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     Número 42 - Febrero de 2013


ARTÍCULOS
Correos desde Afganistán
Gustavo V. Selección y edición: David E. Guzmán. Fotografías por el autor

Correos desde Afganistán
Estos son los correos electrónicos que el piloto colombiano Gustavo V.
le envió a sus familiares y amigos desde tierra talibán.
Seis mensajes a modo de diario que cuentan su experiencia en un país en guerra.
1. Enero 6 de 2010

Hace más o menos tres años el dueño de la empresa nos mandó a preguntar a todos los pilotos que quién se venía para Afganistán, que estaba licitando un contrato acá. Unos pilotos dijeron que sí, otros dijimos que no, y como pasaban los meses, los años, pues ya nadie le creía. Hace cerca de nueve meses se concretó el contrato y mandaron un helicóptero para Kabul: el piloto y la tripulación hicieron un gran trabajo. Eso, sumado al trabajo comercial, hizo que la empresa empezara a ganarse un poco de contratos, y en este momento hay cinco helicópteros en este país, con proyección de llegar hasta quince. A todos los pilotos de la empresa nos tocó aceptar venir a trabajar acá, era venir o venir.

Llegamos a Kabul. Un aeropuerto horrible, como el más feo de los aeropuertos que se puedan encontrar en el país: gente armada por todo lado, sucio, con secuelas fuertes de la guerra. Nos montaron en un bus con una variedad de olores que ni se los puedo describir. El frío era intenso, el ambiente pesado; se veía como un humo espeso y se respiraba con dificultad. Los maleteros parecían todo menos maleteros, con vestimentas harapientas y cada uno diferente: unos muecos, otros bizcos, una gran variedad de especies; cuando uno me habló en su idioma y me cogió la maleta, pensé que me la iba a robar.

La caminada hasta el carro fue como de un kilómetro pasando tres controles de la policía afgana, que ni les cuento de los uniformes y la presencia; yo venía muy nervioso porque parecían guerrilleros. Cuando llegamos, sentí alegría de ver gente colombiana, y un poco de sosiego en medio de los nervios del momento.

Las calles no sé si se las pueda describir, el trancón como el peor de Bogotá en hora pico, pero la manera de manejar es increíble: todo el mundo se mete a la brava por las calles destapadas, se suben por encima del andén. Menos mal la persona que nos recibió, un colombiano jefe de mantenimiento en Afganistán que se llama Andrés, me advirtió desde que salimos: "no se asuste, pero me tocó aprender a manejar como se maneja acá; si le da miedo, cierre los ojos".

Por las calles, barricadas, gente armada, carros con ametralladoras. El terror se iba apoderando de mi cuerpo. En un momento pasó una caravana de carros y motos con banderas, salieron por las ventanas fusiles y gritaron un poco de arengas extrañas. Andrés nos dijo que no era un buen día para salir porque era el día de una de las minorías religiosas y otro de los grupos la odiaba. Podría haber problemas.

Cuando llegamos al hotel Heetal había una barricada con una vara y un hombre armado con fusil, y en la esquina una casa que había sido volada por un carro bomba hacía ocho días: como pueden ver, mi recibimiento fue con bombos y platillos. Andrés me dijo que habían muerto trece personas y que el piloto que dormía en el hotel se había salvado por diez minutos.

2. Enero 12 de 2010

La salida a comprar los overoles fue otra cosa interesante. Andrés nos recogió y nos dijo "tranquilos, no se vayan a asustar", y se metió en contravía como tres kilómetros por una vía principal; cuando hizo eso yo dejé de respirar un rato. Lo peor es que se nos pegaron dos carros detrás, y por el frente nos insultaban en su idioma. Pasamos por el lado de unos tráficos y casi los pisamos; son chistosísimos, tiene más autoridad un soldado regular en el Ministerio de Defensa. Usan uniforme verde con gorrita blanca y son como de a cuatro en cada esquina con una palito en la mano con una luz dizque tratando de organizar pero nadie les para bolas.

