Pisar el mapa
Daniel Pacheco
Imagen satelital del Amazonas colombiano tomada de Google Earth
Todo ese pedazo verde de abajo en el mapa, más o menos la mitad de Colombia, todo eso es la Amazonía. Desconocida e ignorada por la gran mayoría de colombianos, un patio trasero de selva y ríos tan vasto que aún esconde tribus de indígenas no contactados a pesar del aumento en la deforestación en los últimos años. Colombia tiene más o menos el seis por ciento de la Amazonía, el lugar donde se produce el veinte por ciento del agua dulce y el oxígeno del mundo. Tiene, además, una de las zonas mejor conservadas, más diversas cultural y ambientalmente por su conexión con los Andes, y más resistentes a la degradación que el cambio climático está produciendo sobre este ecosistema.
Después de la firma del acuerdo de paz la deforestación en la Amazonía se disparó de unas sesenta mil a más de 160 mil hectáreas al año. Es decir que desde el año 2016, sobre todo por las puntas de colonización que bajaron del piedemonte de la cordillera oriental, en Caquetá, Guaviare, Putumayo y Meta, se destruye un área de bosque más o menos del tamaño del Quindío… al año.
Hemos oído las explicaciones. La salida de las Farc y el fin de su totalitarismo ecológico, el acaparamiento de tierras a través de la ganadería extensiva, la coca, etc. Pero hay algo más.
Desde hace un año y medio me aficioné al tema de la Amazonía, y aun raspando la superficie, he logrado encontrar un territorio más allá los llamados a su salvación vía redes y las lecturas “selva adentro”. Dejó de ser el mapa elemental que tenía en la cabeza, y en cuatro viajes —al Caquetá, al Amazonas, al Guaviare y al Guainía— se convirtió en un descubrimiento desorientador sobre un lugar que, simultáneamente, está siendo destruido a un ritmo que nos convierte en una vergüenza mundial, y tiene escrito un nivel de protección tan sofisticado que es ejemplo global.
Y por ahí viene ese algo más. La distancia que hay entre los colombianos y su territorio amazónico explica tanto el nivel desconocido y descomunal de su protección, como el de su destrucción. Y empiezo por una conversación que me ayudó a entender por qué es tan fácil para los colombianos que venimos de los Andes destruir y dejar destruir la Amazonía.
En el Caquetá y el Guaviare no entendía cuando los colonos hablaban de la selva como “la montaña”. Lo oí por primera vez recién llegado a Caquetá, en mi primer viaje, en la voz de Nicolás, un campesino de Paraíso del Yarí, un lugar que existía en mi imaginación con un halo recóndito y fariano. Nicolás es hijo de fundadores, de campesinos que bajaron de la cordillera a abrir fincas en los setenta. Él es de la primera generación nacida en los bordes del Parque Chiribiquete, y hablaba de “la montaña”, de “limpiar montaña”, de “trabajar, porque eso aquí es el trabajo”. En mi ignorancia urbana me imaginaba montañas en el Yarí como las de las postales del Chiribiquete. “No güevón, eso se mira plano por allá”, me respondió cuando le pregunté. “¿Entonces por qué putas la montaña?”. Me explicó que siempre había escuchado decirle así, “será porque mis papás llegaron del interior, donde estaban enseñados a que el monte estaba… pues en las montañas”. La palabra para nombrar el activo principal, lo más importante y maravilloso de su territorio, es una palabra importada desde la cordillera y francamente absurda para describir esta planicie verde interminable.
Una Amazonía de la que los colombianos que bajaron de los Andes no han aprendido a sacar nada distinto a caucho, pieles, marihuana, coca, carne y leche. Sabe más un rolo gomelo de frutas amazónicas por el menú de Wok que el colono promedio. La de ellos es una selva a la que meten pesados bultos de papa cultivada en el páramo, por horas de lancha y trocha, para desayunar caldo de costilla de las benditas vacas a las que les estorba “la montaña”, y ahora más fácil que no está el otro estorbo ese de la guerrilla.
Por otro lado, ese mismo alejamiento del mundo amazónico permitió que hoy Colombia tenga uno de los esquemas de protección cultural y ambiental más sofisticados del mundo. De otra manera, sin la indiferencia sobre este territorio inmensamente estratégico, seguramente habría sido imposible que el gobierno colombiano le cediera como resguardos a los indígenas el control y el gobierno de la mitad de la Amazonía colombiana, unas 22.5 millones de hectáreas, cuatro veces el tamaño de Costa Rica, ¡el veinte por ciento del territorio nacional! Sumados a los resguardos, los parques nacionales y las zonas más frágiles de reserva forestal protegen con alguna figura legal el 82 por ciento de la Amazonía.
Esto sucedió a finales de los ochenta, cuando un visionario Virgilio Barco se dejó convencer por el trabajo de los sesenta y pico grupos indígenas que se habían organizado con la ayuda de un puñado de antropólogos como Von Hildebrand, Miguel Lobo-Guerrero y Xochitl Herrera que llevaban años metidos en la selva. Arrancando con Barco se crearon cerca de 150 resguardos indígenas en la Amazonía, territorios que luego en la Constitución de 91 fueron declarados “inalienables, imprescriptibles e inembargables”.
