CAÍDO DEL ZARZO
3 GRAGEAS 3
Elkin Obregón S.
Para este cronista, el sudao es plato esencial de la bien o mal
llamada cocina paisa. Aunque, ignora uno los motivos, se le
ningunea un poco (no tiene la prestancia del sancocho, ni de
los frisoles con garra, ni siquiera del sobrevalorado mondongo,
receta que ahoga en agua las suculentas promesas de los
callos ibéricos). Hasta en los diccionarios de colombianismos —donde
lo llaman “sudado”, por famélica mojigatería— se le mira por encima del
hombro; uno de ellos se limita a mencionarlo, escuetamente, como “especie
de sancocho”. Gordo error; si acaso, podría intentarse ubicarlo en
la vasta familia de los estofados, que bien puede presidir el internacional
goulash, de origen tal vez húngaro, o quizás el añorado strogonoff, durante
un tiempo presente en los menús de nuestros restaurantes. En muy
pocos de ellos sobrevive el sudao, y, aun así, no siempre a la altura de su
entrañable sabor casero. Aunque hay otras opciones de carne (muchacho,
morrillo, lengua), el más auténtico es tal vez el de posta; posta negra,
preparada con rallado de panela. Todavía puedes hallarlo, y no muy
lejos de aquí, en algún parador de carretera, de esos tercamente fieles a
los sabores de la tierra. Alguien me sopla al oído que hoy mismo está en
la carta de un restaurante de El Poblado, disfrazado con otro nombre. Te
tendré al tanto, lector, aunque desconfío; porque, según me cuentan, se
trata de un establecimiento de muchos tenedores. Mucho para un sudao.
***
Dos libros recientes me ponen de nuevo en la mira al nadaísmo, ese
fenómeno elusivo que no debería importarme y sin embargo nunca me
deja del todo de su mano. A veces creo entender lo que fue aquello, que
vi tan de cerca y tan de lejos, a veces pienso que se me escapa su significado,
si alguno tuvo. Pero sí, debió tenerlo, y la prueba es que aún anda
por ahí, aún aletea, sin querer explicarnos, coqueto, quién es, quién fue.
El primero de esos libros (los dos bellamente editados por Eafit), es
Cabos sueltos, justamente de Eduardo Escobar, el penúltimo supérstite
antioqueño de esa cofradía. Escobar era el más joven del grupo, y llegó
a ser el más cercano al mayor, Gonzalo Arango. Arango y Escobar fueron
amigos entrañables. Es decir, lo son, porque, citando al benjamín,
“la amistad no se acaba con la pantomima muerte”. Más adelante, Escobar
parece contradecirse (licencia de poetas): “…Gonzalo Arango ya había
muerto por desgracia. Y el nadaísmo se había acabado hace rato”. Ni
lo uno ni lo otro; por ahí andan los dos, en olor de santidad. Algo tendrá
el agua cuando la bendicen.
***
El otro libro se me queda (o casi), en el tintero. Su nombre, Los poemas
de la ofensa: el primer libro del poeta. Y es una larga entrevista o
diálogo de Robinson Quintero Ossa con Jaime Jaramillo Escobar. Quintero
elije bien sus preguntas, todas ellas inteligentes, todas ellas pensadas
para darle justo lucimiento a Equis, quien no se hace de rogar. Bello
libro que invita de una vez a la relectura; fue lo que hizo este lector, y se
detuvo al fin en Mamá negra. Todavía está ahí.