Número 88, julio 2017

Quibdó cosmopolita
Fernando Mora Meléndez

Parque de Los Libertadores en 1910, reproducción tomada del Censo General de la República de Colombia, 1912.

Cuesta creer que la ciudad de Quibdó, que asociamos con la desidia estatal, los incendios, el deterioro, la corrupción o la miseria, haya sido, a comienzos del siglo XX, un puerto con vapores de lujo, aserríos, fábricas de bujías, industria de licores, de bebidas gaseosas, cinco hoteles, alumbrado público, escuelas, colegios, bibliotecas, calles asfaltadas, alamedas, cuerpo de bomberos, imprentas, talleres de fotograbado, cines y bares de lujo.

Parece traído de los cabellos decir que, en los tiempos de la primera guerra mundial, tenía un periódico, el ABC, que circulaba en dos ediciones, matutina y vespertina; aunque también algunos diarios de Europa y Estados Unidos llegaban en los aviones Junker, de Scadta, que acuatizaban en el río Atrato. En los barcos, procedentes de Cartagena, se traía un sinfín de mercancías para los comercios florecientes; en estos se vendían toda clase de finuras importadas, vinos, telas o sombreros canotier. Los archivos de la época muestran que nada del mundo exterior les era ajeno a sus pobladores, ni los objetos materiales ni las ideas, literarias o políticas: el socialismo, las vanguardias artísticas o la arquitectura modernista que alborotaba por los años veinte a las metrópolis europeas.

Varias razones ayudan a explicar el curioso esplendor de un lugar orillero, entre la selva chocoana y las aguas torrentosas de un río. Mientras en el siglo XIX la tagua y el caucho atrajeron a los comerciantes foráneos, a comienzos del XX fueron el oro y el platino. Sobre todo este último, pues luego de la revolución bolchevique, en Rusia, las minas de este metal dejaron de explotarse en los montes Urales. Entonces se supo que había en villorrio perdido en las selvas de Suramérica, donde había platino como agua. Ansiosos por explorar estas vetas, llegaron colonos ingleses, alemanes, putas y aventureros, pero también un número apreciable de ciudadanos siriolibaneses que se afincaron por esos contornos para fundar industrias, comprar metales, vender enseres y abalorios, o montar flotas de navegación entre Quibdó y Cartagena, por el norte; o hacia Condoto, Istmina o Andagoya, el enclave minero, por el sur.

A pesar de que en las primeras décadas del veinte, desde el gobierno de Rafael Reyes, Chocó era considerado solo una intendencia, con el carácter marginal que este título le imponía, en la práctica estaba más conectado con el mundo que Medellín. Desde el siglo XIX ya había imprenta en Quibdó, y se publicaban periódicos como Ecos del Atrato o la revista Chocó.

Mientras la red de carreteras y la del ferrocarril apenas comenzaban en el país, los viajes fluviales eran obligatorios para ingresar desde el Caribe al interior, por el Atrato; o para salir, desde los Llanos Orientales hacia el Atlántico, por el río Orinoco.

Para ilustrar estos contrastes, basta pensar que traer un piano hasta Antioquia implicaba transportarlo por el Magdalena hasta Puerto Berrío, luego en tren hasta el Nare, hacer transbordo en mulas hasta el Nus, y luego retomar los rieles hasta la Villa de la Candelaria. Así, una capital como Medellín era una periferia al lado de Quibdó que tenía el acceso expedito, y albergaba cada vez más gente de toda laya y condición.

Al tiempo que se excavaba la tierra para extraer mineral precioso, la familia Abuchar fundó un ingenio azucarero, el de Sausatá, en el norte de la intendencia, en terrenos que hoy conforman el Parque Nacional de Los Katíos. En la explotación de la caña, se requirió, al comienzo, mano de obra haitiana, luego cubana, además de otros expertos en la zafra.

También desembarcaron carpinteros jamaiquinos llamados chombos, los mismos que habían construido el barrio aledaño a la zona del Canal de Panamá. Sus ciudades de palafitos, con calados que moderaban el calor del trópico, o las normas sanitarias del médico William Gorgas influenciaron tanto la arquitectura chocoana como las medidas para prevenir las enfermedades tropicales, que ya había probado ese salubrista gringo en la región del istmo.

