Número 108, julio 2019

Educar a una mujer

Lina María Parra Ochoa. Ilustración: Laura Ospina

 

Ilustración: Laura Ospina

Estábamos en sexto. La madre María Elena nos explicó que los papelitos rosados debíamos utilizarlos para envolver las toallas higiénicas sucias antes de botarlas a la basura. Así, nadie más vería la toalla ensangrentada. Los papelitos estaban en una caja de mimbre que la madre dejó afuera del baño. Dentro de cada salón del colegio había una puerta que se abría a una pequeña habitación, como de metro y medio por tres metros, a la que le decíamos clóset. Dentro había otra puerta que daba al baño en sí: un sanitario, un lavamanos, un espejo y una canasta de basura. La madre dejó la cajita de mimbre en un mesón de madera que había en el clóset, junto a la puerta del baño, donde usualmente hacíamos la siesta a escondidas de los profesores que tenían prohibido entrar al baño de mujeres. Solo había mujeres en el colegio.

Se supone que era un asunto privado, pero todas sabíamos, aun sin ver, cuando alguien, al entrar al clóset, abría la cajita de mimbre y sacaba un papelito rosado antes de entrar al baño. Éramos 32, y de tantas horas que pasábamos juntas cada día, nuestros cuerpos estaban sincronizados. Aun así, éramos implacables. A la salida del baño, la que hubiera utilizado un papelito rosado, se encontraba con 31 pares de ojos que la juzgaban.

Íbamos en orden, como una ola, y en un lapso de quince días a todas nos había llegado y se nos había ido el periodo. Pasaban dos semanas de quietud en las cuales la madre María Elena no tenía que suplirnos de nuevos papelitos rosados. Luego todo volvía a empezar. Primero nos vino a todas. Pero solo dos años después fue que las monjas, con evasivas, le dieron la autorización al profesor de biología para que nos hablara del aparato reproductor femenino. Nos explicó qué era la menstruación, por qué nos venía, cómo funcionaba, y por qué era probable que estuviéramos sincronizadas. Ya todas lo sabíamos.

A la mayoría nos vino la menstruación en sexto, teníamos doce años. Y como de eso no se hablaba fuimos infernales entre nosotras, por el miedo y el silencio. Nos juzgábamos, nos burlábamos, nos aislábamos. Tardamos más de un año en encontrar el valor para pedir una toalla higiénica en voz alta en la mitad del salón. Para ese entonces ya había muerto la madre María Elena. Esa conversación no hubiera podido suceder en su presencia. Luego se volvió un asunto comunitario. Treinta y dos niñas metidas en un salón de las siete de la mañana a las tres de la tarde. Ninguna monja podía evitar que habláramos entre nosotras.

***

Estábamos en séptimo. Éramos nueve pegadas a la puerta del baño. Carolina estaba adentro, sola. La imaginaba sentada en la taza del sanitario, sin calzones, con la caja de tampones en la mano. Todas le decíamos cosas desde nuestro lado de la puerta. Que en las instrucciones decía superclarito, que se lo pusiera pues, que eso era más cómodo que la toalla, que los tampones eran lo mejor del mundo, superbuenos, que tranquila, que nosotras estábamos afuera, que le íbamos diciendo.

Del baño nos llegaba el silencio de ella, la duda. No era capaz de intentar. Una tomó la vocería. Le dijo que para aprender era más fácil si se paraba y levantaba una pierna, apoyándola en el sanitario. Que cogiera el tampón con el pulgar y el dedo del medio, y que lo acomodara allá. Que luego, con el índice lo empujara para adentro, facilito. No tuvimos respuesta. Sentí pena, la cosa se había vuelto un asunto de todo el salón, las cabezas se asomaban por la puerta del clóset, preguntando. Es que Carolina se está aprendiendo a poner el tampón, respondió una de nosotras, las amigas de ella, las que estábamos afuera de la puerta del baño gritando instrucciones. Dígale que se mueva, que tengo ganas de orinar, dijo una voz desde afuera, que venía del salón. No sé quién fue, pero sentí rabia. Le grité que si este colegio tenía algo eran baños de sobra. Que se largara. Carolina salió diez minutos después. Caminaba raro, y todas le dijimos que era normal, que las primeras veces era incómodo.

