La granja de los animales
Pablo R. Arango & Nathalie Muñoz. Fotografías: Juan Fernando Ospina
El marrano
Fijémonos por un segundo en
las gallinas: gordas, emplumadas
de mala manera como
un travesti que fue hermoso
por la noche pero del que
solo queda la versión de plumas mojadas
del amanecer y la resaca; con los ojos a
los lados de la cara como los monstruos
frankensteinianos del mejor cine de terror
malo; omnívoras, torpes, sin memoria
y viviendo en la ignorancia casi
absoluta. Si ustedes, amable lectora, desocupado
lector, han pensado también
que el gran Dios le dio a la gallina un destino
duro y ridículo, les pedimos que se
detengan por un momento con nosotros
a contemplar el caso del marrano.
Hace once o diez mil años los humanos
comenzamos a secuestrar jabalíes
de la selva para acostumbrarlos al ambiente
natural humano, es decir, la cárcel
o, en este caso, cochera. Al parecer,
la captura y encierro no fueron tan difíciles
como puede uno pensar, ya que el
jabalí es muy manso por fuera del período
de celo. Pero había otras ventajas
en el jabalí: el período de gestación
es de apenas cuatro meses, y la camada
va desde diez hasta treinta crías. Como
si fuera poco, así como los humanos, se
pueden alimentar de la basura humana
(en la selva comían raíces, forrajes, bellotas).
Así que, una vez encerrados, se
reprodujeron y los humanos los tratamos
humanamente: los mutilamos, los
amarramos, los matamos y luego los comimos.
Además de romperles la nariz
para meterles en el orificio así creado
un grueso anillo semicircular de metal
—para reducirles el poder de horadar
el suelo con su hocico—, los castramos
y les quitamos los colmillos. Durante
miles de años se repite el procedimiento
y, entre las muchas variaciones que
surgen, aparecen unos jabalíes lejanamente
jabaliescos: gordos, fofos, rosados,
con menos pelo y sin colmillos. He
ahí el marrano.
Este proceso de especiación por el
efecto de los humanos es conocido y
hay varios casos. Como el jabalí y los
marranos, por ejemplo, están el lobo y
los perros. La castración, en todos estos
casos, busca aplacar el instinto sexual
y, en consecuencia, volver a los animales
más mansos. Pero en el caso del marrano,
¡ay¡, mucho nos lo tememos, hay
una motivación más profunda. Para explicarla,
nos permitiremos un breve rodeo
lexicográfico.
Consideremos la palabra “verraco”.
Según el Diccionario de la RAE (en el
que no aparece la variante con ‘b’, que
es reciente y busca aislar el significado
paisa) la palabra significa:
“Del lat. verres.
1. m. Cerdo padre.
2. m. y f. coloq. Cuba. Persona desaseada.
3. m. y f. coloq. Cuba. Persona despreciable
por su mala conducta.
4. m. y f. coloq. Cuba. Persona tonta,
que puede ser engañada con facilidad”.
Como se ve, todas las acepciones son cubanas y, por eso, no aparece el sentido colombiano, paisa de la palabra, que es exactamente el contrario del cubano. En nuestro caso la palabra tiene solo una levísima connotación negativa, porque todas las demás —e incluso esa, que está ahí únicamente para resaltar las otras connotaciones por el contraste— están cubiertas por la admiración: un verraco (o verraca) es un individuo que pasa por encima de los demás, que se sobrepone a todos los obstáculos sin consideración por las reglas o la comunidad; es una persona para la que la más alta excelencia es la efectividad, y los peores crímenes son el fracaso y la pobreza. En el caso de los hombres, esto incluye una promiscuidad sexual, heterosexual, indiscriminada (con su correspondiente homosexualismo reprimido). Y aquí tenemos otra vez al marrano.
Porque el semental del marrano, el
verraco, cuyo nombre es el sentido originario
y universal de la palabra en
español, es en cierto sentido un privilegiado,
al menos desde la visión paisa,
campesina, machista, montañera,
melodramática, exagerada de la vida
(que, desafortunada y afortunadamente,
es la nuestra, como habrán notado).