Un día el sargento del ejército nos llevó a comprar los celulares a un sitio parecido al Hueco de Medellín pero peor; son muy amables pero hay que pedir rebaja, son peores que los paisas. Cuando salimos, unos niños se estaban robando el espejo del carro y Mohamed, el conductor, los cogió y los metió al carro. Salimos de ahí y las gentes del lugar golpeaban las ventanas. Me dio mucho miedo porque era como un mercado persa, yo le decía "baje esos niños que nos van a linchar"; como a las dos cuadras los bajó pero primero le dio un guascazo a cada uno.

Otro día le dije a Mohamed que quería comprar un sombrerito afgano y una pañoleta, y me llevó al peor sitio que haya ido en mi vida: un callejón estrecho con gente tirada en el piso pidiendo, había que saltar para pasar por encima; Mohamed caminando a la lata y los dos copilotos y yo corriendo, porque yo decía: si nos perdemos acá, no nos sacan ni por el periódico.

Mujeres no se ven por ningún lado, y las pocas que se ven usan burka. Es muy triste ver a esas mujeres cargando sus niños y con la cara tapada; ven por una pequeña rejita y yo trato de mirar por ahí los ojos de la persona que hay detrás, no sé, me causa curiosidad saber qué piensan, qué sienten. Ha sido muy duro porque uno en Colombia como las ve en todas partes no pone atención a los detalles, pero acá me hace falta verlas con su cabello suelto, su cara maquillada; no sé si me he vuelto loco, pero sueño con oler el cabello de una mujer, o el perfume, porque acá las pocas que pasan por el lado huelen horrible.

 

Pan

 

El pan es plano y lo hacen como entre cuatro hombres sentados alrededor de un horno: uno amasa, otro arma, otro lo saca del horno, otro lo cuelga. Acá todo lo acompañan con este pan, lo venden como arepas en Medellín. Es muy bueno calientico y se saca del horno con los dedos de los pies; no me pregunten por qué porque no sé, pero eso es lo que le da el buen sabor.

En las carnicerías no hay neveras, la carne es colgada en la calle; cuelgan un animal que no hemos podido descifrar qué es, pues tiene las pelotas como en la cabeza y la cola como en la mitad.

 

Carnicería

3. Enero 31 de 2010

A las seis de la mañana salimos a la recepción del hotel con un frío terrible de menos seis grados; parecemos muñequitos, todos cubiertos. Yo me puse dos calzoncillos térmicos, una sudadera, el overol, un buzo, la chaqueta, la bufanda, un gorrito, la pañoleta, dos pares de guantes y una chaqueta especial pa'l frío, pero es gigante y casi no me deja mover. Aun así seguimos temblando, y nos montamos al carro sin hablar.

Para entrar al sitio donde está el helicóptero tenemos que pasar tres garitas afganas donde ponen infinidad de problemas. Por fin llegamos al helicóptero, allí me presentan dos mercenarios gigantes armados hasta los dientes: son nuestra seguridad y la de los pasajeros. El jefe es australiano, se llama Martin y es un personaje del que más adelante les contaré.

Decolamos y empiezo a ver esa maravilla de paisaje, haga de cuenta como ir volando por encima del pesebre que hizo mi papá este diciembre, un paisaje café lleno de casitas de barro y montañas nevadas; es sencillamente espectacular para la vista, pero no deja de impresionarme y de cuestionarme de qué vivirá esta gente, ya que la tierra se ve muy seca, mucho polvo y poca agua. Las casas son un cuadrado grande con paredes de barro altísimas, y varias puerticas que conducen al patio central, y adentro siempre hay una vaca o una chiva que la verdad no sé de qué se alimentarán, porque no se ve ni un pastico, nada verde; tal vez estén enseñadas a comer polvo o tierra.

