El aeropuerto Olaya Herrera, con el apoyo del
Parque Biblioteca Guayabal, acaba de hacer
su primer concurso de microrrelatos con una
convocatoria exitosa: 389 historias de aterrizajes,
despedidas y tempestades. Aquí, el podio.
Historias de vuelo
Ilustración: Cachorro
1
Soles de aeropuerto
David Eufrasio Guzmán
Ella era la que trabajaba. Por esos días cumplía un año como asesora comercial de una empresa que convertía lonjas de metal en artículos de papelería: clips mariposa, pinzas, grapas, chinches. Como tenía clientes en Bogotá, Lima, Quito y Caracas viajaba con frecuencia a estas ciudades. Un domingo, papá y yo fuimos a recogerla, y aunque su vuelo llegaba en la tarde, nos fuimos desde temprano para el Olaya Herrera. Instalados en la terraza, él sacó su libreta de notas y su paleta para mezclar colores mientras que yo me senté a ver despegar y aterrizar aviones con la alegría de saber que en uno de ellos vendría mamá.
—¿Los países donde va la mamá quedan muy lejos?
—No, hijo, son países vecinos, bolivarianos, porque Simón Bolívar los ayudó a liberarse de los españoles.
—¿Y no era mejor seguir siendo de España?
—España es la vergüenza de Europa, hijo, solo trajeron corrupción y sangre. Mejor ser lo que somos, mestizos.
Una extensa nube que había estado ranchada por fin se movió. Apolo, el gran astro dorado, como le decía papá, emergió con su fuerza luminosa y nos absorbió. El sol era una expresión obsesiva en sus lienzos. Entonces extrajo de su mochila dos visores fabricados por él con marcos de balso y varias capas de negativo. A través del mío miré la pepa: era un sol oscuro, como él los pintaba; sus manchas se desplazaban, se inflaban, se desinflaban, babeaban flamígeras unas contra otras, como si estuviera relleno de sus mismos trozos triturados y carbonizados en constante circulación.
—Si está quemado y es negro, ¿por qué lo vemos amarillo?
—La magia de los dioses, hijo.
A la hora señalada un avión merodeaba los aires. Al mirar hacia la pista, las ondas de calor vibraban sobre su superficie; se veía borrosa, abrasada como por una brisa sideral propia de los astros y las grandes turbinas.
—Ahí viene —dijo papá guardando sus materiales.
El pájaro rojiblanco desplegó sus garras para aterrizar y desde la baranda algunos emocionados agitaron sus pañuelos. Cuando abría sus compuertas, llegaba el momento del teatro. Jugar con mi padre a encontrarla y ella a ocultarse entre los pasajeros, despistándonos con alguna prenda o un nuevo caminado. Y la felicidad de descubrirla con un sombrerito emplumado y una pañoleta alrededor del cuello.
Verla jalando sus maletas, abrazarla, fundirnos.
Dejamos el aeropuerto en taxi; atrás, su fachada con cáscaras de cemento que asemejaban el filo de una nube y sus ventanas ovaladas me dieron la sensación de haber salido de un enorme juguete.
Esa noche mamá desempacó una bolsa de confites de leche de conejo típicos de Caracas y varios quesos pera que había traído de Bogotá. Como de costumbre, papá envolvió los quesos en papel aluminio para meterlos al horno.
Al sacarlos, el dulce de guayaba brotó humeante y provocativo.
—¡Cuidado te quemas!
—Papá, ¿y si el sol está relleno de bocadillo caliente?
—Pregúntale a mamá, es ella quien lo contempla de cerca.
2
Take off
Goya Echeverri
Para Juan B.
Todo lo que recuerdo está hecho de recuerdos. Turbios, por cierto. Y no por malos. Debe ser porque desde donde viví todo, se parecía más al fondo del mar que a un día soleado. Recuerdo la emoción con la que llegamos al aeropuerto Olaya Herrera esa mañana. Veo a mucha gente, todos elegantemente vestidos y felices para la ocasión. Estábamos ahí porque mi papá había hecho posible lo imposible: lograr que la aerolínea más pequeña de ese entonces, Aces, comprara un avión que por primera vez volaría en Suramérica, el A320, a un operador novato, Airbus. Conseguir, además, que el vuelo inaugural pudiera hacerse desde ese aeropuerto, aun con las restricciones para la operación jet por su pista corta y por estar metido entre la ciudad. Era el 24 de noviembre de 1997 y una vez más el Olaya estaba preparado para ser protagonista de un suceso que terminaría por hacer historia y que, sin pronosticarlo, cinco años después daría paso a la integración de las dos aerolíneas rivales del país. En ese avión íbamos cien mortales, una no nacida y tres pilotos al mando: dos exastronautas y mi papá.
