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     Número 42 - Febrero de 2013


ARTÍCULOS / CUENTO
Al filo de la decadencia
Emilio Alberto Restrepo. Ilustración: Alejandra Congote.

Últimamente se sentía sumido en una rutina asfixiante. Llegó a pensar que estaba estancado en una monotonía de siglos sin que nada alterara su vaivén predecible.

Nueva York marchaba demasiado rápido allá afuera y en su interior anhelaba cambios que lo revitalizaran, que lo sacudieran de su estancamiento.

Se veía a sí mismo algo rígido y acartonado, llevando a cuestas una historia muy pesada de formalismos y etiqueta, de títulos nobiliarios ya bastante anacrónicos, una carga aristocrática sobre sus hombros que se le antojaba un tanto rancia y decadente.

Miró alrededor de la espaciosa biblioteca. Se vio retratado en el cuadro que dominaba el ambiente. Su porte aún era gallardo y elegante y, por qué no, imponente. No se veía ni se sentía viejo, en justicia aparentaba muchos menos años de los que en realidad tenía; la cara estaba pálida pero, qué remedio, el sol nunca había sido bueno para su salud.

–De pronto me falta algo de acción, me siento un poco solo –pensó mientras apuraba una copa de vino frío–. Debería salir y divertirme más frecuentemente y de paso ir al odontólogo; me fastidian los líquidos helados en este diente –su dedo índice palpó el cuello descubierto del canino superior–.

De todas formas no le entusiasmaba mucho la idea de salir en busca de las emociones de la noche en esta ciudad; la capital del mundo, al igual que Las Vegas, nunca dormía. A este lado del mar las cosas tenían otro costo; definitivamente, América era muy distinta a su vieja y entrañable Europa: el peligro rondaba cada esquina, nadie era confiable, todo el mundo tenía un precio, cualquiera era un potencial enemigo; la gente vivía frenética y paranoica, con el cuerpo, la mente y la sangre envenenados de vicios, de virus, de ácidos, de Sida, de desconfianza y temor.

En su última correría –en plena Quinta Avenida, por Manhattan, ni siquiera por el Bronx o Harlem o Queens– fue atacado por una banda de gamberros, quienes no solo se burlaron de él por considerarlo patético y anticuado, sino que le robaron y lo golpearon con cadenas y crucetas; llegó a sentir realmente miedo cuando intentaron clavarle una varilla a la altura del corazón. Fue un verdadero susto, una pesada cruz sobre su espíritu que le robó la calma y lo atemorizó.

Recordaba con nostalgia las noches amables y románticas de seducciones lentas y entregas totales, en cuerpo y alma.

Decidió entonces que hoy tampoco saldría.

Le gustaba por lo práctico el sistema americano de conseguir compañía femenina en su propia casa, a través del teléfono. Claro que la última vez tampoco le funcionó el plan: la jovencita que acudió a su llamado tenía un penetrante olor a ajo que le repugnó en lo más profundo. Se vio obligado a despacharla sin poder siquiera tocarla, luego de cancelar por anticipado el valor de sus servicios.

Hizo la llamada, concretó la cita y sonrió satisfecho. Había hecho lo correcto, una gran noche lo esperaba.

Parado en el balcón de su apartamento, dirigió su mirada hacia el puente de Brooklyn, más imponente que nunca. Los destellos de millones de luces de los edificios se reflejaban en las aguas, que esa noche ostentaban una extraña mansedumbre. Sorbiendo con deleite su copa de vino, y añorando poder mirarse a un espejo para acicalarse un poco, el Conde Drácula pensó que quizás era hora de regresar a su amada Transilvania.UC

Ilustración: Alejandra Congote.