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     Número 42 - Febrero de 2013


ARTÍCULOS
Saludo a la estupidez
Roberto Palacio F.

No sé muy bien en qué momento la estupidez perdió toda su frenética dignidad. Hace unos cuarenta años parecía un tema digno de ser abordado. El afamado economista Carlo Maria Cipolla, preguntándose sin cesar cómo hacen los economistas cuando sus modelos no se equiparan con nada –es decir todo el tiempo–, y cómo diablos hay gente que no quiere maximizar sus beneficios, terminó escribiendo un tratado sobre la idiocia con un delicioso título: Allegro ma non troppo… Alegre pero no tanto. La "acción estúpida –nos dice– es aquella en la que el actor no solo no consigue sus objetivos sino que dada la naturaleza de su despliegue daña a otros": es una absurda transacción en la que pierde el vendedor y pierde el comprador; es un desastre económico a escala.

Con esta definición, el estudio de la estupidez, que por cierto carece de nombre, dio un gran paso hacia adelante; la estupidez dejó de ser un tema exclusivo de los psiquiatras que la trataban con iodo: ya no era una enfermedad sino una tipología de las acciones y como tal nadie estaba absolutamente a salvo; a todos de vez en cuando nos atacaba. En uno de los corolarios de su libro Cipolla anota: "la estupidez es independiente de cualquier otra característica de una persona, incluso de su inteligencia".

Pero desde Allegro ma non troppo hemos dejado de hablar de la estupidez como si el asunto hubiera quedado resuelto. La omisión es en parte comprensible: es un concepto espinoso, que tiene sabor a circo y a estudio digno de ufólogos y espiritistas. Meterse con el tema parece implicar una movida hacia la indignidad intelectual, porque el sino de la estupidez es su toque de autorreferencialidad: quien se atreva a hablar de ella debe ser un estúpido. Para los psicólogos no es una patología y prefieren hablar de "inhabilidad"; para los filósofos se trata de una palabra con un talante muy peliagudo, muy ambiguo; los neurólogos ni soñarían con mencionarla en un tratado, a riesgo de quedar ellos mismos como unos estúpidos, y todo el mundo del intelecto parece no saber muy bien qué hacer con el mal, a tal punto que llevamos cuarenta años sin hablar seriamente de la consagrada estulticia que nos carcome y nos acecha.

Pero el mal no solo no ha muerto, hay un tipo de estupidez que ha anidado en la conciencia actual y que es propia de estos tiempos: como con tantas otras grandes instituciones (la Iglesia, el Estado), hemos ingeniado maneras para llevar la estupidez al interior de la casa y fabricarla en el garaje. Ahora se parece a una elección vital como declararse gay, ha dejado de ser vergonzante y en mucho se asemeja a la de las peores épocas del fanatismo religioso, por la simple razón de que vivimos en una de las peores épocas del fanatismo religioso.

Claro, el hecho se ve oscurecido por mil velos: hace poco el terrorista iraní radicado en Estados Unidos Khay Rahnajet en su guerra contra el infiel envió una carta bomba por el servicio postal. Dado que le había puesto pocas estampillas, el sobre le fue devuelto. Curioso y contento por recibir correspondencia, la abrió y voló hacia las alturas celestiales en alma y cuerpo… uno muy fragmentado. ¿Cómo puede un soldado enviado por Dios en una misión especial ser un idiota redomado? Quizá simplemente sintió curiosidad, al fin y al cabo, ¿cada cuánto le llega correo a un terrorista? Otros dirán que no hay allí un caso de estupidez sino de perversidad, como si la idiocia y la maldad fueran excluyentes; pero a menudo olvidamos la lección de Sócrates que enseñaba que la maldad es solo un tipo de estupidez.

En el 2005 la Fundación Gorila de San Francisco que alberga a Koko, una gorila de Virunga que domina un lenguaje de señas de más de dos mil palabras, contrató a dos antropólogas para que fueran sus cuidadoras. En su primer encuentro se acercaron a la jaula esperando escuchar: "Koko, Nancy y Kendra buenas amigas". La primate increpó a las mujeres con signos que inequívocamente traducían: "Levántatela- camiseta-y-me-muestras-los-pezones", obedeciendo a un fetiche que desarrolló luego de treinta años de estar en una jaula. Nancy Alperin y Kendra Keller demandaron por más de un millón de dólares por acoso sexual y daños psicológicos.

La idea de Cipolla de una torpeza extendida que se amplía en círculos concéntricos arruinando los planes ajenos ya no satisface lo que debemos tener por estupidez. Koko no tuvo que pagar indemnización alguna; la guerra santa de Rahnajet salió de su casa y regresó a su casa. Pareciera que no es esencial enturbiar a nadie con las acciones propias como para considerarlas estúpidas. Por eso se hace preciso volver a pensar en nuestra estupidez más intimista, más doméstica, y aunque más discreta, con un potencial letal para la explosión…, como todo lo que se cuece en el garaje de la casa.