En la mitad de los pueblitos amarillentos y descoloridos siempre hay una mezquita que sobresale en el paisaje. Una de las misiones es transportar ingenieros que están haciendo escuelitas, hospitales, carreteras, puestos de salud; ellos revisan las obras desde el aire y toman fotografías para supervisar que se estén realizando, entonces hay que volar bajo y hacer virajes en unos cañones impresionantes.

El personaje del que les hablé, Martin, es australiano y en los vuelos no nos desampara ni un segundo. Un día estábamos hablando, alzó un pie y se tiró un pedo terrible, y no se puso ni colorado, y al momento soltó un eructo como de cuarenta segundos; ya se podrán imaginar la cara de mi copiloto que es estrato diez, casi se muere.

Un día salimos los dos helicópteros a hacer un vuelo a Mazar-i Sharif, una ciudad a dos horas de donde estamos; íbamos con el jefe de operaciones de Afganistán. Cuando llegamos se nos dañó el tiempo, y donde se tanquea allá es una base alemana, son muy estrictos y el tráfico de aeronaves es fuertísimo, entonces solo autorizan a estar mientras se tanquea. Nos tocó irnos para la parte civil desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde y quedarnos en los helicópteros. Empezó a hacer un frío tremendo, de dos a tres grados de temperatura. A las tres de la tarde vino nuestro jefe y nos dijo que se había hecho amigo de los policías afganos, que nos fuéramos a su cuartel, un cuartico medio caído con un fogón de leña que calentaba fuertísimo.

Había un hombre que hablaba tres o cuatro palabritas en inglés y nos invitaron a tomar un té que ni les cuento, pero era grosería rechazarlo. Me tranquilizó que estaba hirviendo y pensé que ahí no quedaba nada vivo que nos pudiera hacer daño. Mi copiloto estrato diez descansó porque no había más tazas, pero pasó un policía tomando en su taza y uno de los afganos lo llamó y le pidió la taza y ahí mismo le sirvió sin lavarla; ese man no sabía qué hacer, ponía una cara que ni les cuento, y el jefe le decía "hay que tomárselo, es una grosería rechazarlo". Mi copiloto a fuerza de brega se tomó media pero a punto de vomitar, además porque los policías estaban sin zapatos y se juntaban el olor de la pecueca y la chuchíbiris, pero fueron personas de un gran corazón, muy amables, nos quitaron el frío, nos dieron de beber sin esperar nada a cambio.

A la despedida les dimos la mano y ellos trataron de besarnos por costumbre afgana. Obviamente no nos acercamos, pero el ingeniero de vuelo se dejó piquear de todos los policías afganos, por eso él ya puede decir que ese cuerpo de policías es de él; nosotros no podíamos de la risa.

4. Febrero 16 de 2010

En el hotel las medidas de seguridad eran extremas, tenía barricadas, garitas, muros de contención y como quince guardias armados, entonces nos manteníamos muy deprimidos, nos sentíamos en una cárcel de máxima seguridad; para entrar y salir había que llenar un poco de papeles y pasar una que otra requisa, no se veía una mujer ni en fotos, la comida era pésima. Estábamos muy aburridos y como ya conocíamos la casa que había alquilado la empresa, nos queríamos pasar para allá.

Llegó el ansiado día, arreglamos maletas y para la casa nueva, una villa de tres casas gigantes con todo nuevo. La casa del centro era para las tripulaciones, y a mí me asignaron una pieza con escritorio, dos sofás, mesa para el computador, televisión, el internet que es media vida por aquí, lo más veloz hasta el momento, pero era que habíamos poquitos.

