Número 108, julio 2019
 

Ayer como hoy. Golpizas y muerte en el Chocó. Una historia de 1916 rastreada y restaurada en los expedientes judiciales del Archivo Histórico de la Universidad Nacional-sede Medellín.

 

 

A bocanadas de sangre

Luisa Fernanda Orozco. Ilustración: Elizabeth Builes

 

¿Qué cae siete, día de todos los santos, de las mesas impolutas, peladas para rezar el rosario?
¿A dónde irá a parar mi nombre, tallado en plafón, níquel y bahareque ahuecado?
¿Qué sucede si al domingo, día de todos los santos, se le suprime la “o” y añade la “a”?
¿Quién soy yo por llevar semejante nombre? ¿El día de los paganos, despojada de mesas, rosarios?
¿Acaso ante mí no se extienden los mismos ornamentos por resistirme a la naturaleza del falo?
¿Debo prestar el rostro para que aquellos nombres redondos
borren al mío tras las palmas abiertas contra la piel de mis mejillas?
¿Continuaría entonces siendo el domingo, de entre todos los días, sagrado?

Ilustración: Elizabeth Builes

 

Encerrada en su casa bajo el sopor de una fiebre que la había postrado en cama, tres veces fueron las que Dominga Valencia emanó sangre por nariz y boca para luego exhalar el que fue su último aliento. Sus vecinos de Tribugá, pequeña población encerrada en el golfo de mismo nombre del departamento del Chocó, nunca más volvieron a verla. Envuelta en sudorosas sábanas Dominga falleció durante una noche de 1916, ocho días después de una golpiza que le dio Polidoro Hernández, su esposo en aquel momento. Su edad, color de pelo, estatura, o tamaño de sonrisa no fueron recopilados en el expediente que consignaba el hecho de su muerte. Así, Dominga se conjugó como un nombre perpetuo dentro de un archivo, despojada de las líneas del cuerpo y las facciones del rostro ante momentos de frustración, alegría o desencanto.

Familiares y amigos, como Juan Evangelista y Filomena Brandt, costearon el entierro y rezaron por la difunta durante los días que manda la novena católica, mientras Polidoro Hernández, a pesar de declararse creyente también, se desentendió por completo de cualquier obligación y desapareció como si detrás tuviese a un espanto. A Polidoro se le conocía por sus ojos claros, tez morena, bigote poco poblado y facciones alongadas con una ligera sutura alojada por encima de la nariz. El metro con sesenta centímetros de altura en los que su espina dorsal se empinaba soportaban una fornida musculatura que, además de los grabados verdes que tenía en ambos brazos, daba pistas de un posible servicio en la marina. Sin embargo, a la hora de declarar su oficio, Polidoro respondía “agricultura” en vez de “agricultor”.

Aquella era una causa perdida en el Chocó de ese entonces, que ni siquiera contaba con una carretera que le dividiera valles y montañas hasta llegar a Medellín. Era en esos mismos valles y montañas donde llovía y llovía hasta imposibilitar un desarrollo diferente al necesario para la simple subsistencia local. Eso llevó a que la máxima promesa económica se convirtiera en la extracción de oro y platino, y mientras arribaban a la región sistemas modernos para una excavación más eficiente, aquellos agricultores, de manos y pies tallados por precámbricas herramientas de arado, sudaban el día a día en una profesión que entregaba acaso el dinero necesario para llevar a sus hogares desayuno, almuerzo y comida. Entre ellos se encontraba Polidoro, y de Polidoro dependía Dominga quien, como costado de Adán, esperaba cuando caía la tarde con las palmas abiertas para que sobre ellas recayeran plátanos, tubérculos o granos con los cuales ingeniar comidas novedosas, en apariencia diferentes, a pesar de sus inamovibles ingredientes.