Con la avanzada de progreso fue inevitable el encuentro de los nativos con la música antillana, con las palabras y los relatos afrocaribes, ingleses y siriolibaneses. Eso explica que la música de un sexteto de Urabá nos evoque de repente los sones cubanos, o que en el propio Quibdó se celebraran juegos florales, o circulara plata vieja, libras esterlinas, dólares, y hasta la moneda de aluminio que acuñó la familia Abuchar, dueña del ingenio, para mantener el control de sus ganancias en la población de influencia. A este paso, se amasaron grandes fortunas, se crearon entables de segregación como la zona minera de Condoto e Istmina, pero también, proyectos de una ciudad moderna, como los trazados por el arquitecto catalán Luis Llach.

Llach vino de Europa, se enamoró de Eloísa, una mulata de Quibdó, con ella se casó, sentó sus reales por un tiempo en la ciudad, e inició un proyecto urbanístico que incluyó la construcción de una iglesia gótica en madera, palacios privados, edificios públicos y el diseño en planos de una urbe con todos las trazas ideales de una metrópoli del gran mundo.

En una foto tomada desde un hidroavión, en 1924, se advierte la Ciudad Jardín, que alcanzó a levantar Llach, para la nueva élite, fruto del mestizaje entre los inmigrantes del Medio Oriente, Europa y los nacidos en el Chocó o Cartagena. Por otro lado, aparecen los suburbios de otros recién llegados como obreros, empleados del gobierno y los nativos del Atrato.

A esta nueva élite, distinta a la esclavista del siglo XIX, el profesor Luis Fernando González la denomina mulatocracia, un nombre que intenta designar no solo la mezcla de etnias sino la irrupción de una modernidad que permitió el encuentro de las hablas locales con el pensamiento universal, el auge de algunas industrias, pero también las mejoras en la educación, un ideario de progreso y hasta el reconocimiento de las identidades. En efecto, fue esa clase ilustrada la que recogió los sones negros, rescató la poesía vernácula y validó las expresiones del Atrato.

González no niega que los primeros intendentes eran foráneos, pero varios de ellos traían ideas progresistas. El primer administrador del Chocó fue Enrique Palacios, el papá de Eustaquio Palacios, autor de la novela El alférez real; el secretario era Benjamín Tejada, padre del célebre cronista Luis Tejada. Ellos dos, en compañía de un impresor manizalita, Carlos Orrego, crearon un cenáculo para promover sus ideales literarios. Organizaron en 1908 los juegos florales, unos torneos para premiar a los mejores rapsodas. Con sus versos, publicaron luego una antología cuyos detractores no dudaron en tildar de afrancesada.

Una hija del arquitecto Luis Llach, Eloísa, fue coronada en una ocasión como la reina de los estudiantes. En sus últimos años vivía en San José de Costa Rica. Y cuando el profesor González la visitó, ella todavía anhelaba al Quibdó futurista, en medio de la selva, ese que su padre había ayudado a levantar.

La mujer aún conservaba el álbum con los poemas que le habían dedicado las plumas más calificadas del Chocó. Había fotos suyas, en el furor de su belleza, trepada en una carroza que desfilaba en esa ciudad idílica, cuyos planos utópicos nunca se concretaron. Su madre, Eloísa Castro Torrijos, era de la misma familia de mulatos que luego llegó al poder en Panamá. Entre lágrimas y ensoñaciones describió la ciudad donde había pasado su infancia y parte de su adolescencia. “Era la ciudad más linda del mundo”, le dijo al profesor, “y eso que yo he conocido ciudades hermosas, pero ninguna como Quibdó. Tenía casas como palacios, con jardines de orquídeas y otras flores, con alamedas y templetes”. Uno de aquellos templetes era, por cierto, el que su padre construyó en honor a Cesar Conto, héroe radical y poeta, que la historia en ese tiempo exaltaba. En los años treinta, don Luis Llach, de talante andariego, abandonó la ciudad con su familia para regresar a San José, donde está enterrado. De su obra, en el Barrio Norte, perduran escasos vestigios.

Muchos edificios públicos, como el Colegio Carrasquilla, la Escuela Modelo, la Prefectura, la Alameda Istmina, fueron obras diseñadas por Luis Llach, pero promovidas por la mulatocracia, de la que hacían parte las familias siriolibanesas, como los Meluk, los Uecher, los Rumié o los Abuchar. Estos inmigrantes llegaron hacia 1880 y ganaron espacio en la sociedad, no solo apoyando las obras sino despertando el interés por las culturas del Atrato y manteniendo las mejores relaciones con el poder político y religioso. Su afán de convertir la ciudad en una urbe moderna se evidencia en los anuncios del periódico ABC. En él se pregonan desde automóviles con “choferes cultos y complacencia con los clientes” hasta viajes por el vapor Sautatá, “seguro y rápido, que ha sido dotado recientemente de amplios camarotes y de todo género de comodidades, y cuya capacidad transportadora es de 150 toneladas”. Aun así, desde su llegada, los siriolibaneses sintieron el estigma de la prensa y de la gente del común que los llamaba turcos.

