Terapia
Juan Carlos Rodríguez. Ilustración: Camila López
Las familias construyen mitologías.
El penúltimo ciclo mitológico de la mía es el ACV: mi mamá sufrió un ictus, un Accidente Cerebro Vascular, en el 2011.
Para saber la fecha tuve que ir a mirar en mis correos electrónicos. Nunca recuerdo los años en los que pasan las cosas importantes. De paso, tampoco las carentes de importancia. Recuerdo mucho mejor los contextos que las cifras. En chiste digo que sufro de Y2K. Lo digo en chiste para no dramatizar, pero es en serio. Desde el 2000 no registro bien el paso del tiempo. Para decir que estamos en el 2019 dudo un poco, una milésima de segundo, algo imperceptible para los demás pero que no dejo de notar. No me importa mucho.
Mi mamá sufrió un ACV en el 2011. Estuvo más de un mes hospitalizada, primero en la UCI y luego en una habitación. Volvió a su casa comenzando diciembre. Justo el día en que yo iniciaba mis vacaciones de fin de año. No hablaba, no caminaba. No podía ocuparse ni de su propio aseo personal. Pasó un par de días sin salir de la habitación. La vi llorar una vez. Parece que tuvo una profunda tristeza que duró un día. Ella misma no se permitió que durara más.
Mi mamá es enfermera. Trabajó años en un hospital y luego en el servicio médico del acueducto. Es pensionada y tiene un seguro médico de esos que ya no existen. Tuvo terapia física, de lenguaje y ocupacional en la casa durante varios meses. Una enfermera durante cuatro semanas. Cuando el tratamiento comenzó, se entregó totalmente, con una determinación increíble. Volvió a hablar y a caminar. Aprendió a leer y escribir de nuevo. Yo le enseñé. Mejor, yo le ayudé a recordar. A mis hermanos les pareció obvio que, siendo yo profesor, me ocupara específicamente de eso.
Mi papá, también jubilado, tenía dos trabajos y pronto recuperó sus horarios habituales. Se ocupaba de ella en las mañanas, de ayudarla a bañarse y vestirse, de que estuviera lista para la jornada. A las nueve se iba, y volvía a la casa bien entrada la noche.
Si se recuperó, no fue solo por la terapia. Fue por esa energía enorme que siempre ha tenido. La misma que la hizo dejar la casa de mi abuelo para venir a Bogotá a terminar su formación como enfermera, a pesar de que él decía que las mujeres no tenían por qué estudiar y que si se iba no le iba a permitir volver jamás. Todos mis tíos fueron a la universidad. Ninguna de mis tías estudió más allá del bachillerato. Mi abuelo perdonó pronto a mi mamá.
Las familias construyen mitologías.
Del último ciclo mitológico, el más reciente, no quiero hablar.
Volvió del hospital comenzando diciembre y me metí de cabeza en la casa de mis padres para acompañarla y apoyarla en sus terapias. Mi hermana hizo lo mismo. Mis dos hermanos también. Ahí hay otra historia, con tantos matices, que prefiero evitar para no extenderme. Y porque de nuevo vienen las ganas de contarlo todo y chocan contra las ganas de callarlo todo. El último ciclo mitológico de mi familia, aún en construcción. Un ciclo que gira alrededor de otra enfermedad.
Tener parientes médicos es una fortuna o una causa de tensión, según sea el caso. Cuando mi prima Astrid vio el resultado del primer TAC, cuando mi primo Ángel fue al hospital y charló con el neurólogo, el panorama fue desolador. El nivel del daño era tal que era muy poco probable que sobreviviera. Y si lo hacía, lo más seguro era que quedara en unas condiciones lamentables. Para rematar, no hubo consenso en la junta médica. Operar o no operar. Clipaje o espera incierta. Ángel es radiólogo y, amablemente, lo invitaron a observar un examen cuyo nombre no recuerdo. De esos en los que hay sondas y cámaras recorriendo el cerebro. El examen no pudo realizarse y, después de un par de intentos, se canceló. No hubo cirugía. Cuando salió del hospital solo teníamos la espera.
Si se recuperó, no fue solo por la terapia. También está la religión. Yo tuve que dar mil vueltas en la vida para poder comprender que no soy ateo, así no tenga una religión. Mi mamá no dudó nunca. Recién iniciadas las terapias estábamos los dos haciendo unos ejercicios de lenguaje y ella estaba totalmente perdida. Era algo elemental, decir los días de la semana o algo así, y ella balbuceaba sin poder responder. Y de repente, con una claridad que en esos días casi nunca tenía, dijo, “Dios mío, despiértame”. La plegaria, ciertamente, funcionó.
Tengo una letra horrible, prácticamente ilegible. La de mi mamá era todo lo contrario, como de manual de caligrafía. Ahora su letra parece la de alguien que no terminó la primaria, es torpe, esforzada. No me limité a enseñarle a escribir, también le enseñé a hacerlo de manera incomprensible.
