Venía de Cartagena. El olor del mar enmurallado, el viento encajonado en los callejones, aún no lo habían abandonado. Hablaba del sonido del mar dentro de la ciudad, como preso, eso dijo. Hablaba de los pregones de las mulatas en las esquinas, de una Cartagena mítica donde el olor del sudor se mezclaba con el de las piñas y las papayas maduras. ¿Cómo podía saber de los balcones que describía, de las murallas? ¿Había adivinado acaso los colores de los muros?
Borges había venido, como otros escritores latinoamericanos –entre ellos Sabato y Rulfo–, convocado por la Universidad de Antioquia y la Biblioteca Pública Piloto, a decir sus cosas. Una semana antes había asistido a algún evento similar en Bogotá. El frío bogotano le hizo recordar una ciudad de fábula y pidió que antes de viajar a Medellín lo llevaran a ver a Cartagena; así dijo, nos contaron luego: "ver" a Cartagena.
De paso para el aeropuerto Borges hizo parar el carro en una farmacia para despedirse de Enrique Sánchez, un boticario fanático de su obra; y el mejor conversador del mundo según Manuel Mejía. Enrique contaba después que cuando vio a Borges entrando a su farmacia pensó que se había muerto y que Diosito por fin lo premiaba con poder conocerlo. Pero no: iba a que le aplicara unas inyecciones y, encantado con la conversación del boticario, siguió yendo todas las mañanas durante su estadía en Bogotá. Enrique, sin decirle que sabía quién era, lo sentaba en un banquito a esperar, y Borges, socarrón y felizmente anónimo, le preguntaba detalles que él exageraba cada vez hasta terminar en una epopeya imaginaria que ya ninguno creía.
Pasó pues por la farmacia, se despidió de su contador de historias explicándole que ya no aguantaba esa ciudad tan fría y tan gris, así dijo, tan gris, y que iría a Cartagena antes de viajar a Medellín.
–¿A Medellín? –preguntó Enrique–. En Medellín vive uno de mis mejores amigos, búsquelo, se llama Manuel Mejía Vallejo.
Eso nos contó Borges en la comida que le ofrecieron después de su presentación en el Paraninfo de la Universidad, totalmente lleno, y llenos también los corredores y el patio interior, con estudiantes y curiosos varios hasta en la Plazuela de San Ignacio.
Por pura casualidad, aunque la casualidad no exista, en la comida yo resulté sentada a la izquierda de Borges, y María Kodama, que no lo desamparaba, a su derecha. Entonces comenzó a hablar de Cartagena. Al conversar, Borges giraba la cabeza como si pudiera ver a su interlocutor. Pero luego miraba al cielo, a la nada, o a quien fuera que le dictara sus palabras, perfectas, precisas. Después hacía silencio, como escuchando un eco, y luego, entre el murmullo general, escogía las palabras de alguno, no necesariamente el más cercano, y le preguntaba a María Kodama sobre cosas que solo él había oído. Hubo un momento en el que oyó una voz: era Manuel, contando la misma historia de Enrique Sánchez. Borges lo supo, "el amigo del boticario tiene que ser", y pidió que lo sentaran al frente. El resto de la noche fue una conversación de guapos argentinos y guapos paisas, de milongas y esquinas rosadas.
Cuando por fin se acabó la noche, la copa de vino rojo de Borges estaba a medio llenar. Sin pena alguna, Manuel, fetichero a morir, cogió la copa y me la entregó; salimos caminando, copa en mano, y cuando llegamos con otros amigos a la casa la entronizamos en una repisita donde nos acompañó muchas noches, muchas. "¡Salud, Borges!".
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Hasta la noche de la requisa
Esa noche la casa estaba vacía. Manuel había viajado a Cuba como jurado del concurso de Casa de las Américas, y yo, con María José de brazos y Pablo Mateo caminadorcito, decidí quedarme a dormir en la casa de mi mamá, en Prado. Al día siguiente, cuando llegué al apartamento, encontré a Roxana, mi cuñada, sentada en la sala, lívida, mirando al vacío. Su estudio se comunicaba por el interior con nuestro apartamento y ella pasaba con frecuencia a jugar con Pablo Mateo y a llevarnos "desayunito", como decía. Tomábamos café en la mañana y nos dejábamos contagiar de su alegría. Pero esa mañana no solo no nos encontró, sino que al ver todos los libros, papeles, objetos, juguetes y ropa –incluida la de la recién nacida– tirados por el suelo, regados por todas partes, los cajones abiertos y rebujados, entró en pánico y casi llorando abrazó a Mateo, sin poder explicar qué había pasado. Había además, en la tapia blanca, algo que parecía sangre.
Era una de las tantas requisas camufladas de la época, una época en la que cosas como viajar a Cuba eran consideradas sospechosas. Llegaban, nadie sabía quiénes, y misteriosamente buscaban algo "comprometedor": papeles, propaganda política, en fin… A muchos amigos y conocidos les había sucedido. Al no encontrar nada comprometedor, se simulaba un robo. Una hipótesis extraña frente a semejante caos. En este caso el chivo expiatorio fue mi único collar de perlas, regalo de Manuel traído de uno de sus viajes, olvidado esa tarde sobre la mesita de noche al salir de la casa.
Pero lo que realmente nos dolió en el alma fue la copa de Borges: casi un amuleto, todavía a medio llenar, la copa había permanecido en el sitio desde esa noche. Amparo la desempolvaba regularmente y la volvía a poner en la repisita, y Manuel de vez en cuando la miraba al brindar con los amigos. En los afanes de la requisa la copa había volado por los aires y se había estrellado contra la pared, dejando una huella roja en la cal blanca que no tapamos por mucho tiempo. Al lado de la memoria de esa noche quedó la huella del atropello de unos hombres incapaces de ver lo que hacen, pero también la huella de un hombre que no necesitaba los ojos para ver.
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