***

Se murió la madre viejita. Alguien de otro curso asomó la cabeza por la puerta del salón, dijo eso y desapareció. Todas nos levantamos, la clase olvidada, y salimos al pasillo como si la monja hubiera caído muerta justo afuera. Del resto de los salones salían niñas, los profesores no podían contenerlas. Entre el gentío pude ver a Verónica, era de once, y era una leyenda.

Verónica era la primera chica del colegio que se había puesto las tetas de silicona, porque era modelo. Las monjas querían sacarla porque pensaban que era un mal ejemplo, era una perdida, decían. Nosotras la amábamos. Verónica con sus tetas enormes, revolucionarias, había demandado a las monjas que no se la pudieron quitar de encima. Luego, como para molestarlas más, se rapó la cabeza. Las fotos salieron en el periódico del domingo y yo, sin que mis papás se dieran cuenta, las recorté y las guardé en uno de mis cuadernos. Verónica, alta, con la cabeza rapada y los ojos verdes, aparecía en primera plana, en un desfile de una marca de ropa de la ciudad, tenía una camiseta blanca y alguien le había echado un balde de agua encima. Se le veían los pezones. Por semanas enteras no se habló de otra cosa en el colegio. Todas amábamos a Verónica, como se ama al elegido que nos viene a salvar de la opresión. Sus papás eran abogados, y por eso cuando las monjas intentaron sacarla del colegio por segunda vez, ellos atacaron. Verónica se graduó con el resto de su curso, calva y tetona. Se dio el lujo de no usar sostén el día del grado.

Entre la multitud de alumnas curiosas que salían de los salones, pude ver su cabeza redonda, rapada. Iba ella y detrás todas nosotras, hacia la casa grande. Una construcción blanca, de estilo republicano en la mitad del colegio. Antes de que las monjas compraran el terreno, todo era una finca en cuyo centro se alzaba una casa blanca, de dos pisos, que era el hogar de los patrones de la tierra. Luego la habitaron las monjas. Mientras caminábamos por los pasillos veíamos cómo otras chicas se nos unían, casi todo el bachillerato salió, dejando las clases tiradas. En nuestro salón, la madre María Elena se cansó de llamarnos al orden con su acento español empolvado. Terminó caminando detrás de nosotras. Rodeamos la casa, cientos de niñas desde los doce a los dieciocho años. A muchas no les importaba realmente que la madre viejita hubiera muerto. Lo que querían era perder clase, botar tiempo. Las monjas que estaban afuera empezaron a abrirse paso entre la multitud de niñas, igual que Moisés entre las aguas del Mar Rojo. Llegaron a la puerta principal de la casa, entraron y cerraron sin dejarnos ver nada. El ambiente se fue apaciguando. Pude ver a Verónica con otras de once sentarse bajo un árbol. Nosotras, las de séptimo, nos sentamos contra una de las columnas de la casa, a esperar. El día quedó paralizado y una especie de anarquía sosegada se apoderó del colegio esa tarde. No había quién mandara, ni ganas con qué mandar. Las monjas se atrincheraron adentro de la casa, esperaban la llegada de la ambulancia.

Una de las empleadas de la casa se asomó por la ventana, dijo que la madre viejita no se había muerto aún, pero estaba agonizando. Por tercera vez en el año, pensé. La señora nos dijo que nos fuéramos, pero nadie se movió. Desde adentro de la casa no se oía nada, como siempre, parecía sola. Invariablemente estuvo cerrada para las alumnas, pero una tarde en que cayó una tormenta, yo entré. Fue la madre viejita la que me abrió la puerta. Me había quedado después de clases haciendo unas carteleras y, como empezó a llover, busqué escamparme debajo del balcón de la casa. La madre viejita me vio por una ventana.