Una tarde, comenzando enero, me di cuenta de que todas las camas de la casa de mis papás estaban ocupadas. Yo era el único que estaba despierto. Esas cosas siempre pasan una tarde, supongo. Salí a la calle y me fui andando hasta mi casa. Por el camino compré unas cervezas. Mientras me las tomaba decidí que iba a escribir mi tesis, que iba a volver a la universidad y a graduarme, después de muchos años de postergarlo. Yo sabía lo que le dolía a ella que yo fuera el único de sus hijos que no se había graduado. A mi papá había dejado de importarle tanto cuando publiqué mi libro de relatos, pero a ella no.
Cuando ya no tuvo más enfermera, nos repartimos los días de la semana para acompañarla en las tardes. En la casa trabajaba una empleada hasta las cinco y la acompañábamos hasta que llegara mi papá. Hice las cosas que antes no hacía: llamar todos los días, visitar entre semana y no solo los domingos, armar planes para hacer solo con mi mamá. Durante los primeros dos años, además, estábamos en estado de alarma. Teníamos instrucciones de ir inmediatamente a urgencias si se presentaban algunos síntomas específicos. Desde febrero de 2012 hasta el año pasado, cuando comencé la maestría en el Caro y Cuervo, estuve acompañándola todos los martes y jueves por la tarde, casi sin falta. Ese mismo año comencé a andar con Amanda, una colega. Nos enamoramos y terminamos y volvimos y volvimos a terminar y volvimos a volver durante años. Hice la tesis, volví a la universidad, me gradué.
Mi mamá vivió toda su vida corriendo. En las mañanas hacia el trabajo, primero el hospital y luego el acueducto, en las tardes hacia la casa, donde no paraba de hacer cosas. Soñaba con pensionarse para descansar. Y se pensionó y se desesperó y se empleó de nuevo. Después puso un negocio, junto con uno de mis tíos. Hasta que, finalmente, un par de años antes del accidente se había retirado y vivía más tranquila en general, aunque siempre lista para afanarse a fondo por cualquier cosa.
Hoy ha vuelto el lenguaje, aunque con una leve afasia y una vocación narrativa fragmentaria, posmoderna. Mi mamá nunca cuenta nada en orden, ni comenzando por el principio. Ha vuelto la movilidad. Y, por supuesto, el afán, ese ir corriendo, es peor que antes. Los sobrevivientes de ACV suelen no matizar muy bien la expresión de sus emociones.
Las familias construyen mitologías.
En el ciclo mitológico del ACV hay un episodio circular: mi papá acompaña a mi mamá a una consulta con un nuevo médico, que lee la historia clínica y ve los exámenes. El médico se muestra sorprendido. Examina a mi mamá. Charla con ella. Y luego manifiesta su sorpresa: “Señora, lo suyo es un milagro”... El accidente fue masivo, el daño fue enorme. “No puedo creer que usted haya entrado caminando y que pueda hablar”. La misma escena se ha repetido unas cinco veces y mis papás lo cuentan con orgullo. Yo no sé cómo lo cuento. Pero todos lo contamos y lo contamos, como si todavía fuera necesario para convencernos. Para creer.
Los miércoles voy a la casa de mis papás hacia el mediodía, almuerzo allá y me quedo hasta por la noche. Trabajo, estudio, acompaño a mi mamá a hacer mercado, le pido que me acompañe si necesito salir a alguna parte. Mi papá comienza a estar más tiempo en la casa, a veces salimos los tres a hacer alguna vuelta. Mi mamá lee el periódico, ve televisión, hace largas siestas. Si alguien hablara con ella y no supiera sus antecedentes médicos, tal vez pensaría que es una señora que a veces se enreda para hablar, o que refunfuña por bobadas. Tal vez se fijaría en que camina un poco encorvada hacia la izquierda o que gira un poco la cabeza cuando necesita fijar la vista en algo. Pero difícilmente imaginaría que estas particularidades son secuelas de un ACV.
Yo no extraño a mi mamá de antes. Sé que ella extraña su independencia, claro. Y por supuesto que yo desearía que ella no hubiera tenido que pasar por semejante trance, pero nunca he sentido que sea otra totalmente distinta. A veces logro hacerla reírse de cómo trastoca las palabras, pero en otras ocasiones la hago desesperarse un poco cuando le pido que me explique bien de qué habla. Es que esa costumbre de relatar de manera no lineal y comenzando siempre in media res es, a veces, un poco extrema: “Yo le dije que era el pantalón verde y el señor me decía que no”. “Mamá, ¿de qué me está hablando?”. “¡Pues de que lo había llevado con la chaqueta!”. “¿Cuál chaqueta?”. “¡¡Ayer!!”. Y así hasta que al rato entiendo que ha tenido un problema en la lavandería. Cuando me demoro en adivinar, refunfuña y resopla. Pero siempre terminamos entendiéndonos. Su accidente, su recuperación, fueron, en últimas, una manera de acercarme más a ella. De conocerla mejor.