Llegaba Polidoro y, tras cerrarle las palmas a Dominga con la comida que él mismo había cosechado, se disponía a la laboriosa tarea de esperar la cena, dedicándole desde la sala unos cuantos madrazos a su esposa en caso de tardanza. Dominga se estremecía sobre sí y apuraba el paso, que ni tan paso era, pues sus manos y no sus pies se encargaban de la labor. Así, una vez engullido el contenido del plato, Polidoro se iba a dormir durante aquellas noches en que se sentía cálido, apacible. De lo contrario, Polidoro se dirigía hasta donde estaba Dominga, quien se encontraba sin comer todavía. Acto seguido Polidoro abría nuevamente las palmas de las manos de Dominga. “Acá solo mando yo”, decía, o tal vez, gritaba, conforme se disponía a cerrarlas no ya con comida sino con un par de palmadas que de las manos subían al cuello, del cuello a los pómulos y de los pómulos a la coronilla. Dominga quedaba extendida en el suelo con la vista clavada en el techo de bahareque, o con la imaginación perdida entre vacilaciones incoherentes. “Qué te pasó”, le preguntaba su amiga Filomena Brandt a la tarde siguiente. “No me preguntes”, respondía Dominga, tajante y ruborizada entre los moretones que le trazaban una ruta imperfecta sobre el mapa del rostro. Pero para sus adentros, sí, bien para sus adentros pudo ser que Dominga de cuando en cuando se preguntara, “Dios mío, Dios mío, si me enviaste a la tierra para que sufriera este castigo, ¿por qué me nombraste tras tu día dorado? ¿Por qué designarme semejante maleficio? ¿Por qué la a y no la o?”.

Y así transcurrió semana tras semana, año tras año, hasta llegar a una cantidad de tiempo que, por carencia de datos, permaneció incierta. Por ser Polidoro su primer y último esposo, puede intuirse que tal panorama fue común, casi perpetuo, en la vida de Dominga. Polidoro a veces recibía visitas de conocidos y familiares como Juan Evangelista, su sobrino, pero ni siquiera eso hacía que adoptara mesura con las golpizas que le daba a su esposa. Así lo declaró su propio sobrino, pues en 1919, pasados tres años de la velación de Dominga, Juan Evangelista dijo que “Polidoro castigaba constante y muy fuertemente a su señora”. Filomena Brandt también afirmó ante las autoridades que “muchas personas sabían que Polidoro había matado a su mujer con las palizas que a diario le daba (…). Está en conciencia de los habitantes de Tribugá que Polidoro Hernández (le) dio muerte con sus constantes ultrajes”. Pasados varios meses de ambas declaraciones, Juan Evangelista decidió hablar una vez más el 5 de julio del mismo año. “Dominga gozó de muy buena salud”, dijo, “hasta el día en que mi tío Polidoro la castigó por haber ido al entierro de Paulino Abadía”.

Aunque era bien sabido por la mayoría de los habitantes que Polidoro y Paulino eran juramentados enemigos, no se conocía la naturaleza exacta de su desencuentro. La única certeza era la asistencia de Dominga al sepelio de Paulino. Nada más, pues, tras el entierro de Dominga, las autoridades encargadas del caso no recopilaron información que pudiera esclarecer el conflicto que entre Polidoro y Paulino se cernía, como tampoco lograron tomar declaración de Polidoro durante el tiempo pertinente. Meses después de la muerte de Dominga, él terminó por mudarse a los alrededores de Togoromá, pueblo aledaño a Tribugá, dado que el señor juez superior de Quibdó decidió que no podía ser capturado porque las pruebas recopiladas en su contra no eran suficientes.

Luego de aquello, la justicia perdió el rastro de Polidoro. Y así, con él perdido entre espesuras chocoanas, los meses se escurrieron hasta 1924 cuando, por exigencia del alcalde, se redactó un nuevo cuestionario para que fuera resuelto en interrogatorio por Polidoro en función de esclarecer el caso y determinar, de una vez por todas, qué era lo que había ocurrido. Fue entonces cuando la justicia obligó a salir a Polidoro del ombligo del mundo en el que se había insertado: a la desembocadura del río Docordó, distante a unos 320 kilómetros del resto de la población, fue hasta donde las autoridades le hicieron llegar la citación luego de confirmar que efectivamente aquel era su paradero.

Días después, Polidoro se presentó en el despacho de la Alcaldía Municipal. La misma tez negra, conjugada de un tajo en el cuerpo, se veía un poco más arrugada, más marchita, conforme la columna vertebral ya no se erguía sobre sí con el mismo ímpetu, sino con una leve curvatura que daba cuenta de muchos años dedicados a la agricultura. El aire militar que antes se cernía sobre su cuerpo solo permanecía en forma de vestigio gracias a los tatuajes verdes en sus brazos y al compacto balancear de sus piernas. Así, paso tras paso, Polidoro tomó asiento en el despacho municipal donde lo habían convocado y, ante el interrogatorio, comenzó por confirmar su pasada relación con Dominga Valencia y el conocimiento que tenía sobre su muerte. ¿En cuanto al motivo? “Ella falleció por un dolor en el costado izquierdo tras haber nadado mucho tiempo en el río”, respondió él.

