En la lista de profesiones de alto riesgo a uno no se le ocurre incluir al traductor de idiomas. Esto se entiende fácilmente, pues traductores o intérpretes se ven como personas sosegadas que realizan un trabajo netamente intelectual y se sientan frente a una pantalla para luchar con las palabras. No más. El riesgo profesional más grande que corren es un dolor en la nuca por estar sentados muchas horas seguidas en la misma posición, o un problema de muñeca por manejar el mouse durante demasiado tiempo.
Sin embargo, hay excepciones a la regla. Un sábado recibo una llamada a mi celular. La señal es mala y no puedo escuchar bien la voz de quien habla, pero entiendo que necesita mis servicios como traductor. Le prometo que lo pensaré y que lo llamaré más tarde. No, dice el señor, es un trabajo urgente que no puede esperar. También me dice que no me preocupe por los honorarios, la plata no es problema. Sobre todo por estas últimas palabras, me doy cuenta de que no estoy hablando con un cliente común y corriente, pues la tarifa casi siempre es un problema. Él me pregunta por mi precio "normal" y después me ofrece el doble. Me cuenta que vienen unos amigos de Holanda y necesita un traductor porque él no habla holandés y los holandeses no saben nada de español; mejor dicho, él requiere una interpretación simultánea, como dicen los traductores profesionales.
El señor me pregunta dónde nos podemos encontrar. No me invita a su propia casa, y en lugar de eso me pide que proponga un sitio de encuentro en terreno "neutral". Me cuesta un poco elegir un buen lugar, no estoy acostumbrado a cuadrar citas con clientes así. Finalmente se me ocurre una clínica que está cerca de mi casa. Afortunadamente el señor la conoce y le parece bien.
Mientras camino hacia el sitio, recibo varias llamadas del mismo tipo: aparentemente ha llegado al lugar de encuentro y me está esperando con impaciencia. Acelero el paso y cinco minutos más tarde veo la camioneta blanca que me había descrito por teléfono. Me abre la puerta y dice:
–Jorge, el de la llamada, mucho gusto.
Arrancamos y, como es costumbre en este tipo de circunstancias, tratamos de evitar el silencio y buscamos un campo común para iniciar una conversación. Obviamente, los temas Holanda, holandés e idiomas son favoritos. Mientras hablamos, vamos a una velocidad bastante alta sobre la autopista, hacia el sur del Valle de Aburrá. Damos algunas vueltas por Envigado, donde ya me pierdo, y finalmente Jorge anuncia que hemos llegado. Es un restaurante estilo finca, con un parqueadero grande y pasillos donde cuelgan abundantes materas con geranios rojos.
Jorge es un hombre de unos cuarenta años, vestido con jeans y camiseta negra. Es un poco gordo, lleva unos días sin afeitarse, pero no estoy seguro de si esto es cuestión de descuido o más bien algo intencional para parecer cool, estilo Enrique Iglesias. Es un buen conversador y me ofrece una cerveza mientras esperamos a los holandeses.
Hablamos un cuarto de hora sobre todo tipo de cervezas. Yo, como de costumbre, le hago propaganda a la cultura cervecera de Bélgica (Duvel, Westmalle, Chimay…), y él, como buen paisa, me dice que no hay en el mundo mejor cerveza que la Club Colombia.
Entonces se abre la puerta del restaurante y entra un señor que se dirige a nuestra mesa, saluda a Jorge y me da la mano. No dice su nombre, pero pregunta si yo soy el traductor. Asiento con la cabeza. Con sus primeras palabras noto que no es holandés, es otro paisa.
–Los holandeses están un poco atrasados –dice. Se sienta y se toma una cerveza.
Aprovecho la presencia del segundo hombre para averiguar más sobre los holandeses: ¿Qué tipo de gente es? ¿En qué trabajan? En realidad estoy un poco preocupado. Conozco muy bien el holandés y mi español no es nada malo, pero el éxito de una traducción depende mucho del tema o, mejor dicho, del vocabulario que puede exigir cada tema. Qué si los holandeses tienen negocios de partes de automóviles o barcos. Soy consciente de que es mucho más fácil hablar sobre cervezas belgas que sobre la tecnología de una máquina de la cual no sé nada. Mis dos contertulios contestan con vaguedades a mis preguntas.
Poco después el segundo hombre recibe una llamada y se aleja de la mesa. Habla un buen rato por teléfono, vuelve y pronuncia las palabras salvadoras: llegaron los holandeses.
Jorge paga la cuenta y nos vamos en dos carros diferentes. Yo voy con Jorge detrás el carro del segundo hombre. ¿Dónde vamos? ¿Dónde están los holandeses? ¿Cuántos son? Preguntas apenas entendibles que repito de nuevo. Jorge dice que no sabe exactamente cuántos son, pero que no me preocupe por nada, que todo está bien organizado. Y revela que vamos camino a una taberna ubicada por los lados del Aeropuerto Olaya Herrera. No me ubico bien allá, pero imagino que debe ser en Barrio Antioquia, un vecindario que tiene su historia particular; lo sé muy bien por mis propias investigaciones sobre la historia social y cultural de Medellín.