Al cuarto día mandaron a avisar a todas las tripulaciones que nos íbamos de la casa por temas de seguridad, y nos recogieron a las ocho de la noche en tres camionetas; íbamos para la Green Villa, un sitio con mucha seguridad. Nos registramos y nos fuimos para las habitaciones. Habíamos llegado al paraíso, no lo podíamos creer, un oasis en el medio de Kabul: cancha de fútbol, cancha de tenis, piscina cubierta, gimnasio, jacuzzi, bar; vendían hamburguesa, pizza, de todo, internet súper veloz, el comedor increíble, comida en abundancia y deliciosa, yo brincaba de la emoción. Era un sitio solo para extranjeros de todos los países del mundo, cero afganos, pero la dicha no podía ser infinita.

Al segundo día nos llamaron a las seis de la mañana: organicen maletas que el cliente no aceptó la Green Villa y se van… No lo podíamos creer, yo ya sabía que del paraíso no podía seguir nada mejor. Nos llevaron a los helicópteros y nos dijeron que saliéramos para Bagram, una base militar de Estados Unidos donde hay como veinte mil hombres. La mayor parte de mi ropa se quedó en la lavandería de la Green Villa.

Llegamos a Bagram y nos llevaron a nuestro nuevo hogar, una carpa con diez camarotes para veinte personas, bienvenidos a the real world: los baños a 400 metros, cuatro duchas y cuatro cagarolos para sesenta o setenta personas. En una cocinita al lado de la carpa, una liniecita de internet para todos. Moral arriba y ahí mismo fui y me conecté para hablar con mi esposa, le conté cómo estábamos, le dije que por lo menos ahí íbamos a estar más seguros por lo que era una base muy grande, y justo estaba hablando de eso con ella cuando cayó un rocket a 300 metros de la carpa: estábamos bajo ataque talibán. Esa noche fue eterna, despegaron F-16, F-15 y apaches; se escuchaban los bombardeos, toda la noche y muy cerca. Y pensábamos todos: esto va a ser eterno.

Sobrevuelo

 

5. Febrero 25 de 2010

Una noche mi jefe me dijo que la única solución que veía para que no se parara una máquina, era que yo me soltara, cambiara mi copiloto y cogiera al que venía de Colombia. Yo inicialmente quedé frío porque en el aeropuerto de Bagram despega un avión o un helicóptero cada treinta segundos, es una cosa de locos, hay que ser muy ágil de mente, lengua y acción. Pero el apellido y el orgullo me pudieron y acepté. El primer día de vuelo solo salíamos dos helicópteros juntos. Tenía que prender y cruzar la pista para pasar a la plataforma donde se recogen los pasajeros. Para los que no saben de aviación, esta es una maniobra delicada, sobre todo donde hay tanto tráfico de aviones despegando y aterrizando.

Hay una frecuencia que se llama ground, que es la que controla el rodaje en tierra, y otra que se llama tower, que es la que controla la pista. Yo solicité prender y cruzar la pista, ground me autorizó sin confirmar con la torre, y cuando estaba en mitad de la pista vi que venía un avión en final; yo le dije al de ground: "usted tiene un avión en final", él también tartamudeó, al fin yo me quité y el avión hizo sobrepaso. El susto fue tremendo y ahí me bloqueé, me temblaba todo y llegué a pensar que había sido un error mío, pero el copiloto que venía en el otro helicóptero me decía que tranquilo, que había sido error de la torre.

Los primeros diez días volando tuve diarrea crónica de los nervios tan tenaces que me daban, sobre todo cuando me tocaba ir a un aeropuerto nuevo, pero poco a poco fui cogiendo más confianza y ya le entiendo casi todo a la torre de control y cuando no digo "say again" para que me repitan las instrucciones.

