Hace treinta días, cumpliendo cien años, Coltabaco cerró sus plantas en Medellín y Barranquilla.
Cambian los vicios y las industrias. El indio de Rendón en vía de extinción. Los que siembran y
doblan en esta crónica no saben de cajetillas, solo de hojas.
Tabaco Republic
Pascual Gaviria. Fotografías por el autor
Ninguno fuma. Fumaron, en otros tiempos, antes de que las cajetillas mostraran la imagen de un cáncer de garganta. Todos sienten una especie de reproche por sus cuidados a las hojas de un arbusto repudiado. Hojas que en realidad son flores, anchas, pegajosas, elásticas, que no pueden ser picadas por los insectos y deben conservarse como un pergamino intacto para que sean valiosas. Las sencillas flores rosadas del tabaco aparecen como una simple anécdota: las hojas son la cosecha para ir armando las sartas verdes y ocres que adornan el caney. Aquí no hay bultos ni arrumes. Son agricultores finos, dedicados a cultivar y a madurar su tabaco, campesinos y artesanos al mismo tiempo. Durante un mes, luego de la cosecha, deberán velar sus hojas con el calor de canecas humeantes en las noches frías; templar las cuerdas del caney cada semana, levantar las hojas maduras, tender las nuevas sartas en lo más bajo, como si lidiaran con un pequeño velero. Al final, entregan sus hojas separadas por grupos según la calidad, apiladas en cajas u ordenadas en círculos como tambores.
Miguel José Mantilla vive muy cerca de Girón donde todos los miércoles se abre la bodega para la compra del tabaco. La mayor parte del producto va para Cúcuta y los fabriquines de Piedecuesta donde todavía se tuercen y se enrollan chicotes y tabacos finos. Su bigote y su risa tímida me hacen pensar en un candidato perfecto para un nuevo Juan Valdez. Pero el humo de los cigarrillos no se presta para juegos pintorescos. Miguel me dice que hace quince años no se veía más que tabaco en la región, “pero comenzó a pagarse mal y dejó de ser rentable”. Él mismo dejó de sembrarlo durante diez años, cuando aparecieron el melón, los cítricos, la papaya y el maracuyá. “Esto ha salido muy bueno porque la tierra está descansada”, me dice, mientras señala sus cerca de cinco mil matas de tabaco. “Ahí donde está había mandarina. El tabaco daña mucho la tierra, necesita mucho abono y fumigación”. Solo un veinte por ciento de los ingresos de su parcela vienen del tabaco; casi podría decirse que lo siembra por una especie de nostalgia por la agricultura con la que creció.
Tres clases de hojas salen de cada cosecha: la capa, la más grande y sana, que será la piel de los tabacos finos; el capote, hoja de menor valía, para envolver los chicotes y el interior de los puros de caja; y la picadura, el simple relleno que debe entregar su humo escondida a los ojos del fumador.
Desde su casa se oye el viento entre las hojas anchas del tabacal. La cocina, un cuarto exterior a la casa, tiene vista a las promesas del caney y el gran caracolí que da sombra al sembrado. A solo diez minutos hay un barrio gris con casas de adobe recién levantadas. El gobierno lo montó hace unos años para los damnificados de uno de tantos inviernos. Parece destruido pero la gente apenas se está asentando. Rejas, ventas de minutos, papelerías anunciadas con cartulina y polvo son parte del panorama. Al comparar la casa del campesino con las de los vecinos del barrio, resulta extraño que los hijos de Miguel piensen más en la construcción y en las motos que en la agricultura. La ciudad tiende sus trampas así sean deslucidas.
Gustavo Morales también vende sus hojas por fuera del mercado de las grandes compañías tabacaleras. Las empresas de cigarrillos ayudan con algo de financiación pero al final pagan todo como simple picadura; no les interesa la calidad de la hoja y fijan de antemano el precio de las dos cosechas que compran cada año. A diferencia de Miguel, Gustavo es arrendatario en su parcela. “Aquí toca metérsele al tabaco. El cítrico que hay sembrado es de la dueña de la tierra, yo lo trabajo, pero el cultivo propio son mis dieciocho mil maticas de esto”. Vive un poco más lejos del casco urbano de Girón y dice sin voz baja que sus hojas seguramente pasarán por debajo hasta Venezuela.
