A principios de diciembre de hace unos años andaba yo preparando mi estómago paisa para recibir los excesos navideños. Para un antioqueño de pueblo, preparar el estómago es simplemente comer un poco más “paisaje” de lo habitual, limitar las carnes y las harinas a un par por día y no tomar cerveza de sobremesa. Eso ya es mucho sacrificio, aunque al resto del país no le parezca. Pues estaba yo en esas, cuidándome, cuando me desperté como cualquiera de tantas mañanas con ganas de ir al baño. Hice pereza un rato, le saqué el cuerpo a dar del cuerpo, di vueltas de aplazamiento en la cama hasta que la cagada fue inminente y no tuve más disculpas. Me paré, me senté, planeé el día, me limpié, me volví a parar y extendí la mano para dar de baja a mi bollo despertador y lanzarlo al río Magdalena, sin despedidas, como siempre. Pero algo inusual llamó mi atención. En el agua flotaba una variante blanca de mis despojos habituales, un cilindro oloroso pero incoloro que trataba de decirme una cosa que no supe interpretar en aquel momento. Lo miré, me hizo gracia, un bollo albino, qué raro. Me desperté siendo un alma pura, pensé. Sonreí solo, le maté el ojo al del espejo y vacié el tanque sin pensarlo más.
Lo de aquella mañana habría sido una anécdota íntima sin repercusiones, de no haberse repetido una y otra vez durante los siguientes cuatro días. El segundo me pareció gracioso, pero ya no me produjo una sonrisa. El tercero comenzó a preocuparme. Pero el cuarto ya me produjo tantos nervios que me obligó a contar. ¿Uno a quién le cuenta que los bollos le están saliendo albinos? A la familia, sin duda. Y si alguien tuvo la mala fortuna de ser el médico de la casa, pues a ese le tocó. Con seguridad están acostumbrados. Tomé el teléfono y abrí un chat con mi hermana menor, que para colmo es la más recatada de las dos que tengo. Se me ocurrieron muchos chistes escatológicos de los que me gusta hacerle para escandalizarla, pero mi ánimo jocoso duró poco. Inmediatamente le mencioné bollo blanco, me entró su llamada. Lo siguiente fue mi descripción obligada, seria, de las características de mis últimas deposiciones, seguida de muchas preguntas, algunas vergonzantes, con las que mi hermanita intentaba completar el cuadro clínico de lo que parecía ser una enfermedad gravísima cuyo principal síntoma de alarma eran mis bollos anormales. Tras el regaño por no haberle contado antes, la pequeña convertida en doctora me instó a consultar por urgencias.
El médico de urgencias me ordenó una larga lista de exámenes que debía hacerme de inmediato. Por primera vez en mi historia de paciente me remitieron sin esperas y entonces terminé de ponerme nervioso. La cosa estaba grave. Supe que el síntoma se llama acolia, que es indicador de una obstrucción en las vías biliares y sus causas pueden ser varias, ninguna de ellas simple o inocua.
Durante la ecografía me presentaron cordialmente a mi nueva habitante: una masa de siete milímetros adherida al epigastrio, a la altura del páncreas, concomitante con las vías biliares, de origen, consistencia y naturaleza indeterminada. Paso a seguir: biopsia por laparoscopia. Antes que nada me senté en el confesionario del Doctor Google, leí todo lo que pude sobre la acolia y los bollos blancos. Luego, con las imágenes diagnósticas y las órdenes médicas desordenadas en un sobre de manila, excesivamente informado y aturdido con la probabilidad alta de un desenlace quimioterapéutico, busqué a mi hermana para que me ayudara a pensar cómo dar la noticia a nuestros padres. Lloramos juntos encerrados hasta que nos cansamos. Entonces, sin miramientos y adherida al principio de realidad, ella me explicó todos los caminos posibles. Bajamos juntos a la sala en medio de una reunión familiar e hicimos el anuncio de la manera menos dramática posible. ¿Pero cómo dice uno que tiene una bola desconocida entre el hígado, el páncreas y el estómago sin sonar grave? Hubo llanto, abrazos, lamentos. Confirmé cuánto me querían. Fue lindo. Entonces me puse a hablar mierda, hicimos chistes, mamamos gallo y pretendimos que no era nada serio. Seguro que no. ¿Vos que siempre te has cuidado? Como si no supieran.
