se echaría la bendición y correría a ponerse la bata de seminarista que heredó de su padre.

(No había edificios. Sólo casas de uno y dos pisos que carecían de un estilo claro, precisable. Algunas eran bonitas. ¿Cuáles debieron salvarse del progreso? ¿El Jardín del Arte y La Casa del Millón? De la primera, me gustaba su piscina; y de la segunda, el tema de bronce que exornaba y asfixiaba su entrada, una cuadriga que me recordaba a Ben- Hur. A Charlton Heston, uno de los perturbadores de cabecera del señorito Ruh-Ben. Esa, la hollywoodense, fue la única construcción de Laureles que pasó a la historia. ¡Un millón de pesos! En 1961, cuando fue construida, eso era un montón de plata. Por haber costado tanto era el principal atractivo turístico del barrio. ¿Una casa de un millón? No puede ser, ver para creer. Medio Medellín sacó tiempo para admirar ese portento de la arquitectura moderna. Sin suspicacias, sin malos pensamientos, pues en esa época nuestros nuevos ricos no olían a gato encerrado. Todavía éramos ajenos al loco y desquiciador negocio de la coca. Hasta Elvira y Bernarda sacaron tiempo para mirar y admirar ese monumento al mal gusto, ese disgusto monumental para la estética. Seamos justos: la casa millonaria era un hito del nuevorriquismo, de la Colombia más viva, la que no se duerme en los laureles. Casa precursora, casa profética. Veinte años antes de que esta ciudad empezara a llenarse de nuevos ricos de gusto discutible –esos sí de ética raquítica–, ya contábamos con una propiedad que hablaba apropiadamente de ellos. Fue demolida en el año de 1999. Un mito menos. Como soy poeta, me toca lamentar su pérdida).UC

 

Portada del libro de Rubén Vélez

 
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