Más de la mitad de la finca está sembrada con tabaco y su cosecha la cuida un perro recogido hace unas semanas y amarrado al caney. Gustavo y su familia probaron un tiempo la vida de pueblo en Piedecuesta hasta que una oferta los llevó de nuevo al campo. La decisión fue celebrada por uno de sus hijos que peleó con el colegió y buscó refugió en la siembra de tabaco: “A los jóvenes casi no les gusta trabajar en esto… Encontrar gente que sepa de esto es difícil, hay que buscar es a los abuelos”. Le pregunto cómo empezó y me dice que está viendo sembrar tabaco desde que estaba “entre las costillas”.
Cuando la hoja ha madurado y está arrugada en lo alto del caney, llega el momento de la alisada. Por lo general las mujeres se encargan de esa labor de selección y disposición final. Aplanchan las hojas una a una con la mano para entregarlas al trabajo de armado en los fabriquines. Al terminar sus manos terminan curtidas por un “sarro” pegajoso que se convierte en un compañero inolvidable: “Ese pegote huele como a pecueca y uno mismo se pregunta: ‘¿no joda pero qué olor tengo?’”. Gustavo todavía logra que su hija haga el trabajo de alisar, pero sabe que por el pago que le ofrece no durará mucho en ese oficio y le tocará buscar a las abuelas.
En últimas se muestra orgulloso de lo que hace. Sabe que su trabajo como tabacalero independiente es una rareza, intuye que lo suyo es el oficio de unos pocos agricultores que heredaron memoria y terquedad. “Este es un tema de cuidado”, me dice mientras explica que es mejor regar por debajo que mojar la hoja, porque eso le lava el aroma. “Es que cualquiera cuida un limón, para eso está la cáscara, pero no cualquiera cuida una hoja”.
A medida que nos alejamos de Girón bajan los precios que los cultivadores reciben por su tabaco y aumentan las dificultades. Buena parte de nuestra pequeña agricultura está ligada a la economía de subsistencia, pero el tabaco tiene la desventaja de un estigma que impide pedir al gobierno algún tipo de ayuda técnica y económica. El único consejo que les han dado en años se resume en tres palabras: “arranquen todo eso”. Aníbal Cadena me recibe con una especie de espada bajo el brazo. Está picando el tabaco apañado —cortado— en los últimos dos días. La espada es en realidad una aguja gigante para ensartar las hojas recién cortadas y colgarlas en el caney. Es ágil con la mano y la palabra, como corresponde a uno de los fundadores de la asociación de cultivadores de tabaco de su municipio. Lo acompaña su colega y amigo Ángel Custodio Guevara, uno de los 307 campesinos que hacen parte de la asociación en Piedecuesta. “Aquí en el pueblo el ochenta por ciento de la economía es tabaco, todo el mundo trabaja en esto. Usted pa trabajar con el tabaco no necesita estudio ni libreta ni decir cuántos años tiene… Esto sirve para lo que sirve el trabajo en el campo: para criar familias sanas”. Aníbal solo siembra tabaco, dice que una vez le dio por el tomate pero eso resultó muy “aventuroso”: “El tabaco hace la vida más hermosa, se puede quedar hasta ocho días sin agua”. Una vieja vocación acompaña el trabajo fluido de esos dos hombres. Dicen casi en coro que aprendieron a caminar detrás de las matas de tabaco, “recogiendo hojitas entre los sembrados”, en la época en la que el humo de los chicotes era bueno para todo. Saben que sin importar el precio vivirán el resto de sus vidas cuidando las hojas de siempre.
