Apuntes sobre un libro que contradice a la opinión pública, a las víctimas, a los grandes medios y a la Fiscalía.
Una serie de azares hicieron que me dedicara a investigar con obsesión el llamado caso Colmenares. Todo el país lo conoce: la truculenta historia del joven Luis Andrés, de veinte años, quien departió con sus amigos de universidad la noche de Halloween de 2010 y apareció, dieciséis horas después, muerto en extrañas circunstancias en el canal del parque El Virrey, al norte de Bogotá.
Soy periodista, más exactamente lo que llaman en las salas de redacción "periodista judicial". Sé bien cómo se cocinan las noticias en los medios. Llevo varios años leyendo expedientes y escuchando audiencias; rondo investigadores, visito juzgados y cárceles, converso con víctimas, entrevisto criminales y, siempre que se da la oportunidad, sobrepaso la cinta amarilla con la que aíslan la "escena". Soy persistente en mi trabajo. Por otra parte, fui vecino del parque El Virrey y sigo siendo un asiduo visitante del lugar. Trabajé casi seis años en la revista Semana, cuya sede está a pocas cuadras del parque. Puedo decir que conozco enteramente el sector. Estas circunstancias hicieron que la historia de Colmenares fuera algo diferente para mí.
Contrario a lo que divulgan influyentes colegas con el poder que dan los cargos directivos en este oficio, y contrario a lo que por consiguiente cree la gente del común, yo creo que Luis Andrés Colmenares Escobar murió a cuenta de un lamentable, de un absurdo accidente. No hay crimen, no hay criminales, no hay una mano negra ejecutando un velado plan para eliminar pruebas e impedir que se llegue a los responsables de este "execrable asesinato".
Hay una brecha inmensa entre lo que la gente cree del caso y lo que es. Tres ejemplos sencillos. Primero: la versión del suicidio. Se ha informado insistentemente que en las primeras declaraciones las jóvenes señaladas de ser responsables del "crimen" dijeron que Colmenares se suicidó lanzándose al canal. El abogado Jaime Lombana, quien representa a la familia Colmenares, lo sigue repitiendo con desparpajo. La verdad es que en las declaraciones de estas y de una decena más de universitarios nadie nunca ha hablado de suicidio. La palabra "suicidio" solo se menciona en un vago e intrascendente comunicado de la alcaldía local de Chapinero.
Segundo: se robaron las cámaras de seguridad. Alguien contabilizó las cámaras de seguridad externas que se ven en las calles entre la discoteca Penthouse y el parque El Virrey, señaló que eran doce y que su contenido había sido robado. La afirmación hizo carrera porque la maldad nos fascina. La verdad es menos espectacular. La Fiscalía inicialmente consideró que la versión del accidente era la hipótesis más creíble, y así fue hasta que el caso llegó a manos del fiscal Antonio González, a quien un colega suyo ahora acusa de fabricar testigos, y en una audiencia deletreó a un juez de esta forma una palabra elemental: "j-u-i-s-i-o". González tomó el caso un año después de los hechos, inclinándose por la tesis del "crimen". Trató de averiguar por las cámaras y se encontró con que el sistema regraba, así que ya no había ningún archivo de 2010.
Tercero: una necropsia sospechosa. El trabajo de Medicina Legal (ML) ha sido descalificado insistentemente dentro de este caso. El fiscal González ha dicho que la necropsia tenía graves vacíos y que el dictamen de exhumación le señaló siete fracturas que no fueron reportadas por la perito de ML. Falso. La forense de ML describió siete heridas y cuatro raspaduras en el rostro de la víctima. Lo que sí hay es una variación en la descripción de las lesiones, lo cual es normal por el tiempo que pasó entre los dos peritajes. Un dictamen no desvirtúa al otro, son complementarios, y entre otras cosas ambos indican que Colmenares murió ahogado.
Tres puntos sobre los que se ha desinformado insistentemente, y como estos, otras tantas afirmaciones distorsionadas: que hay un "pacto de silencio" entre los involucrados, que en ML se robaron las prendas de la víctima o que un testigo fue desaparecido. Todo esto es lo que mantiene en pie –con pies de barro– la afirmación de que "lo único seguro es que a Colmenares lo mataron".
Encontré un rosario de falsas certezas a medida que investigaba, leía piezas procesales y conocía a los protagonistas del asunto. Hice varios informes puntuales señalando las inconsistencias, y las reacciones rabiosas de quienes quedaban en entredicho me dieron a entender que no todos buscábamos la verdad. Supuse también que si yo –apenas un reportero– podía descubrir las costuras de la tramoya, estas terminarían por ser evidentes. La historia me interesó aún más al darme cuenta de que a mediano plazo los roles de protagonistas y antagonistas se invertirían.
