La misión era muy clara, apoyar al hospital gubernamental de Kenema, Sierra Leona, en su respuesta a la epidemia del ébola. Fueron tres días de viaje, 14.475 kilómetros recorridos.
Desde marzo de 2014 se reconoció la epidemia del ébola en la región de África Occidental; las investigaciones muestran que el primer caso reconocible se dio en diciembre de 2013. Un niño de dos años, muerto por razones desconocidas para entonces, fue el centro de la onda que todavía se expande por África. Hasta hoy no se ha logrado establecer cómo resultó infectado. Días después, su madre y su hermana murieron también víctimas del ébola. Estos primeros casos se reportaron en la ciudad de Guéckédou, en Guinea. Debido a que en esa zona de África Occidental nunca antes se habían presentado casos de la enfermedad, el ébola fue una de las últimas cosas en las que pensaron los médicos para explicar las muertes que llegaban bajo un cuadro clínico que bien podía ser confundido con cualquier dengue, malaria o fiebre amarilla. Al hecho de ser una enfermedad nueva en la región, con síntomas muy similares a los de cualquier enfermedad febril, se sumó que el contagio ocurrió justo en una zona donde confluyen las fronteras entre tres países: Liberia, Sierra Leona y Guinea, de modo que todas las condiciones estaban dadas para que se presentara la peor epidemia del ébola de la historia.
El 8 de agosto la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que la emergencia de salud pública era de interés internacional y los ojos del mundo voltearon a mirar hacia esa zona de diamantes, bailes alegres y vestidos coloridos. Empezaron a llover publicaciones acerca del tema. Sin embargo, incluso mucho antes de esto, silenciosamente, mucha gente venía trabajando para tratar de atender la emergencia. Por ejemplo, la Federación Internacional de la Cruz Roja empezó a organizar una respuesta para ayudar a las comunidades cercadas por la rápida propagación de una de las enfermedades más letales del mundo. Ahí es donde entro yo. Como médico y miembro del movimiento de la Cruz Roja fui llamado a participar de esta respuesta.
El 5 de agosto salí desde Medellín y llegué a Kenema tres días después, justo cuando se declaró la emergencia internacional por la epidemia. Kenema es la cuarta ciudad de Sierra Leona y por tierra está aproximadamente a tres horas de la frontera con Guinea, muy cerca de lo que llaman el hot spot de la epidemia, justamente entre la ciudad de Guéckédou y la ciudad de Kailahun, en Sierra Leona.
Kenema es una ciudad de 190 mil habitantes y fue uno de los sitios donde más se sintieron los estragos de la guerra civil que vivió Sierra Leona hasta el año 2004. Un sitio de clima cálido, aunque no extremo, muy húmedo, y con paisajes que se podrían confundir perfectamente con algunas zonas del Chocó o de otras poblaciones del Pacífico colombiano. Sus habitantes todo el tiempo saludan a propios y extraños con un sonoro kushai, un sencillo “hola” en krio, su lengua nativa.
El hospital gubernamental de Kenema ha sido uno de los sitios más afectados por la epidemia. El personal médico resultó infectado y buena parte murió a consecuencia del ébola. Esto hizo que miembros del personal de salud que trabajaban allí salieran huyendo. Pero el miedo no solo alejó al personal médico, también alentó a huir a los pacientes: las mujeres embarazadas no querían tener su parto en el hospital, los fracturados no querían ser atendidos por los servicios de urgencias, los enfermos crónicos no querían ir a los controles. Todo esto era motivo de preocupación para las autoridades ya que el hospital gubernamental de Kenema es el único público de la región y atiende a la mayoría de personas que habitan en la ciudad.
Luego de mirar el panorama y realizar una evaluación de la situación en la zona, el equipo de la Cruz Roja consideró que tenía más beneficios y se exponía en menor medida a los riesgos de contagio si construía un nuevo centro de tratamiento del ébola. Esto ayudaría a disminuir la presión sobre el hospital y daría tranquilidad a los pacientes con otras enfermedades para que pudieran regresar a tratarse en el lugar acostumbrado. Por lo pronto era necesario hacer unas mejoras en las condiciones del hospital mientras estaba listo el nuevo centro de tratamiento. Después de otros análisis se llegó a la conclusión de que la causa del masivo contagio entre el personal de salud fue que desde el principio, cuando la gente llegaba al hospital, no hubo una buena clasificación de los casos y muchos pacientes con ébola no fueron enviados a la zona de aislamiento sino que pasaron por las salas de atención general. El triage era la clave; esa palabra francesa cuyo significado es “categorizar” y que fue usada por primera vez por Jean Dominique Larrey, cirujano de los ejércitos de Napoleón, durante las guerras. Se pensó, entonces, que si se mejoraban las condiciones de la zona de triage se disminuiría el riesgo del personal de salud mientras estaba listo el nuevo centro de tratamiento. La Cruz Roja y la OMS se pusieron en la tarea e idearon una forma de optimizar esta clasificación dentro del hospital de Kenema.
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Cuando llegué al hospital de Kenema era un día lluvioso, uno de esos que tanto abundan en la zona entre julio y octubre. Se podía sentir la tensión, se veían las caras de miedo tanto de pacientes como del staff de salud.