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La bandera de la madre loca. Siglos XV o XVI
La bandera de la madre loca. Siglos XV o XVI

 
Uno de los rasgos más distintivos de la estupidez es que nadie se cree realmente un estúpido. Por el contrario, el babieca actuará como si se creyera investido de un ingenio privilegiado. El clérigo inglés del siglo XVI Roberto Burton destacó este rasgo en su Anatomía de la melancolía, uno de los primeros tratados sobre la depresión, cuando para definir al estúpido utilizó la imagen de un hombre que en medio de la noche apaga su vela para que las pulgas no lo piquen. La imagen es portentosa; el hombre se supone más astuto que sus circunstancias. Puede el lector imaginarlo sonriendo, casi dolido por las pulgas que lo auscultan a oscuras. Con esa metáfora, Burton tocó uno de los puntos nucleares de la estupidez.

Este sentimiento de ventaja no es un rasgo secundario de la estupidez, como lo descubrieron los psicólogos Justin Kruger y David Dunning. El estúpido cree que actúa con gran competencia, cuando es demostrable que sus acciones y elecciones difícilmente pueden caer más bajo en la escala de logros y pericia: los "inhábiles" estudiados por Dunning y Kruger, al responder un examen pronosticaban que habían acertado en el 68% de los casos, cuando la situación real era de apenas el 12%.

En 1995 McArthur Wheeler entró a dos bancos en Pittsburg a plena luz del día, y sin ningún intento de ocultar su rostro de las cámaras robó en ambos a mano armada. Cuando la misma noche del robo lo capturaron y le mostraron los videos de las cámaras de seguridad, con los ojos aguados murmuró: "Pero… Pero si… si yo me había puesto el jugo". El significado de la enigmática expresión: resulta que Wheeler había actuado bajo la convicción de que el jugo de limón esparcido en la cara la hace invisible ante las cámaras. Con la piel quemada y las gotas de cítrico escurriéndole sobre los ojos, confesó que no se había metido en todo el asunto a ciegas. Ni que fuera un idiota. Había puesto a prueba su solución de invisibilidad con una Polaroid instantánea: jugo en el rostro y "snap", desaparecido como Javier en "Dónde está Javier". Con una carcajada prosiguió: iba a dejar a todos viendo un video en el que una pistola flotaba en el aire y un maletín lleno de billetes gravitaba hacia la puerta y desaparecía: "¡Ahí nos vemos, soquetes!". Allegro ma non troppo, reza el título de Cipolla. Lo que sucedió fue que en un intento por autofotografiarse Wheeler obturó la cámara cuando ya había salido de la escena, y de allí supuso que se había vuelto invisible.

Wheeler no solo era demasiado estúpido como para robar un banco, lo era también como para saber que era incompetente para robar un banco: la estupidez repercute a un metanivel; se es tan estúpido que se borran las pistas sobre qué tan estúpido se es. El problema es socrático: si uno reconociera lo estúpido que es en una situación determinada, difícilmente actuaría estúpidamente. Es tan notorio ese vértigo enceguecedor de la estulticia, que el artículo de Dunning y Kruger dio para que se hablara del efecto "Dunning-Kruger", y para que los mencionados ganaran un premio Ig Nobel en psicología, una parodia americana de los Nobel de Berna inventada en Harvard. La existencia de este estudio, dicho sea de paso, no contradice en nada nuestro reclamo de haber dejado de hablar de la estupidez, pues los mencionados no usan una sola vez la palabreja y para referirse a aquello que se apropió de Arthur Wheeler hablan de "inhabilidad".

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El Bosco, La nave de los locos. 1500.
El Bosco, La nave de los locos. 1500

Pero apenas hemos rasguñado la superficie.

Las causas de la estupidez no solo son pedagógicas, sociológicas o culturales. Me parece que Darwin hubiera tenido mucho que decir sobre la estulticia. Evolucionamos para alejarnos del error, del improperio, de la sandez. Las siluetas aquellas que parecen comenzar con un gibón y pasan por un chimpancé, y en las cuales se detalla la evolución humana por medio de sombras antropomorfas cada vez más erguidas, llevan implícita la superación no solo de la animalidad, sino también de la imbecilidad que suponemos erróneamente lleva emparejada.

Lo que ignoramos es que el último de esos eslabones no es un ápice menos estúpido que el primero, y que la evolución no ofrece ningún tipo de salvaguarda contra la estulticia. De hecho, en cierta forma la perpetúa.