Entramos a un parqueadero grande, un poco escondido, y al fondo hay una taberna-discoteca donde truena rock en español. Sin embargo, no entramos en la taberna, solo nos alejamos un poco de la bulla y caminamos hacia un extremo del parqueadero, donde Jorge me presenta a unas cinco personas, un grupo bastante heterogéneo.
–Entonces este es el traductor que has conseguido –le dicen a Jorge y me sonríen amablemente. Me dan la mano, pero ninguno de ellos se presenta con nombre. Parecen personas comunes y corrientes, una mujer y cuatro hombres, un poco más jóvenes que yo. A primera vista parece un grupo de amigos que se preparan para una noche de parranda.
Me siento entre ellos y mi celular empieza a sonar. Es mi esposa, seguramente quiere saber dónde ando, porque al despedirme con afán no logré explicarle muy bien mi repentino trabajo. Siento todos los ojos mirándome fijamente y contesto con alguna vaguedad.
–No, no, todo bien… No, todavía no han llegado los holandeses, pero no se demoran.
Me doy cuenta de que no es exactamente la respuesta para tranquilizarla, pero bueno… Cuelgo de afán.
–¡Ya vienen! –grita la mujer.
Miro hacia la entrada y veo una camioneta grande con vidrios oscuros que para frente a la taberna. Bajan tres tipos, efectivamente tienen pinta de extranjeros, grandes y rubios. Cruzan el parqueadero y, en compañía de otro personaje colombiano que no había visto, se juntan con nosotros.
No hay presentación oficial. Todos se dan la mano, pero tampoco se pronuncian nombres. Tengo la impresión de que solamente uno o dos de "nuestro" grupo conocen a los holandeses o los han visto antes.
Los extranjeros están vestidos muy informales, con jeans gastados y chaquetas de cuero negro. Tienen un aspecto un poco siniestro: si me los encontrara en Holanda seguramente haría un pequeño desvío hacia el otro lado de la calle. Diría que se parecen un poco a los amigos de la banda de Alex de La naranja mecánica de Stanley Kubrick, el tipo de gente que normalmente no trataba cuando vivía en Holanda. Escucho su acento. Es un dialecto que conozco, del sur del país, un acento muy fuerte.
Me doy cuenta de que soy testigo de un encuentro entre el bajo mundo holandés y el bajo mundo colombiano, aunque, a decir verdad, el grupo de colombianos no tiene mucho el aspecto del bajo mundo ¿Qué necesitan ellos de estos tenebrosos holandeses?
La mujer toma la vocería de "nuestro" grupo. Se sienta a mi lado y empieza a decir que lo que ellos quieren es mandar unas llantas a Holanda, y les pregunta cómo las pueden recibir allá. El líder de la banda holandesa, un joven con pelo medio largo, contesta en nombre de la delegación extranjera. Para ellos no hay necesidad de esconder la mercancía en una llanta, todo está preparado para recibirla, ellos se encargan del empaque.
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Ahora todo me queda claro. No hay duda de qué están hablando. Están negociando un cargamento de droga que aparentemente tiene que pasar del centro de producción, Colombia, al centro de consumo, Europa. Vacilo entre el miedo y la curiosidad. ¡Todos los temas que yo, como historiador y periodista aficionado, he estado investigando los últimos quince años, la historia del narcotráfico y demás, lo estoy viviendo como protagonista! ¡Increíble! Por mi formación "teórica" no me cuesta mucho encontrar las palabras correctas para la traducción: la merca, la vuelta, los tombos… todo me suena muy familiar.
Me meto de lleno en la conversación y trato de hacer mi trabajo lo mejor posible. Por ahora no quiero pensar en las consecuencias. ¿Estoy siendo cómplice de un crimen? ¿Concierto para delinquir? Necesito concentrarme en armar las frases. Soy consciente de que tengo que traducir todo muy bien, imagínense si surgiera un malentendido; imagínense si se pelearan, o algo por el estilo, y sacaran sus armas, que seguramente tienen, aunque no a la vista.
Siento que mi celular suena de nuevo. Pongo mi mano en el bolsillo y trato de apagarlo lo más rápido posible, pero todos lo han escuchado y me miran con curiosidad.
–Eh, eh, esto… Es mi esposa, está preocupada por mí. Sigan tranquilos, no pasa nada.
Tengo la impresión de que me creen: no estoy llamando a la ley o algo así. Por fortuna no me preguntan nada y la conversación continúa.
–En realidad, nosotros no necesitamos nada –dice el vocero del combo holandés–. Tenemos la capacidad de mandar todo lo que ustedes tengan. No necesitamos llantas, lo empacamos a nuestra manera. Y no se preocupen, todo está controlado.
El tipo se ufana de tener un contacto muy confiable dentro de la aduana en Ciudad de Panamá y de conocer una ruta muy segura.
Mientras sudo y trato de no perder una palabra de lo que dicen, suena De música ligera de Soda Stereo y canciones de rock en inglés de los años ochenta, mi época favorita. Si no fuera por este trabajito, pienso, podría pasar una noche agradable en este sitio.