En otro hospital, en la provincia de Kailahun, lo pude vivir en carne propia. Supe lo que era ponerse el pijama médico, las botas pantaneras y abrir la cerca para ingresar a un centro de tratamiento de ébola, no sin antes hacer un exhaustivo lavado con agua clorada. Supe lo que era mirar las estadísticas en un tablero y, contrario a lo que se vive en una guardia médica normal, observar que el número de fallecidos del día siempre es superior al de quienes son dados de alta. Supe lo que era el ritual de ponerse el traje de protección, el asfixiante overol aislante que se usa en las emergencias químicas: la mascarilla de alta eficiencia, la capucha de protección de la cabeza —parecida al burka que usan las mujeres islámicas—, las gafas de protección que se ponen en el pequeño espacio que queda para los ojos, los dos o tres pares de guantes, el delantal de caucho que va encima de todo el traje… un traje que se convirtió en sinónimo de ébola y hoy es temido por muchos en la zona. Pero el ritual no termina ahí, sigue la inspección de una persona encargada exclusivamente de verificar que los trajes queden bien puestos y de que no quede ningún tipo de fuga o posible orificio de entrada. Y luego de esto la autoinspección, donde cada uno verifica que todo esté donde debe estar: nunca en mi vida me había mirado tantas veces al espejo. Cuando todo está listo, empieza una especie de marcha fúnebre hacia la zona de aislamiento —o de alto riesgo, como se le llama—, caminando en fila india, en un desfile casi solemne, no porque se camine con ánimo de solemnidad, es solo que el traje es incómodo y debe cuidarse cada paso para evitar accidentes.
No llevaba cinco minutos en el traje y ya sentía las gotas de sudor bajando por mi espalda; adentro, lo que importa son las misiones específicas: verificar la muerte de un niño durante la noche anterior, hacer el seguimiento clínico a dos o tres pacientes; mirar el estado de un hombre adulto al que, si le sale el examen de control negativo, se le puede dar de alta después de dos semanas en la zona de aislamiento. En todos los casos anteriores es imposible no pensar en lo cerca que se está de este virus mortal; es imposible no pensar en la posibilidad de ser uno más entre los pacientes que padecen el ébola.
Sin embargo, somos nosotros quienes brindamos la ayuda, no podemos desfallecer ni descuidar las medidas de seguridad. Se acerca el momento de la salida, después de sesenta minutos, el máximo de tiempo que se tiene establecido para estar dentro de la zona de aislamiento. Hay que ser estricto, el golpe de calor y el estrés pueden ser muy inconvenientes en estos casos.
Después de la misión viene la otra parte del ritual: quitarse el traje acompañado por una persona encargada de instruir todo el proceso y rociar agua clorada durante todo el tiempo. Cada paso es meticuloso, hay que evitar el más mínimo contacto de las áreas contaminadas del traje con las áreas no contaminadas. Para esto nunca entrenan a un médico, es un proceso que puede tardar hasta veinte minutos, y parece eterno. Cuando se termina, siempre queda un manto de duda, uno sabe si lo hizo bien, solo queda buscar la recompensa de relajarse bajo la sombra, tomar agua y pensar en lo increíble que ha sido esta experiencia. Muy pronto la ansiedad hace que brote el afán de que pase el tiempo prudente para recuperarse y poder ingresar de nuevo a cumplir la ronda.
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En ciertas zonas del hospital de Kenema era normal ver una especie de homenaje a los “héroes caídos”. Las placas conmemorativas no eran de mármol sino simples fotocopias de fotografías borrosas y algunas palabras sentidas de parte de los compañeros que siguen en la lucha. Uno de los avisos conmemorativos que más llamaba la atención por su tamaño y su calidad era el del Dr. Sheik Humarr Kahn, uno de los grandes conocedores de la enfermedad que falleció a finales de julio en un hospital de Médicos Sin Fronteras, en la vecina ciudad de Kailahun. El Dr. Kahn se desempeñaba como coordinador del programa de fiebre de Lassa, una enfermedad muy común en el occidente de África, considerada una de las más letales dentro del grupo de las denominadas “fiebres hemorrágicas”, entre las cuales se encuentran el dengue, la fiebre amarilla y ahora el ébola. El homenaje demostraba que la pérdida del Dr. Kahn fue invaluable para la sociedad de Sierra Leona, pero no fue la única: entre médicos, enfermeras, personal de laboratorio, técnicos de imágenes, etc., suman más de treinta los fallecidos que trabajaron en el hospital de Kenema.
Mientras estuvimos reforzando el área de triage del hospital, casi todos los días era admitido alguien en la zona de aislamiento. Cuando iba caminando desde la zona de triage hasta el área de la toma de muestras de sangre para confirmar el diagnóstico, escuchaba decir a los enfermeros: “Esa es enfermera de acá” o “ese es uno de los técnicos de laboratorio”… Miradas de tristeza por sus compañeros y temores por el contagio acompañaba esas palabras; sin embargo, a pesar de aquellos sentimientos, nunca les noté intenciones de renunciar a su tarea. Incluso en los momentos más duros, cuando murió uno de los médicos que además era tío de una de las enfermeras del área de triage, nadie desistió.
Rachel, Ibrahim, Momo, Elizabeth, Theresa, Augusta, entre varios otros, son aquellos que a pesar de las adversidades siguen ahí en pie de lucha, haciendo su mejor esfuerzo para que desde el ingreso de los pacientes el proceso sea el correcto y se pueda evitar que sus compañeros se expongan a un riesgo innecesario. Esa es tal vez una de las acciones que más vidas salvan en una epidemia de estas características: vidas del personal de salud, de los que están arriesgándose al frente del incendio, sus propias vidas.
Un mes después, 15.699 kilómetros recorridos, cuatro ciudades visitadas y dos días de viaje, regreso a casa ¿Misión cumplida? No sé, pero los héroes de Kenema lo están haciendo.