Tres problemas de amor y
una conclusión desesperada
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Puño
Vamos andando juntos
por calles y por islas
Pablo Neruda, Odas elementales
Nancy y yo, para celebrar un aniversario redondo, hicimos un viaje a Chile sin nuestros hijos adolescentes. Poco antes de partir, mi esposa discurrió la coartada de llevar a casa un cachorro de dos meses; porque nuestras madres, aunque habían criticado lo que veían como una fuga irresponsable de la que debía tener parte el ICBF, eran, antes que nada, cinofóbicas hasta la médula, y por eso coincidieron en que nadie mejor que Laura y Juan Manuel —las víctimas del abandono— podía encargarse del animal durante los nueve días que íbamos a permanecer en tierra mapuche.
Aterrizamos en Santiago en la madrugada del sábado 15 de diciembre. Tras descansar, acordamos que al día siguiente visitaríamos el Cementerio General: Nancy quería echar un ojo sobre el tenebroso Patio 29, que es el lote de fosas anónimas en que Pinochet mandó esconder la mala conciencia de la dictadura, mientras que a mí me ganaba la ilusión de sobar el mármol funerario del más grande sabio de la América Hispánica, que fue como llamé a Andrés Bello para convencer a mi esposa de que era por ahí por donde debíamos comenzar la lúgubre excursión. Aceptó a regañadientes, e incluso pasó por alto mi comentario cínico de que el erudito caraqueño había sido el precursor de los muchos venezolanos desterrados que, sin solución de continuidad, habíamos visto desfilar desde los andenes del aeropuerto Merino Benítez hasta los manteles de los restaurantes céntricos. No todo es concordia entre una crítica profesora de ciencias sociales —una de esas que cierto partido político llama adoctrinadoras— y un frívolo cronista de periódico literario.
Una caminata que empezamos en el portón de la Plaza la Paz nos puso, muy pronto, ante la tumba del autor de la “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. El túmulo propiamente dicho — algo así como una caja estilizada y con tejados— se alza sobre una escalinata, y sobre él se levanta, a su vez, una columna coronada por el busto del gramático. Del lado que veníamos nosotros estaba, precisamente, su lápida: “andrÉs bello / caracas 1781 / santiago de chile 1865”. Ante la calculada sobriedad del monumento no pude evitar sentirme en un cementerio europeo; y esa sensación, que sin duda amargaba a mi esposa revolucionaria, vino a acrecentarse cuando, del otro lado, descubrimos el nombre inglés de la segunda esposa de Bello:“ysabel dunn de bello / londres 1804 / santiago de chile 1873”. Un afán de equilibrio me obligó a recitar alguna de las piezas americanistas del poeta, pero cuando aspiraba el aire necesario para soltar el quinto verso de la famosa silva —“acariciada de su luz, concibes”—, una mosca se coló en mi boca. Por instinto, escupí, y la masa espumosa fue a caer sobre la piel jaspeada del sagrado monumento. Nancy aprovechó mi desconcierto para dar media vuelta y tomar la delantera por el sendero que debía llevarla a la parte del camposanto en que descansaban los gramáticos de izquierda.
Más adelante descubrimos que un muro, tanto o más rotundo que la antigua muralla de Berlín, separaba la parte aristocrática del cementerio de la sección popular. De un lado se multiplican los mausoleos con sus estatuas —entre los muchos próceres incluso se alza una réplica de la Esfinge—, la piedra fina y la espesa fronda arbórea; del otro, muchas tumbas a ras de suelo, adornadas con coloridas veletas fabricadas en casa y barridas por el polvo amarillo que el viento arranca a la tierra pelada. Al fondo de esa mitad proletaria encontramos las cruces mudas y herrumbrosas del solar maldito. Un panel informativo nos advirtió de la brutalidad que concibió aquel sitio y de su paradójica trascendencia: “El patio 29 es un lugar emblemático de las violaciones a los derechos humanos ocurridas entre 1973 y 1990 pues es testimonio del procedimiento llevado a cabo para ocultar los cuerpos y las identidades de los detenidos desaparecidos y ejecutados políticos durante el régimen militar”. De verdad, aquello se antojaba más genuinamente latinoamericano que los adjetivos neoclásicos con que Bello riega sus plantas de maíz.