Las primeras emociones que sentí en la vida surgieron ese día, en ese vuelo y en las semanas que lo precedieron. En medio de los trámites finales para traer el avión a Colombia, mi papá tuvo tiempo para definir la ruta perfecta: una que permitiera a los invitados disfrutar del paisaje del oriente antioqueño y a los habitantes del valle de Aburrá, ver la nueva máquina. “Prepárense para disfrutar las 25 700 libras de empuje de cada motor”, dijo por el altavoz. Pero no nos advirtió lo que ya había preparado con sus colegas en cabina: el avión despegó como un cohete y, en una vertical casi perfecta, surcó las pocas nubes que tenía ese día, el cielo azul de Medellín. Yo pateé del susto, nos mareamos, hubo gritos, risas, copas rotas y aplausos. Volamos bajito por el valle de San Nicolás y casi que pudimos tocar la piedra de El Peñol, para finalmente terminar con un sobrepaso por el Olaya: el avión a ras de piso ganando velocidad y toda la potencia de los motores en juego para, segundos antes de que se acabara la pista, subir abruptamente. Volvieron los gritos, los aplausos y la vajilla destrozada. Veinte días después, la vida de mi papá acabaría en una maniobra similar, en el mismo aeropuerto.
A bordo de tu Stearman, intentaste hacer un sombrero de copa, pero trepando la vertical el motor se apagó. Entraste en pánico, quisiste devolverte, miraste por la ventana rogando no ir a parar en la gasolinera, pensaste en nosotras, supiste que esta no sería una hazaña más y caíste a la canalización. Yo lo presentí desde tu conversación de esa mañana con mamá. Sabía que no te conocería y que mi vínculo contigo se parecería mucho a los encuentros en los aeropuertos: fugaces, sentidos, felices y tristes.
3
Una bomba de tiempo es un espejo
Bernardo Galeano
Fue en la página que dejó abierta un despreocupado usuario del café internet que administraba por ese tiempo en la que leí por primera vez una corta biografía del argentino. O uruguayo o francés. Nunca me decidí por alguna de las versiones que reclamaban su cuna y su país, lo que me resultaba encantador, ese pasado difuso, y a falta de una nacionalidad, tres.
La primera lección que aprendí aquel día es que la gloria de un hombre motiva las más acaloradas disputas cuando terminan para él todas las farras. La segunda —y definitiva— lección vendría tiempo después a kilómetros de donde me sorprendí leyendo sobre la vida de alguien a quien había escuchado tanto pero del que sabía muy poco. Lo sé, fue un episodio mínimo pero tuvo consecuencias importantes para el resto de mis días —que no imaginaba tan escasos para ese momento—. Algo ocurre, una bomba explota, por ejemplo, y las ondas expansivas alcanzan también a la hormiga que levanta una miga de pan y la lleva a su refugio, una miga que días antes, a cuatro metros de allí, cayó y rodó desde la mesa de una cafetería en la que una joven de, digamos, veintidós años, entabla una conversación con un joven de veintiséis y en la que este último, hacia el final, expresa tajante:
—El día que me quieras, llámame.
A lo que la joven responde en un extraño acento y después de un silencio hecho de segundos:
—Conmigo te estrellaste, nene.
La bomba, lo supe después, tuvo lugar el 24 de junio de 1935; la hormiga, supongo, fui yo; el diálogo en la cafetería, un suceso aparentemente aislado, y las ondas expansivas los años que van desde aquel verano del 35 a la ineludible tarde en la que alguien dejó abierta, casi a propósito, una biografía de Carlos Gardel en mi lugar de trabajo. Ignoramos los lazos que nos unen a las cosas, la metafórica red que urde el destino.
A los 44 días exactos de aquella tarde, por un motivo irrelevante, el dueño del café internet y yo —el empleado— tuvimos una pelea que duró pocos minutos, los suficientes para acabar con cualquier cortesía que hubiese entre ambos. Él decía una cosa, yo otra, una mesa saltó, hubo daños y mi despido inmediato. Con el dinero que ahorré allí y en trabajos anteriores obtuve lo justo para materializar algo que había planeado entre el nacimiento de mi obsesión y mi desempleo: un viaje a Medellín. Revisé las rutas, los precios, los lugares. Aeropuerto Olaya Herrera, el destino. El destino: Gardel había fallecido en la pista de ese aeropuerto. Quería ver lo que él había visto por última vez.
La fecha llegó.
Departures – Arrivals.
Santiago / Bogotá / Medellín.
Junio.
A través de la ventana del avión la ciudad devuelve mi rostro. Lección dos: nadie escapa a lo que está escrito. Mi nombre es Carlos Delgar. Intercambia las sílabas de mi apellido. Bingo. ¡Boom!