Los tenis
Jhonny Barrientos Díaz. Ilustración: Verónica Velásquez
Esa noche, mientras subía, escuché las palabras:
—Quedate quieto y no voltiés la cabeza.
Las palabras, a pesar de ser un robo, no eran ofensivas. El muchacho no me empujó, casi me puso contra el barranco detrás de la cancha. El otro, más mala leche, me sacó del bolsillo de atrás la cajetilla de cigarrillos; luego, de los bolsillos de adelante, tres mil pesos, una caja de fósforos, unas monedas.
El más tranquilo ya tenía mi media botella y se estaba tomando otro ron. Digo otro porque cinco minutos antes, tres cuadras abajo, en una esquina oscura, mis raptores me habían pedido un trago. No logré distinguir sus rostros, pero como estudiante de literatura en la universidad se lo extendí con la complicidad universal del noctámbulo que se encuentra a alguien desconocido a media noche y le ofrece un trago para brindar por la negra oscuridad, por la existencia efímera, por ese pedazo de luna que nos mancha de sombras y por la misma tierra que, a ellos ladrones y a mí estudiante, nos había arrojado a todos por igual a la guerra.
El mala leche recibió la botella. Al escuchar como el trago pasaba por su garganta y lo chasqueaba en su lengua le dije que dejara uno para mí, pero enseguida me aguijoneó:
—¡Qué chiste, estás muy gracioso! Es el único pirobo que tiene un cuchillo en la espalda y se pone a hacer chistes malos.
Sentí cómo la punta de la navaja me punzaba y tal vez, como respuesta a mi osadía, sentí la correa del bluyín deslizándose por mi cintura. Me asusté. Le dije que se llevara todo pero que cómo me iba a violar.
El otro, mientras se ponía mi correa de cuero, se sonrió:
—Por bonito este hijueputa. Ladrón tal vez, pero ocioso nunca.
Ambos se rieron y yo también estuve a punto de hacerlo. Después de decirme que se iban a marchar, que no volteara a mirar para ningún lado, caminaron algunos pasos, pero antes de irse definitivamente el otro se detuvo:
—Mira que chimba de tenis, casi nos vamos sin ellos.
Regresaron y mientras me los quitaban sentí un desaliento. Les iba a decir que los tenis no eran míos, pero con el temor del cuchillo y de la correa deslizándose por mi cintura decidí guardar silencio y los oí trotando hacia abajo.
Al minuto me levanté asustado, corrí la cuadra de la cancha Maracaná hasta la carrera 73 B y caminé en medias hasta mi casa. Mi madre me abrió, se sorprendió con la historia y al verme descalzo me dijo casi sonriendo:
—Menos mal no te hicieron nada mijo, eso no es nada, no se preocupe y vaya acuéstese.
Esa semana pasé con la chispita que produce el hecho de que el conocimiento no sirva un culo ante la fuerza bruta, y con el resentimiento de que ni de café ni de plátano ni de oro están llenos los costales de este país de mierda.
La vergüenza me impidió recordar qué había pasado esa semana con mi hermano (el que me había prestado sus tenis para ir a una fiesta), pero ocho días después, dando una vuelta con mi sobrinita por la cancha, volví a atravesar la misma calle que había caminado descalzo, y como si los estuviera buscando, vi los tenis que me habían robado en unos pies que por supuesto no eran los míos. Me asusté. El pelado estaba sentado con un amigo de mi infancia muy cercano que era el jefe de una de las bandas del barrio. Mi amigo me saludó y el otro me miró ocultando medio rostro entre sus rodillas recogidas. Hubo una reacción en él entre el terror y el juego, como si en vez de robarme los tenis yo se los hubiera prestado.
Por supuesto mi susto fue tan grande que olvidé por un minuto a mi sobrina de año y medio que apenas estaba aprendiendo a caminar sobre el planchón, una terraza rodeada por cuatro metros de abismo, protegida apenas por unos tubos por entre los cuales cabría un toro. Era la reacción de un sensible y noble universitario, capaz de compartir su licor con el ladrón que lo maltrató con un arma. Corrí tras mi sobrina con el temor de haber visto a los ojos a mi verdugo. En los quince minutos que estuve allí, y a pesar de estar en el planchón, la mejor tribuna para ver los partidos en la cancha, no vi de manera consciente los tres goles, ni escuché los gritos de las esposas que celebraban la goleada de sus obesos maridos en el torneo de veteranos.