La laparoscopia estaba programada para el 27 de enero, dos días antes de mi cumpleaños. Tras la angustia de lo que habían sido mis posibles últimas navidades, menudo regalo de cumpleaños. Fue un mes y medio lleno de días largos, expresiones de cariño desbordadas y abrazos fuertes brindados por apenas conocidos, sin preámbulo ni anestesia. Mucha barbilla temblorosa de gente que no soportaba verme, despedidas veladas, miradas profundas de conmiseración. Todavía falta el diagnóstico definitivo, les decía yo para tranquilizarlos. Pero la atracción que sentimos hacia la tragedia es una fuerza indiscutible semejante a la de la gravedad. Todos esperábamos lo peor.
Por insistencia de mi hermana, la recatada, el 25 de enero me hice la última ecografía con una vaca sagrada de la gastroenterología. Casi todos los síntomas habían desaparecido, sobre todo los bollos albinos, y ella insistía en corroborar mi estado tras un mes de llevar una dieta cuidadosa. A excepción de unos cólicos esporádicos, que no sabía si eran estrés pre mortem o mi intolerancia natural a la lactosa, yo me sentía divinamente. Un poco bajito de ánimo, debo reconocerlo, pero nada que no hubiera sentido antes. El médico prendió la pantalla, me puso esa gelatina fría en la barriga y comenzó a buscar el tumor bajo mis costillas. Me revolcó las entrañas, dio vueltas por mis oscuridades más recónditas y, de pronto, se detuvo. “¿Qué es lo que estamos buscando?”. Yo le repetí: “Una masa adherida al epigastrio...”. Puso boca de pescado, como quien no entiende. Me miró fijamente y me dijo: “Yo no veo nada. Usted está bien. Sin embargo venga miremos más”.
Me dieron ganas de decirle que no buscara lo que no se nos había perdido, que dejara así, que ese diagnóstico me gustaba más que el primero. Pero entendí que a estas alturas no eran deseables las incertidumbres. Lo dejé que esculcara por todas partes, una y otra vez. Entonces me dijo: “Yo opino que la acolia pudo ser un cálculo biliar o una hepatitis”. Ambas cosas podrían haber cerrado los conductos. Pero lo que haya sido, ya no está. Todo bien. Felicitaciones. Está al otro lado.
Un día te examinan y te dicen que estás en la plataforma de lanzamiento. Mes y medio más tarde, con otro examen, te devuelven a la vida. Así pasa. A veces. También han dejado aparatos olvidados en las barrigas. ¡Qué inseguridad! Pero de todo se aprende.
Entre los diversos acercamientos que he tenido con la muerte, lo cual incluye balaceras, caídas tontas, accidentes en moto y en carro, rayos que entran por la nevera, aviones con turbinas incendiadas, intentos de ahogamiento y otros batacazos menos interesantes, la lección del bollo resultó ser la más ilustrativa. Aunque mi intención no es que un bollo raro los ponga nerviosos, debo decir que aprendí lo que importa un bollo. Sugiero nunca perderlos de vista ni menospreciarlos. Hay que tenerlos en cuenta, mirarlos siempre, saludarlos y despedirlos. Medirles la frecuencia, revisar color, olor, forma y consistencia, así sea de lejitos. Porque, aunque les suene feo, por sus bollos serán diagnosticados. Sé que prefieren no tocar el tema, pero debo decirles que tarde o temprano lo aceptarán: cagar es una parte muy importante de sus vidas. Y las características de un buen bollo son una fuente inagotable de información sobre la salud de sus cuerpos. Por eso, así como las prestidigitadoras leen las manos o el residuo del chocolate en los pocillos, es importante aprender a interpretar lo que sus bollos les dicen. Y a tiempo. Buen provecho.