El triunfo de Nancy vino a cuajar cuando, al otro lado de una gruesa calzada en mármol y con inscripciones —puesta a un lado del Patio 29 en homenaje a las víctimas—, fuimos a dar contra la tumba de Víctor Jara. Se trataba de una sepultura de muro como cualquier otra, rústica en su acabado y marcada a mano con caracteres esmerados, acomodada entre tapas con nombres anónimos. Habían pintado sus bordes de rojo socialista, y sobre el borde inferior se leía: “El derecho de vivir en paz…”. Papeles con pequeñas cartitas manuscritas habían sido pegados sobre las letras de ese mensaje irónico. Era como si ese cantor popular, ajusticiado en el Estadio Chile el 14 de septiembre de 1973, emitiera desde su tumba de pacotilla una voz más potente, por conmovedora y convocante, que la del sabio venezolano.
La segunda encrucijada de proyectos opuestos vino a presentarse tres días después, cuando fuimos a San José de Maipo —al sur de Santiago, rumbo a la frontera con Argentina— en busca de paisajes de ensueño. Sin embargo, quien nos habló del sitio no nos había dicho toda la verdad, y era que se trataba de un paseo de varios días: el pueblito en cuestión, mustio y simplón, no era otra cosa que la primera estación de un largo camino que, con pocos buses, llevaba hacia una feria de salchichas alemanas, un embalse color turquesa y muchos picos nevados. Por supuesto, yo quise seguir hacia el lejano corazón de la montaña a pesar de que al otro día debíamos cumplir con otras tareas en Santiago; pero Nancy, irritada por lo que tuvo como un yerro nacido de mi improvisación, no quiso oír nada de esos planes y se empeñó en que sería más antropológico echar un vistazo al pueblo, que según ella debía mostrarnos un alma más auténticamente chilena que lo que nos depararían los escenarios —estudiadamente turísticos— de más arriba. No pude convencerla con mis argumentos literarios, de los que en todo caso reconozco su imperfección: ofuscado por el juicio que se me hacía, quise seducirla con las remotas imágenes de las Alturas de Machu Picchu de Neruda y —lo confieso con vergüenza— Las nieves del Kilimanjaro de Hemingway. Tuve que seguirla.
Después de un paseo soso por San José recalamos en el Café Dakini, una hamburguesería de provincia atendida por un joven afeminado con cola de guerrero araucano. Los únicos clientes, aparte de nosotros, eran una abuela y su nietecito de ocho años, empeñados en comerse una hamburguesa tan sencilla como las nuestras, en cuyas entrañas no había otra cosa que una carne gruesa, una rodaja de tomate y una cama de palta triturada. Pero una hora después, cuando salimos, sentíamos satisfacción por un hartazgo que no se debía apenas al bocadillo, empujado con jugo de arándanos: el Caupolicán que atendía, desocupado ante la ostensible falta de clientes, se había sentado a nuestra mesa para contarnos, con graciosa erudición, mil secretos de las huertas chilenas. Y no solo nos enteramos de que los aguacates del sur tienen la carne más verde que los del norte, o que el melón damasco es mucho más dulce que el melón calameño; también aprendimos sobre agüeros populares, pues en una de las pocas pausas de la conversación agrícola se coló un regaño de la mujer ante un silbido del nieto: “¡No lo hagái, po! ¡Si lo hacéi aquí dentro viene la mala suerte!”. Sobre ese botín de sabiduría popular se apuntaló el segundo tanto a favor de mi esposa.