Decidí regresar. Mi amigo ya no estaba y solo vi a mi ladrón sentado allí con la cabeza agachada. Pasé a un metro de él, lo tenía de espaldas y lo pude haber golpeado, pegarle una patada y tirarlo a rodar por las escalas. Tuve todo el tiempo del mundo pero el temor del estudiante, tal vez el delirio del supuesto escritor que se imagina que no todo es tan sencillo, que como en una novela el hombre tendría su cuchillo filoso empuñado, y que al acercarme, como en un cuento de camajanes de Borges, me hundiría su puñal; o como había visto algunas veces en esa cancha de la Maracaná durante los partidos de los domingos, él sacaría un revolver, me lo pondría en la cabeza y dispararía; y el que rodaría por esas escalas empinadas sería yo, como vi a Taborda rodar por las escalas de la Bananería con una bala en su cabeza, tieso y dando tumbos como un muñeco de palo.
Rastrillé un poco el pavimento con los zapatos que sí eran míos para ver su reacción, pero él no se movió, como si me estuviera esperando. Y en vez de empuñar mi mano para macerarlo, decidí empuñar la pequeña manito de mi sobrina y seguir mi camino.
En la mitad de la cuadra un vergonzoso sentimiento de derrota me hizo pensar que yo no era el representante de ninguna secta intelectual, que no era el personaje de ninguna novela y que solo era un simple humano humillado. Eso me hizo tomar fuerza y arrimar a la tiendecita de una vecina:
—Teresa, me puedes tener a la niña un minuto o mejor, si tienes tiempo, se la llevas hasta la casa a mi mamá.
Después de decirme que estuviera tranquilo me devolví por la cuadra. Desde la esquina miré hacia el planchón y el muchacho seguía con la cabeza agachada. A pesar de que había varios amigos por ahí y les pude haber pedido ayuda, sentí que ahora era mi problema y mejor aún, dada su sumisión, que lo tenía en mis manos. Me acerqué a dos metros y hablé con vos fuerte, no con la de un estudiante sino con la de un pillo que guardaba en su cintura su estúpida pistola ilusoria:
—Oíste hijueputa, devolveme los tenis que son de mi hermanito.
El pelado levantó la cabeza y aunque vi un pequeño hilo de sangre que le salía entre su cabello, el terror que tenía en sus ojos me conmovió:
—Ey, ¿cómo así que yo te robé hermano? —la turbación de su voz sonaba a disculpa.
—Sí, hace ocho días ahí en ese barranco detrás de la cancha —dije casi tartamudeando, y aunque si hubiera tenido un arma en mis manos estaría temblando o se hubiera deshecho como una gelatina, el espanto en él era de muerte, como si segundos antes le hubieran puesto un arma entre sus ojos.
—Peludo, perdóname, no puedo creer que yo te haya robado.
El tipo se agachó y a pesar de que creí que iba a desenfundar su arsenal, se desamarró los cordones de los zapatos (que siendo nuevos se veían muy sucios, y además se los había puesto sin medias), los emparejó con sus dedos y me los entregó con un gesto de perdón que minutos después comprendería:
—Peludo discúlpame, tené, así como te mandé sin zapatos para tu casa, yo también me voy descalzo —dijo mientras caminaba y se limpiaba la poca sangre que le quedaba con su camiseta.
Llegué triunfante con los tenis amarrados a uno y otro lado de los hombros, bajo las risas de mis amigos de la cuadra que no creían la historia y con cierto olorcito a pecueca que me hacía pensar que si los tenis hubieran sido míos y no hubieran estado nuevos, tal vez se los habría regalado.
Después de pasar frente a varias casas, mi amigo de infancia, ahora en el balcón de su casa, con expresión imponente habló:
—Menos mal te los devolvió. Ahí le pegué un cachazo, le di una muestra de lo que le va a pasar si sigue de gato. A mis amigos nadie los roba.
Esa frase me desinfló. Caminé hasta mi casa tan decepcionado como si me hubieran despojado, no de unos tenis sino de mi vergüenza. Recordé el pavor en los ojos del joven y tiré a la mierda el estúpido mito del temeroso estudiante que le arrebata el trofeo a su ladrón temerario. Me sentí tan sucio como si solo le hubiera arrebatado un cromo a un niño, tan vacío como si me hubiera cogido a una triste putica en las polvorientas cementeras de El Cairo.