De pronto, veo que los holandeses se asustan y tratan de esconderse detrás de los colombianos. Han visto, a una distancia de unos cincuenta metros, un carro de policía que disminuye la velocidad justo cuando se acerca a la puerta del parqueadero. Los colombianos empiezan a reírse.
–Tranquilos, no pasa nada… Estos no vienen por nosotros, son unos tombos del barrio haciendo su patrulla de rutina.
Y, en efecto, el carro de policía sigue su camino y se aleja hacia el centro del barrio.
Gracias a la confianza que aparentemente tienen los colombianos en temas de seguridad, me relajo un poco. Lo único que tengo que hacer es continuar como si nada. Me doy cuenta de que para el grupo de colombianos el negocio parece algo muy cotidiano, un trabajo que hacen sin mucha tensión. Todo es un tanto folclórico.
El negocio está cerrado y ahora la mujer pregunta al holandés si de pronto le puede colaborar con un trabajito en Holanda para un sobrino.
Traduzco y me doy cuenta de que el holandés está confundido. Seguramente piensa que quieren un puesto en su "organización". Dice inmediatamente que no, que muchas gracias, pero que tiene su propia gente. Me cuesta bastante trabajo convencerlo de que la idea no es esa, que lo que la señora quiere es simplemente que le ayude a "ubicar" a alguien en un trabajo cualquiera en Holanda. El holandés dice que sí, pero tengo la impresión de que sigue sin entender muy bien. Gajes del oficio. Algunas cosas, digamos, culturales o de idiosincrasia, simplemente no se pueden explicar, menos traducir.
Tengo la precaución de mantenerme un poco alejado de los holandeses, y siento un extraño alivio cuando me dan la mano, se dirigen al carro y salen rumbo a su hotel.
Ahora aparecen de nuevo mis "viejos amigos", Jorge y el segundo hombre, que en ningún momento se habían metido en las negociaciones. El segundo hombre se ríe un poco incómodo y me dice que sería conveniente que me quedara "mudo" sobre lo que pasó esta noche. Es la primera vez que alguien dice algo que suena como una amenaza. Estoy tan sorprendido que no lo capto bien y le hago repetir la advertencia. Por supuesto, le prometo con todo el corazón que no diré nada a nadie. En realidad, hubiera prometido cualquier cosa con tal de poder irme lo más rápido posible del sitio de mi desgracia.
Me despido del grupo negociador colombiano, o de lo que queda, pues la mayoría se ha ido para la taberna a tomarse algo y baila Boys don't cry de The Cure, que suena con fuerza en la discoteca.
Jorge me pregunta si quiero tomar algo o si prefiero que me lleve a la casa. Le digo que lo estoy pasando muy rico y todo, pero que me están esperando desde hace rato en mi casa. Estoy un poco confundido por todo lo que pasó, y todavía no sé muy bien si mi papel en esta vuelta me traerá algún problema judicial más tarde, o si a partir de hoy mi seguridad estará en peligro.
Jorge asume la tarea de llevarme a casa. Por quebrarme la cabeza sobre todo lo sucedido no soy capaz de mantener una conversación, y finalmente él prende su equipo de sonido para despejar el silencio en el carro. Cuando estamos a pocas cuadras de mi casa, me doy cuenta de que estoy cometiendo un grave error: ¡Naturalmente no puedo guiar el carro hasta mi casa! Es un riesgo demasiado grande. ¡Por ninguna circunstancia pueden saber dónde vivo! Entonces invento una ruta que desvía un poco el carro. Paramos a dos o tres cuadras de mi casa. Jorge me entrega la plata prometida, pero quedan faltando unos veinte mil pesos de la suma que habíamos acordado.
–No hay problema –dice Jorge–, te los puedo traer mañana. Mejor no… Esto lo podemos ajustar en la próxima ocasión, cuando hagas otra traducción para nosotros.
¡Mierda! Estoy atrapado. Es una trampa demasiado obvia. Claro que no me pagan todo, para que esté seducido a aceptar otro trabajo. Pero… no quiero seguir trabajando para ellos. Siento miedo. Siento que me volveré cómplice de un crimen y, si no tengo cuidado, un miembro más de esta banda. Me imagino que así pasa siempre en el mundo del crimen: primero un pequeño trabajo casual, después otro y después… sin darse cuenta uno está metido hasta la nuca
Mi cerebro está trabajando a mil. Quiero salir lo más rápido posible y no quiero comprometerme con otros trabajitos, pero tampoco quiero generar la furia de Jorge. Entonces digo, en el tono más conciliador posible, que muchas gracias pero no, que realmente no estoy interesado, que no se preocupe por nada, que nosotros los traductores siempre somos supremamente discretos sobre lo que hablamos.
No me atrevo a esperar la reacción de Jorge, abro la puerta y me alejo del carro lo más rápido posible. No me atrevo a girar la cabeza. ¿Me estará persiguiendo? Escucho. Siento que Jorge arranca de nuevo el motor de su carro y se va para el otro lado, cada vez más lejos de mí. Un alivio enorme ¡Estoy a salvo!
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