Era una monja española que había llegado con las primeras misiones de su orden a Antioquia. Había enseñado en la selva, en la montaña, en el desierto. Desde hacía más de veinte años la demencia senil la empezó a rondar y la comunidad de religiosas la envió a nuestro colegio, a una casa más cómoda, con empleadas que pudieran cuidarla. Desde que yo estaba pequeña, en el colegio le decíamos “la madre viejita”. Cuando aún podía caminar, se escapaba de la casa y de la mirada vigilante de las empleadas, y recorría los pasillos cantando canciones de su infancia en España; jugaba con las colas que nos hacíamos en el pelo, dándoles vueltas como si fueran la manivela de una caja de música; se robaba las tizas y escribía frases en los tableros, con letra pegada. Recuerdo que repetía mucho el lema del colegio: Educar a una mujer es educar a una familia. Lo escribía en la esquina inferior derecha del tablero y lo adornaba con flores de trazos temblorosos. Una vez, cuando yo tenía siete años, sacó de una caja de metal unas hostias pequeñas y redondas y nos llenó a varias los bolsillos del uniforme. Me comí las hostias con Coca-Cola en el descanso. Quizás, pensaría muchos años después, en su senilidad nos había dado hostias consagradas, tal vez hice la primera comunión un año antes de lo debido, sentada en una manga, pasando el cuerpo de Cristo con gaseosa.

El día de la tormenta un rayo cayó en una de las palmeras que se alzaban largas al frente de la casa grande, y de un tajo la partió, tumbándole todas las hojas. Fue entonces que la madre viejita me abrió la puerta. Pensé en esa tarde, mientras esperaba con mis amigas junto a la columna de la casa. Quería contarles la historia, pero no tenía mucho valor para hablar en esa época. Dentro de la casa, todos los muebles eran de madera oscura, quería decirles, y las habitaciones monacales y sencillas de las monjas quedaban en el segundo piso, y en la mitad del patio, junto a la cocina, crecía un curazao enorme de flores rosadas. Pero no dije nada.

Carolina se movía incomoda, alguien se rio y le dijo que se relajara. No recuerdo de qué hablábamos en esa época, tal vez ellas hablaran de los niños con los que salían a las minitecas, yo aún no conocía a ninguno. De lejos vi que las de once sacaban un termo y se lo pasaban. Una de mis amigas también las miraba, me dijo que seguro era vodka. Que ellas siempre hacían eso. El cielo empezó a llenarse de nubes, y un viento como de antes de la lluvia nos mecía el pelo y los uniformes. Yo jugaba con un gancho de grapadora que tenía pegado del ruedo de la falda, cuando sentí una humedad entre las piernas. Entonces caí en cuenta. Se me había olvidado, hoy me tocaba a mí. Le pregunté al oído a Carolina que dónde tenía los tampones. En el bolsillo del lado de mi morral, me dijo.

***

Corrí hacia los salones de bachillerato, los pasillos estaban vacíos y el eco de mis pasos los inundaba. La puerta del salón de Séptimo B estaba abierta, todas nuestras cosas abandonadas, los pupitres y las sillas torcidos por la salida afanada de antes. Busqué el morral de Carolina y saqué un tampón envuelto en un plástico rosado, como el de los papelitos de la madre María Elena. Entré al baño sin reparar en la cajita de mimbre. Al bajarme los calzones noté una mancha fresca de sangre e intenté limpiarla con un poco de papel higiénico. Me puse el tampón, y tiré el papel ensangrentado en la canasta de la basura, con la intención de que se viera el rojo.

Por la ventana del salón podía ver a lo lejos la casa grande, y a todas las alumnas conmocionadas ante la llegada de la ambulancia. Pero no supe si esta vez la madre viejita saldría viva o muerta en la camilla. Sobre un pupitre vi un paquete de rosquitas que me metí al bolsillo, y salí del salón, sin molestarme en cerrar la puerta. Di dos pasos y luego me detuve. Al fondo del pasillo pude ver a Verónica, su cabeza rapada, sus ojos verdes cerrados, besando a otra chica, que con la mano le agarraba las tetas, con fuerza, por encima de la camisa del colegio. Sentí de nuevo una humedad en el calzón y me quedé ahí, mirando largo rato. UC

*Este cuento hace parte del libro Malas posturas (2018), Fondo Editorial Eafit.