Como parte de esa élite se considera al grupo de familias cartageneras que migraron al Chocó para buscar fortuna en distintos oficios. Uno de los más recordados descendientes fue el escritor Reinaldo Valencia Rey. Su nombre aparece en el cabezote de ABC como propietario del diario, aunque es además, un animador cultural. A juzgar por los textos que publicaba: noticias, crónicas, poemas, se entiende el interés por poner a Quibdó en la onda de la actualidad mundial, tanto de lo que llegaba por el río o el telégrafo, como de las corrientes literarias que estaban en boga. Un lector desprevenido esperaría que en las páginas de la revista Choconía solo se encontrara poesía costumbrista, nunca textos surrealistas al lado de artículos socialistas de María Cano, Víctor Raúl Haya de la Torre, o ensayos etnográficos de Rogelio Velázquez, pionero de la antropología en Colombia, así como de pensadores antioqueños radicados en el Chocó. También la voz de los jóvenes intelectuales negros, como la de Diego Luis Córdoba tiene un lugar allí. Sorprende el barniz contemporáneo de las publicaciones, además de su tolerancia con autores de miradas opuestas sobre los mismos asuntos. Hasta el nombre de la revista, Choconía, ya parece reflejar la rica mezcla étnica y cultural de la región.

Alrededor de estas publicaciones se crearon tertulias famosas como el Ciempiés, liderada por el intelectual siriochocoano Alfonso Meluk, quien también hizo parte del grupo Los Trabajadores. En aquellas cofradías se discutían las novedades literarias y se leían manuscritos. Cuando el sopor de la selva se replegaba, al final de la tarde, concurrían a sitios públicos, al aire libre, a la manera de cualquier dandi parisino. En las estampas aparecen junto a la reja de un jardín urbano, vestidos de lino blanco, o con paños ingleses, algo insólito en el trópico; o caminando descalzos por la Alameda Reyes donde se sembraría un bosque ordenado, sin el caos hostil de la naturaleza.

Al decir de Alfonso Melo, la selva representaba, en ese momento, lo incivilizado, lo incomprendido, mientras que una alameda es una creación tan ordenada y racional como los jardines de Versalles. Desde ese pensamiento modernista se entiende lo de organizar, por ejemplo, la Marcha del Árbol, en 1919, en pleno corazón de la selva.

En sus relatos, los miembros de esta élite mulata relatan sus periplos desde Nueva York a Cartagena, o desde Barranquilla hasta Quibdó. Demasiadas cosas revisten la novedad en su travesía, pero, también cuentan los pormenores de la llegada, el asombro de los ribereños ante la descarga de los productos traídos desde lejanos confines. El cemento, por ejemplo, venía de Bélgica, el arroz de Nueva York. Este último, después de que empezó a cultivarse en los pantanos ribereños, se convertiría, con el tiempo, en la base dietaria del lugar, con una denominación de origen: el arroz clavado.

En la misma tónica futurista del arquitecto Llach aparece la novela Quibdó, de Pedro Sonderéguer, hijo de un ingeniero suizo que había venido con su socio y amigo Ferdinand de Lesseps en el primer viaje exploratorio para la construcción del Canal de Panamá. Aunque Sonderéguer nació en Villanueva, Bolívar, y corre el rumor de que nunca pisó Quibdó, logró concebir una novela urbana, que narra el retorno de un joven, por el Atrato, en un vapor de lujo.

Las descripciones del paisaje, la atmósfera y hasta los diálogos de los personajes, en sus hablas locales, las recreó a partir de las descripciones que le hiciera su amigo Reinaldo Valencia, que antes se mencionó como el hombre de letras y propietario del diario ABC. Cierta o no la noticia de que Sonderéguer nunca estuvo en la capital de la intendencia, se le abona la intrépida aventura de fabular el mundo de la élite inmigrante, un barrio bucólico, el Jardín del Norte, donde hay palacios y casas solariegas, autos de motor y ferrocarril. El relato, escrito y publicado en Buenos Aires, en 1927, es en el fondo una novela de anticipación, aunque realista, que narra ese sueño de transformación que proyectaba la mulatocracia en clave de ensoñación futurista. Así que, más allá de enjuiciar los aciertos literarios de Sonderéguer, su novela, Quibdó, se convierte en una metáfora del anhelo de fundar una urbe cosmopolita a la orilla del Atrato. La idea, como hemos visto, no se aleja para nada de las obras arquitectónicas de Luis Llach en la ciudad, de sus planes urbanísticos o de otra serie de invenciones técnicas e industriales que se instauraron en el Chocó antes que en cualquier otra provincia. No hay que olvidar que su autor era ingeniero como el padre, y detrás de este aparente delirio modernista ya existían de verdad algunos inventos asombrosos como los canales interoceánicos, la telegrafía y otros artilugios, difíciles de pensar en un enclave minero y mercantil como Quibdó.