Creí llegada mi revancha cuando, la víspera de volver a Medellín, fuimos a la casa de Neruda en Isla Negra, situada a hora y media de Santiago sobre una playa fragosa del Pacífico hostil. Nancy había querido pasar primero por Valparaíso —que fue donde los golpistas de 1973 movieron las primeras piezas de su ajedrez siniestro—, y aunque en un principio no le encontró mucha gracia a mi proyecto de peregrinación poética, una vez en Isla Negra no pudo evitar maravillarse con los caprichos de niño poderoso que Neruda realizó en aquella casa. Fuimos en el automóvil de Luis y Alberto, dos amigos que una buena estrella nos puso en el camino, y quienes, como mi esposa, se conmovieron con los mascarones de proa que el poeta metió en su sala, los viacrucis embotellados como si se tratara de barcos de colección, las pipas para el opio, los trajes orientales que hinchaban los armarios, la mesa de timón de barco, el campanario en forma de guillotina, la réplica al natural de un caballo de ferretería y, en fin, las mil cosas impensadas que Neruda logró meter en un inmueble con forma y alma de Estravagario. Sobra decir que yo me sentía exultante por esos mismos prodigios de bazar oriental, a los que hubo que sumar la carta de un restaurante en que se ofrecían “Entradas elementales”, “El tercer libro de los congrios”, “Pulpo general” y otros poemas suculentos.
Una vez que pusimos nuestra ofrenda de piedrecitas sobre la tumba de Neruda y Matilde Urrutia —la tercera esposa—, sacamos la cuenta de que teníamos tiempo de sobra para pasar por Valparaíso, desde donde Nancy y yo podíamos tomar, a última hora, un bus para Santiago, toda vez que nuestros amigos seguirían hasta Horcón, una caleta de pescadores que había más al norte. Llegamos a la ciudad portuaria a las 19:45 de un día radiante, con luz natural suficiente para un paseo por el muelle. Luis condujo hasta la Plaza Sotomayor, donde se alza un monumento rimbombante a los héroes de la guerra del Pacífico, y parqueó el carro en la destartalada calle Blanco, a cincuenta metros del corazón de la plaza. Desde el muelle, ubicado a un par de cuadras, pudimos ver la maniobra de los buques de carga, el juego sobre las olas de las barquitas turísticas y, a nuestras espaldas, el trolebús venciendo la pendiente que debía tirarlo sobre las calles de Playa Ancha, erizadas de coloridas mansiones. La estampa vespertina pudo haber sido capturada, con absoluto éxito, por un impresionista del Pacífico.
De nuevo en la calle Blanco, con el tiempo justo para salir hacia la estación de buses, encontramos, como remate impensado de aquella jornada feliz, una escena brutal: el vehículo había sido desvalijado, sin que pudiera saberse dónde habían ido a parar los artefactos electrónicos del auto, el grueso equipaje de Luis y Alberto y la chaqueta viajera de Nancy. De esa manera se fraguaba, para mi desgracia, lo que se antojaba como mi triunfo definitivo: porque mi idea de visitar Isla Negra había sido, quizá, la mejor ocurrencia de todas las vacaciones, mientras que el empeño de mi esposa por visitar Valparaíso había conducido a la zozobra. Ahogado en esas reflexiones —a un mismo tiempo fatalistas y de un egoísmo patológico— apenas advertí que nuestros compañeros de viaje pararon un taxi y nos metieron en él, y que, tras pagar por adelantado, dieron al conductor la orden de llevarnos a la terminal de buses. A pesar de la frustración, tenían muy claro que en Santiago nos esperaban un grueso atado de ropa sucia, muchos regalos desperdigados sobre las mesas y dos maletas vacías.
En la última escena importante del viaje de aniversario a Chile, Nancy y yo rodamos por la carretera que va de Valparaíso a Santiago. Llevamos todavía encima el susto por el riesgo del asalto, así como mucha pena por la mala suerte de nuestros amigos, a esa hora ocupados con declaraciones ante los grises carabineros. Entonces, al salir la luna, mi esposa se recuesta sobre mi hombro y me agarra del brazo, segura de que en mi calor puede encontrar cobijo y consuelo para la angustia que le ha dejado la última aventura. Con tanta felicidad como fastidio advierto que se trata del final perfecto para una historia de amor, e inmediatamente concluyo que mi derrota es inapelable.