“Diga Polidoro Hernández quién fue un hombre que en el mes de julio del año de mil novecientos diez y seis se encontraba en el punto de Tribugá, en compañía de quiénes se encontraba, de qué se ocupaba y qué asuntos trató”, le interrogó la oficialidad. “Yo me encontraba desempeñando mis labores en la agricultura con mi hermano Carlos Hernández y otros hombres cuyos nombres no recuerdo”, describió Polidoro.

Pero cuando se le preguntó por el motivo de su citación, si conocía a los responsables del asesinato o si podía señalar a quienes posiblemente habían sido cómplices del acto, Polidoro respondió, “señor, no sé”, y cuando se agotaron las preguntas del cuestionario, las declaraciones dadas por Polidoro le fueron más que suficientes al alcalde, ¡impolutas!, pues en ningún momento se pidió en interrogatorio al hermano de Polidoro para que confirmara su coartada, como tampoco se le preguntó por su disputa con Paulino Abadía. Por tanto, la relación que este pudiera sostener con Dominga y que hubiese sido posible motivo de la golpiza que produjo su muerte permaneció desconocida, en forma de cuchicheo y especulación.

Así, el interrogatorio culminó y nuevamente Polidoro se insertó en el ombligo de donde había salido. No fue sino semanas más tarde que Hugo V., abogado contratado por Polidoro, envió una carta al Municipio donde decía que “para completar el caso hubo la necesidad de ordenar una ampliación y con ella se pudo evidenciar el hecho de la muerte de la Valencia, pero los testigos no dan otra razón diferente sino el hecho de la muerte, por haberles constado, y la inhumación del cadáver, lo mismo que porque asistieron al novenario. El transcurso del tiempo ha borrado casi, por decirlo así, de la memoria, los hechos”, de manera que en octubre de 1924, gracias a lo dicho por la carta de Hugo V., se dio por cerrado y archivado al caso de Dominga.

¿Acaso Paulino y Dominga eran amantes, o se trataba de una simple amistad malinterpretada por los celos de Polidoro? Solo puede afirmarse aquello que se encuentra a plena vista en las declaraciones de Filomena Brandt y Juan Evangelista: Polidoro Hernández era un hombre controlado por sus impulsos machistas, quien mediante tundas constantes sometía a Dominga Valencia, por desgracia, su esposa.

Sí. De seguro Polidoro, luego de confirmar el cierre del proceso penal en su contra, se enclavó de nuevo en la desembocadura del Docordó para así terminar de vivir sus días dentro de esa especie de hipnotismo apacible que trae consigo el ambiente de los litorales. Tal vez esa quietud se vio por momentos turbada ante el repentino recuerdo de la que había sido su esposa, la mujer del nombre masculino convertido a femenino. Ella, por su parte, se quedó congelada en la mitad de un archivo, con las palmas por siempre cerradas gracias a la negligencia de una oficialidad que dilató el caso a la hora de ordenar la recopilación de las pruebas que aclararan culpas y condenaran en definitiva a Polidoro Hernández.

Sí. A bocanadas de sangre murió Dominga. Su cuerpo se veló en el sepelio, y del sepelio se fue al entierro. Su alma se dividió entre ataúd y archivo, pues tanto en tierra como en papel su nombre quedó escrito, intacto, sin que la justicia se levantara por él, pues Polidoro murió de viejo, reconcentrado sobre ese aire varonil que su cuerpo emanaba. Pero en los aires apacibles del litoral del Docordó puede que se le hubiera atravesado alguna que otra oración misericordiosa, acompañada de uno que otro salmo bíblico cuya promesa era la expiación de toda culpa, la liberación de todos los males, el perdón de todos los pecados y la llegada a la vida eterna. Así probablemente Polidoro sucumbió los siete de cada semana, sentado en una mesa donde acaso cabían tres o cuatro velones. De rosario en mano y amén evocado, solo hubo un nombre por el que su alma pidió. UC