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El primero de febrero de 2012, cuando ya todo el país seguía con exacerbado interés el caso, el fiscal González radicó escrito de acusación contra Laura Moreno y Jessy Quintero, las dos jóvenes señaladas, respectivamente, de participar y encubrir el "crimen". En veinte páginas el fiscal consignó la batería de argumentos y pruebas con los que demostraría la responsabilidad de estas en tal homicidio. Pronto obtuve esta pieza y pude evaluar su solidez.
Se trata de un documento escrito con vehemencia. Afirma, por ejemplo, que Colmenares fue asesinado y puesto luego en el canal de El Virrey, ya que una brigada de bomberos lo buscó allí en la madrugada del 31 de octubre sin resultado, y en horas de la noche otros bomberos sí lo encontraron allí mismo. Sostiene el fiscal: "El cuerpo de Colmenares no se encuentra en ningún hueco pues en el lugar donde es hallado no hay ningún hueco, las fotos de la inspección así lo demuestran y son el mejor referente probatorio para evidenciar que el cuerpo muerto estaba visible en el sentido oriente-occidente y que la actividad de los bomberos que ingresaron a ese lugar agotó la búsqueda en ambos sentidos, con las luces adecuadas". Cuando leí esta afirmación me hice un cuestionamiento: si González, que no es que irradie condiciones físicas envidiables, se tomó el trabajo de adentrarse en el canal de El Virrey para hacer las constataciones que consignaba, con mayor razón lo tendría que hacer yo. Conseguí unas botas pantaneras y descendí. El ejercicio de bajar al canal (2,5 metros de profundidad), aún con todo el cuidado, me hizo pensar en lo probable que era dar un paso en falso y lastimarse. Colmenares no conocía la zona, tenía tercer grado de embriaguez –el máximo–, y se adentró en el parque en la oscuridad de las tres de la madrugada.
Una vez estuve en el fondo, en la base de la cuneta, entendí que aunque corriera poca agua, era constante y formaba una película lamosa en los ladrillos bajos, por lo que es realmente difícil mantenerse en pie. El canal adoquinado es como una suerte de tobogán extremadamente resbaloso. Con cuidado y lentitud avancé por la acequia hasta el punto en el que esta se vuelve un túnel de 68 metros de longitud, que pasa bajo la carrera 15. Ingresé por la boca oriental. Al recorrer los primeros metros queda uno sumido en la oscuridad, el ruido exterior se queda atrás y, a cambio, se escucha una caída de agua. A los 27 metros hay una leve variación de pendiente que es la que produce el ruido de las aguas agitadas. Inmediatamente después hay una hondonada (técnicamente se llama disipador de energía) y fue justo allí donde se encontró el cadáver. Así se constata en las múltiples declaraciones de los segundos bomberos y se observa en las propias fotos del levantamiento. El asunto es exactamente contrario a lo que dice González: sí hay un "hueco" y fue allí donde se halló el cuerpo, en un punto ciego para los primeros bomberos, quienes no agotaron la búsqueda pues no ingresaron al túnel sino que apenas proyectaron sus linternas desde las bocas del mismo.
El caso Colmenares está plagado de yerros como este. Entendí que solo un libro me permitiría ocuparme de todos los nudos y empecé a escribirlo. Avanzaba en ese proyecto silenciosamente cuando una colega me dijo, casi en tono de reclamo, que debía reflexionar sobre mi trabajo pues con este estaba ofendiendo a las víctimas: "el periodismo debe estar del lado de las víctimas", sentenció. La afirmación me dejó inquieto, pero continué. Así logré desatar todos los falsos nudos y empecé a obtener la información que, más que desvirtuar la tesis del crimen, le da solidez a la del accidente. Todas esas piezas conforman el libro Nadie mató a Colmenares, publicado en 2012 por Random House Mondadori.
El libro generó controversia. Me anunciaron demandas y linchamientos, hubo insultos y descalificaciones de quienes aún no habían leído una página, entre estos varios directores de medios. Pero luego el fiscal Napoleón Botache denunció a González por delinquir dentro del proceso, la Fiscalía capturó a sus propios testigos y solicitó al juez que le permitiera anular todo y empezar de cero, petición que fue negada. Los acontecimientos han ido reivindicando mi trabajo. Las más duras descalificaciones al libro han venido del señor Luis Alonso Colmenares, quien inexplicablemente supo qué editoriales estudiaban publicarlo, las mismas que sorpresivamente declinaron hacerlo de un momento a otro. No pasó lo mismo con Random House, cuyo criterio determinante es la calidad periodística de la obra; allí no calaron las influencias de encopetados abogados.
El caso Colmenares debería, al menos, dejar una reflexión para el periodismo. Va siendo hora de escuchar al profesor Iván Orozco cuando señala que no es conveniente para la sociedad "la sacralización de las víctimas". El periodismo colombiano ha caído en la trampa de creer que su rol es servir de diván de las víctimas. Este oficio no es para estar del lado de las víctimas, debe perseguir la verdad, cueste lo que cueste. Y nada más.
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