Mientras Aníbal y Ángel Custodio conversan y pican el tabaco bajo un caney, Elvia Ramírez, una señora que ronda los ochenta años, alisa algunas hojas ya maduras en un cuarto cercano. Las hojas arrugadas que parecen orugas gigantes se convierten en pellejos lisos sobre sus muslos, en uno está la capa y en el otro el capote. “Esto lo hace cualquiera, lo difícil es la selección. Hacía como tres años que no alisaba, pero es que yo no me puedo estar del balde, se me hace el día eterno”. Viéndola sola en ese cuarto, alumbrada apenas por un bombillo, concentrada en sus hojas, con las manos negras por la hiel del tabaco, pensé en el alfarero de La caverna de Saramago. Me dice que fumó cuando estaba pequeña, pero empezaron a asustarla con enfermedades y lo dejó. Está orgullosa de los chicotes de Piedecuesta: “En otras partes nos podrán ganar por tamaño, pero el de aquí quema blanquito, y quema parejo, derecho”, dice, mientras celebra la grasa en sus manos porque es la que le da la combustión a los tabacos.
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Desde los despeñaderos que conducen a la vereda El Regadero, en el municipio de Los Santos, se pueden ver los parches verdes de los pequeños tabacales entre la tierra roja y los pozos de agua que parecen el volcán particular de cada parcela. Rodolfo Pedraza está feliz por el aguacero que el día anterior alivió sus ocho mil matas de tabaco: “Aquí no hay agua, esto es a la voluntad de Dios”, dice y asegura que su tabaco ha resistido hasta tres semanas sin riego. Vive con su padre de 95 años y dos hermanos. No hay hijos en esa casa pequeña con un corredor de tierra sembrado de limones y papayos que separa las habitaciones de la cocina. Su padre y su abuelo sembraron tabaco para las grandes compañías; Rodolfo siembra y vende por su cuenta. Hace veincinco años vendió su tierra, aunque se quedó viviendo y sembrando en ella: “Le entrego una cuarta parte de lo que sale a la dueña. Esto no da nada, hay veces que toca venderlo muy barato, pero qué hago con él, no me lo puedo comer”.
Hace unos años vinieron de la gobernación, le sacaron cuentas a su sembrado y todos los saldos dieron en rojo, “pero yo qué más voy a sembrar, igual no hay agua”.
Rodolfo vive prisionero de una tierra y una manufactura que se resiste a desaparecer. Ir desde su finca hasta el casco urbano del municipio puede tomarle cerca de una hora en carro. En la Mesa de los Santos, que sirve de mirador sobre su parcela, hay una ebullición de turismo y fincas de recreo. Abajo, sobre esas tierras calcáreas, el tiempo corre mucho más lento. Terreno apto para las fábulas y los amos. La memoria de su padre y su abuelo también es una especie de condena para Rodolfo y sus hermanos. Al salir de su finca nos topamos con una fiesta de matrimonio en una vereda cercana donde matarán 35 chivos para los invitados. La escena sería perfecta para las quijotescas Bodas de Camacho: animales colgados de los árboles, “seis tinajas” sobre el fuego, “cocineros limpios, contentos y diligentes”, los quesos como “ladrillos enrejados…”.
Rodolfo nunca logró entender qué hacíamos allá preguntando por sus esfuerzos. Para él es solo sembrar, rogar por el agua, regar un poco, apañar, picar, alisar y vender. A falta de hijos, contrata dos ayudantes para su cosecha: “Este cultivo es de los que más sacrificio necesita, y no se saca nada. Pero toca tenerle cariño, es lo que le da a uno la papa, así sea lo del diario no más”.
En Piedecuesta las pequeñas casas tabaqueras muestran sus avisos de cien años y sus máquinas alemanas de mediados del siglo pasado siguen girando. Una calculadora manda sobre el escritorio de la secretaria y los torcedores usan sus manos con una agilidad aprendida desde niños. Desde los techos las palomas miran con los mismos ojos el trabajo que se ha repetido por más de un siglo. La inercia y la tradición siguen moviendo a los agricultores y los artesanos.