La mejor explicación de nuestra estupidez debe pasar por Darwin. Recordemos la secuencia que implica un cambio evolutivo: unos organismos mutan, lo que significa que nacen con rasgos distintos a los de los demás. La mayoría de ellos no hacen más que estorbar, pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, esas extrañezas ayudan a sobrevivir. La primera jirafa que tuvo el cuello largo comió de las ramas que sus semejantes no alcanzaban: más comida, mayor descendencia…, más jirafas con el cuello largo; he ahí un rasgo que se generaliza en una población. No hay en ello una escogencia especial o una mano que guíe el proceso. Considérese de la misma manera que algunos individuos no cambiaron; conservaron el cuello corto y eso no necesariamente los mató. ¿Acaso cómo sobrevivían antes? Durante una buena parte del tiempo incluso pudieron procrear con sus primas "más evolucionadas". Producían, eso sí, al decir de los naturalistas, "individuos inviables", sin ventajas especiales, con mecanismos a medias (un cuello extenso pero no suficientemente largo), expuestos al error y al mismo tiempo a los inconvenientes de los nuevos mecanismos.

La estupidez tiene un origen exactamente igual: una mutación accidental produce individuos más avezados que sus primos. Esa corta ventaja significa mayor adaptación al medio, y a mayor adaptación, mayor descendencia. Fue así como se fue gestando un grupo de peludos antepasados un poco más inteligentes que sus primos, que aún ramoteaban desprevenidamente en los árboles. Como en el caso de las jirafas, una población que cambiaba implicaba, claro está, una que había permanecido incólume. Tenemos entonces unos alegres homínidos un poco más inteligentes, que conviven con otros que no han dado el paso. La historia suele centrarse en el evolucionado, pero ¿qué paso con el que siguió siendo un precario cavernícola? No se extinguió; para sobrevivir no se necesita ser un genio. Leopardi solía decir que la madre de los idiotas siempre vive preñada. De hecho, lo más probable es que terminara mezclada con el más aventajado; he ahí a los individuos inviables cuyo talante es el de ser astutos y al mismo tiempo denodadamente imbéciles, que alternarán complejos sistemas racionales de decisión con los más primitivos mecanismos. En poco, esta mezcla nos produjo a nosotros: somos los individuos inviables que resultaron de la fatídica combinación.

Del conflicto de los sistemas primitivos con los mecanismos racionales nace todo el complejo mundo estafermo y pánfilo que nos rodea. Examínese lo que hace el cerebro al reconocer rostros; dado su pasado evolutivo, está programado para que cualquier figura simétrica con un círculo a cada lado sea interpretado como una cara. En algunos peces aún funciona el truco: basta presentarles una tabla con dos discos simétricos para que huyan. Se trata de un mecanismo automático y primitivo; el cerebro hace ese reconocimiento sin cálculo racional. Y menos mal es así. Ese mecanismo fue de gran utilidad hace cuarenta mil años, pero el mundo en el que vivimos, rebosante de imágenes visuales, hace que muy fácilmente la acción se desplace hacia el absurdo y el vacío. En años recientes un número escandalosamente grande de católicos americanos percibieron el rostro de la Madre Teresa de Calcuta en rollos de canela vendidos en una panadería en Tennessee. Latinos en Houston terminaron de rodillas rezándole, durante un verano ardiente, a un helado seco en el pavimento: vieron en él a la Virgen de Guadalupe. En Colombia, cuántos buñuelos, humedades y manchas no han terminado idolatradas. No solo pasa con asustados niños que suponen dos ojos que los miran durante el sueño; el problema del monstruo en el armario al parecer nunca se va del todo. A veces se presenta incluso bajo el sol ardiente en forma de una cremosa imagen que genera adoración.

Como criaturas mixtas combinamos esos primitivos módulos de acción con complejos cursos de acción racionales. El naturalista Konrad Lorenz afirmaba que en ese carácter doble residía nuestro potencial para la estupidez. La racionalidad nos enseñó a armar bombas atómicas; nuestros módulos primitivos y estultos no vacilarán en encenderlas.

Tal vez no haya que sucumbir al dramatismo de la profecía, pero es cierto que cuando la vida se hace más enredada y variada el efecto de la estupidez se va magnificando. Las nuevas condiciones del progreso hacen que algunos rasgos del estulto pasen de extraños o molestos a mortíferos. Antes de que existieran luces artificiales, la polilla volaba dirigiendo su vuelo hacia la única luz posible: la de la luna. Con las fogatas encendidas, vuela en una espiral loca para clavarse directo en las llamas. Suponga al amado cavernícola no con un mazo en la mano sino al volante de un bus urbano. Por eso la estupidez es al progreso lo que la apéndice al intestino, ese remanente de nuestro pasado como herbívoros que la naturaleza no se molestó en eliminar y que ocasionalmente con las nuevas y ricas comidas se obstruye, y que de vez en cuando causa un mal incurable que todos conocemos como la muerte. UC

 Tabla satírica de un tríptico flamenco. 1520
Tabla satírica de un tríptico flamenco. 1520