La empresa para la que trabajamos es una multinacional gigantísima y ellos prestan múltiples servicios a las bases americanas y multinacionales. Se imaginarán la cantidad de vuelos y personal que tiene que mover esta empresa con comida, carga, etc. La mayoría de empleados los traen de los Balcanes, por lo cerca y por ser mano de obra barata; los de las cocinas, el aseo, la mayoría son hindúes, bosnios, nepalíes que contratan por dos años para venir a este país, y esa es la gran variedad de pasajeros que transporto entre las bases. Al darles el briefing me toca ponerme a hacerles monerías para que me entiendan: póngase el casco blindado, su chaleco antibalas, amárrese el cinturón de seguridad, tenemos dos salidas de emergencia, no las opere sin autorización de un miembro de la tripulación, permanezca en su silla hasta que los motores estén apagados.

También hay unos que se les ve que fueron bajados con espejito desde la montaña. Un día me recomendaron un indio que debía bajarse en el tercer sitio donde aterrizáramos. Como pude le expliqué dónde debía bajarse y me dijo que sí con la cabeza. Apenas aterricé en el primero, él se bajó con sus maletas y se fue, lo alcancé y le dije que en el tercero y me dijo otra vez que sí. Cuando llegamos al segundo otra vez se bajó y otra vez lo traje; ya enojado, le hice señas que en el tercero y otra vez me dijo que sí. Cuando aterrizamos en el tercero se quedó sentado en el helicóptero y no se bajaba, me tocó decirle que ahí sí.

Un día llegamos a un sitio que se llama Herrera porque aquí todos los sitios tienen nombre de soldados muertos en Afganistán, por cierto mucho latino: Herrera, Sánchez, etc. Otro día aterricé en un sitio y cuando me iba a ir salió un capitán gritando que tenía un soldado herido, que se había arrancado una mano, yo le dije "tráigalo de una" y lo llevé a una base donde había servicio médico; después le di las explicaciones a mi jefe y él dijo que lo que yo hiciera por ayudar al bienestar de los países que están acá estaba bien hecho y no tenía que pedir permiso.

6. Marzo 16 de 2010

Llegando a Herat es un paisaje espectacular, puras dunas del desierto, y se empiezan a ver las tribus nómadas que viven allí. Estábamos volando bajito por el mal tiempo y podíamos ver bien esas tribus, que por cierto era como si se hubiera detenido el tiempo en la época de nuestro señor Jesucristo: las carpas grandes, los rebaños de ovejas, los camellos, las vestimentas que se les podían ver a las personas; se veían rebaños aislados de las carpas pero veíamos los pastores que las cuidaban.

En Mazar-i Sharif nos quedamos en una casa grande y bonita que tiene alquilada la empresa. El encargado se llama Masun, es una excelente persona, nos atendió súper bien, nos llevó a conocer la ciudad y a una mezquita que creo es la segunda más grande de Afganistán, es hermosa. Yo le dije que quería tomarme una foto con un camello y el hombre no descansó hasta que ubicó uno, aunque rancio, viejo, enfermo y apestoso, pero camello es camello y por fin me tomé la foto.

Lo de la peluqueada aquí es un cuento. Estando en Kabul salí a buscar dónde peluquearme porque ya estaba demasiado peludo, y a una cuadra de la casa encontré una peluquería de hombres; el peluquero era un muchacho joven. Al principio la peluqueada normal, pero después le aplican a uno un mentol en la cabeza y empieza un masaje como de media hora, le pegan golpes, le cogen los ojos, en fin, un poco de cosas; yo estaba aterrado pero al final resultó ser buenísimo, muy relajante y desestresante. Los que iban solo a acompañarme resultaron peluqueándose, todo por la módica suma de seis dólares.

Los jefes gringos acá, como incentivo a las tripulaciones que se destacan, les dan una pluma; no tiene valor comercial pero tiene un valor sentimental muy especial, es como la palmadita en la espalda que a veces hace falta para alimentar el ego y el espíritu. Ayer en la noche nos dieron la pluma a la tripulación; esta es la segunda que yo me gano, la primera fue por la fundación de una oficina que se llama el Cop, Comando de Operaciones. Todo esto me llena de orgullo y satisfacción por el deber cumplido. ¡Shala Malecom!UC