A propósito, también se evoca en las crónicas el proyecto de Robert White, ingeniero de origen inglés, nacido en Frontino, quien diseñó un sistema de cables aéreos, por encima de la selva, para cruzar de lado a lado el mapa de la intendencia, de un modo similar a como lo hicieran los caldenses de la zona cafetera para acarrear el grano. El trazado y ejecución harían posible en pocos años transportar por el aire el oro y el platino hasta la cuenca del Sinifaná, en Antioquia, y, de vuelta, llevar carbón hacia el Chocó. Proyectos como ese rondaban por las mentes de la época en que Sonderéguer escribió su relato.

Los lectores de la novela Quibdó encontrarán que hay solo algunos negros en su trama, pero los pocos que rondan por esas páginas son gente industriosa que remonta su origen y consigue un lugar en la sociedad, a punta de esfuerzos, educación y algún golpe de suerte. Estos personajes se inspiran en seres reales. Se trata de los primeros negros, hijos de comerciantes, venidos de pueblos como Neguá o Tadó, que logran ser aceptados en esa sociedad. Irrumpen con apellidos como Asprilla, Lozano, Córdoba o Caicedo. Varios de ellos se hicieron célebres, como Camilo Mayo Caicedo, al que un padre acomodado mandó a estudiar a Bogotá, y se convirtió en el primer arquitecto negro de la región.

Otros hijos cultos de chocoanos ricos comenzaron a ascender al poder. Tenían dinero, educación y un ideario político basado en los conceptos raciales de la afrodescendencia. Uno de los más memorables, Diego Luis Córdoba, para obtener votos en la región, apeló a la defensa de un credo negro en defensa de sus paisanos. Durante más de una década representó al Chocó en la Cámara de Representantes. En 1947 consiguió que la antigua intendencia se transformara en departamento. Este hecho, que una mayoría leyó como conquista racial, los hijos de inmigrantes y otras etnias de la mulatocracia lo padecieron hasta el exilio.

Ante la insidia y el acoso, Reinaldo Valencia y otros líderes abandonaron la ciudad. Muchos de los siriolibaneses huyeron a Cartagena. A los nuevos gobernantes les tocó educar mal y a la carrera a un grupo sin demasiados proyectos que buscó deshacer de lapo la memoria de la élite mulata, o su ansia de construir una urbe moderna, acaso diversa, pero que, desde el discurso racialista de Córdoba, simplemente era la ciudad de los blancos.

En 1968, muchos años después de que los mulatos se largaran, cuando ya no había vapores en el río, ni un dandi vestido de lino ni fiestas florales ni alamedas: un incendio redujo a escombros las joyas que aún quedaban del Quibdó cosmopolita, ese que hoy en las fotos no podemos creer, como si se tratara de otra ficción de Pedro Sonderéguer.

En una carta a su amigo Benjamín Arango, que persistía en Quibdó, en labores de tribunal, Gonzalo Arango recordó los consejos que aquel le dio para seducir a los chocoanos con otra clase de incendios, los de la palabra.

“—Oye, bandido, cómo es la cosa en el Chocó, para que te luzcas: primero tienes que hablar bonito del Atrato... de la selva..., de los negros... Diles que son muy inteligentes, qué diablos, eso no te cuesta nada... Luego, le echas un elogio al difunto Diego Luis, que es el ídolo de la negramenta liberal... Ellos le sacaron el corazón antes de enterrarlo y lo metieron en un frasco, o sea, en una urna de cristal... No olvides eso y verás cómo te aplauden... Y para terminar, dedícale una florecita al doctor Mosquera Garcés, para que los godos no se enojen y no digan mañana que eres un ateo y un comunista... Después de los elogios sí puedes decir todas esas carajadas nadaístas que nadie entiende. Pero eso sí, bandido, nada de blasfemar contra Nuestro Señor y los sacerdotes..., ¿me oyes?”. UC

 
Día del Árbol. Cerca de 1919. Informe del Prefecto Apostólico del Chocó, Bogotá, Imprenta Nacional, 1924.
Casa comercial A & Meluk, reproducción tomada de la revista Chocó, 1928.

 

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