Martin Von Hildebrand, un antropólogo que se mandó sacar preventivamente el apéndice para meterse al monte en los setenta y que luego trabajó con Barco, cuenta en el libro Guardianes de la Selva que el 23 de abril de 1988 el presidente cachaco llegó encorbatado y sudando al Putumayo. En el acto de entrega del resguardo más grande del mundo (sí, en Colombia está el resguardo indígena más grande del mundo), Predio Putumayo, seis millones de hectáreas en la zona históricamente más golpeada por las caucheras, Barco les dijo: “Aquí están sus tierras, queridos compatriotas. Sigan amándolas y cuidándolas como hasta ahora, ya que ellas, como siempre, seguirán siendo su mejor albergue porque solo ustedes conocen sus secretos, sus bondades, sus debilidades y hasta sus más sutiles actitudes”.
Esta sutileza no es fácil de entender para nosotros. A pesar de su frondosa exuberancia es un lugar hostil. No hay sal, no hay hierro, no hay algodón, la tierra es mala, la biodiversidad se presenta como una multiplicidad de azares, antes que como una abundancia asequible. Piense lo que es vivir sin un cuchillo, ni un trapito, descalzo en un lugar infestado de zancudos, cultivando una yuca venenosa que se come sin sal. Quizá por eso los pueblos amazónicos son tan frágiles al choque cultural. El primer machete para pueblos que por milenios cortaron árboles con hachas de pierda o de maderas debió ser una revelación abrumadora.
De otro lado, ese contacto trajo la muerte del setenta por ciento de su población por enfermedades y esclavitud a partir de la entrada de los blancos en el siglo XVI, y luego con más fuerza en el siglo XIX cuando la Amazonía se volvió la única fuente de caucho para los aliados durante las guerras, a raíz del control de los japoneses de los cultivos de Asia.
Esa fragilidad no solo ha sufrido la fuerza. Escuché el nombre de Sofía Muller de Marcelino, una indígena puinave que dirige el comité de turismo del resguardo Boquerón, al lado de los cerros de Mavicure del Guainía, los que aparecen en la película El abrazo de la serpiente. Muller fue una misionera gringa que estudió algunos cursos de ilustración en Nueva York y llegó a Colombia en 1944 con poco más de veinte años y se metió a remo por ríos como Vaupés, Guaviare e Inírida. Tenía el propósito terco de “ir a una tribu indígena que no conociera el Evangelio”, como cuenta en su autobiografía Su voz retumba en la selva. “No había forma de escapar a este deseo. Esto se constituyó en mi llamado”, escribe acerca de la revelación que tuvo en Estados Unidos cuando habló con Dios.
Medio siglo después, “la hermana blanca” había evangelizado a buena parte de las tribus del Vaupés y el Guainía, entre ellos a los curripacos, puinaves, piapocos, cubeos, sikuanis y karoms, donde se fundaron más de doscientas iglesias que hoy persisten. Muller logró en pocos años y con recursos muy limitados que estas tribus, antes solo explotadas económicamente, cambiaran la “brujería”, miles de años de cultura, por el cristianismo. Muller no tenía espejitos, medicinas o alcohol. Tenía una pequeña imprenta y una técnica lingüística básica para silabizar las lenguas indígenas, traducirlas al alfabeto romano e imprimir catequismos por primera vez en sus lenguas. La imagen de su lengua escrita fue un el embrujo con el que chamanes y ancianos no pudieron competir. “La lectura, hasta ese entonces, era para los comerciantes y para sus jefes en el trabajo del caucho”, cuenta Muller, “¡así pude quedarme y sentirme bienvenida! El alfabetismo ya se había vuelto mi palanca para presentar el Evangelio a estas etnias lejanas y abandonadas”.
Que una mujer extranjera haya logrado tal nivel de influencia en la Amazonía colombiana a través del cristianismo, algo para lo que supuestamente sobre las cordilleras también somos expertos, habla, de nuevo, de la manera tan persistente en la que el resto de Colombia ha ignorado a esta región. Un olvido que además de los propósitos de Jesús, sirvió para establecer un esquema de protección legal muy robusto del territorio. Un olvido que hoy pasa por un nuevo momento de posconflicto y que ahora está trabajando en contra de la sostenibilidad de los acuerdos de protección logrados sobre el papel. Un olvido que no será vencido solo por la palabra escrita —que tanto penetró en la cultura amazónica con el Evangelio— de decretos, leyes o políticas públicas. Un olvido que para ser superado tiene que pasar por un cambio en la concepción mental —lo que los amazónicos llamarían conocimiento ancestral— del resto de los colombianos. Para ver más allá de “la montaña” y redescubrir lo afortunados que somos de tener ese lugar dentro de nuestra frontera.
Cerros de Mavicure del Guainía, Daniel Pacheco.