Porque su único destino es comer aguamasa
y montar hembras, las cuales le
son traídas por razones desconocidas
para él (lo que aumenta su felicidad, ya
que debe de pensar, con lágrimas en los
ojos: “¡Dios mío!, esta es una vida que
no merezco”). El apareamiento puede
durar seis minutos, durante los cuales
el verraco eyacula trescientos centímetros
cúbicos de semen (para hacerse
una idea, el hombre más generoso a
este respecto solo podría alcanzar, si
es un fenómeno, cinco centímetros cúbicos).
Alguien podría objetar que, de
todos modos, cuando se reduce su capacidad
reproductiva, el cerdo está destinado
para la muerte. Puede ser, pero
nos preguntamos, ¿y nosotros? Un niño
que conocimos se encariñó con un marrano
y le puso nombre: Juan. Era su
compañero de juegos y el de sus amigos:
se divertían mucho todos juntos
en el pantano. Pero una mañana, un 31
de diciembre, llegó el papá del niño por
Juan —que ya era un monstruo enorme
(hasta el punto que el niño lo cabalgaba)—
para llevárselo a darle la muerte.
Luego de las pataletas del niño y del
marrano, el niño, agarrado por su hermano
mayor, les gritaba lo siguiente a
su papá y sus tíos mientras ellos subían
a un Juan amarrado y aterrado a una
camioneta: “¡Ustedes también se van a
morir, hijueputas!”.
El filósofo inglés John Stuart Mill
dijo en uno de sus libros más famosos
que es mejor ser un humano insatisfecho
que un marrano satisfecho. “Es mejor
ser Sócrates insatisfecho que un cerdo
satisfecho”, fue el cliché al que dio lugar
la desafortunada comparación de Mill.
Porque, por supuesto, él no lo dijo en el
sentido obvio de que incluso al más satisfecho
de los marranos le espera el seguro
destino de ser servido a nuestra
mesa, no. Semejante barbaridad no habría
sido aceptada por uno de los más
grandes filósofos morales de occidente.
La preocupación de Mill era otra. Él había
llegado a la ardua conclusión de que
el placer es lo mejor que puede haber
para un humano. Pero eso parece implicar
que el cerdo y el borracho son los
modelos de la excelencia humana (tal
como parecemos pensar todos, a juzgar
por nuestros gustos). Entonces Mill argumentó
que no cualquier placer era la
meta de los seres racionales. La verdadera
finalidad de las mujeres y los hombres
es cultivar el espíritu y buscar los placeres
intelectuales. Por eso, concluyó, es
mejor ser un sabio miserable, insatisfecho
y suicida, que un marrano cojudo recién
follado y con la barriga llena.
Pero hay al menos dos problemas con
este planteamiento. El primero es que,
por lo que muestra la historia de nuestra
especie, puestos a elegir, en general
preferimos ser el marrano satisfecho. El
segundo es que, si tuviéramos que convencer
al marrano de que se convierta
en un filósofo humano, los gestos cuasi
humanos de placer porcino que exhibe
durante los seis minutos constituyen un
argumento difícil de rebatir.
El filósofo manizaleño Manuel Fernando
‘el Flaco’ Jiménez escribió en
uno de sus muchos profundos tratados
que el hombre europeo blanco se había
preguntado desde siempre si las mujeres
tenemos alma, si los indios tenemos
alma, si los negros tenemos alma, y si
los animales tenemos alma. Y apunta
penetrantemente el Flaco: por la forma
en que se han comportado, la pregunta
obvia es si esos malparidos europeos
blancos tienen alma.
Un representante de esa raza de desalmados,
Cristóbal Colón, trajo los marranos
a América por primera vez en su
segundo viaje equivocado a las Indias, en
1493, y los desembarcó en Puerto Rico.
Desde entonces se regaron como cerdos
por el recién inventado continente americano.
A Estados Unidos los llevó otro
demente, quizá tan delirante y codicioso
como Colón: el terrible conquistador español
Hernando de Soto, la ira de Dios,
quien en 1539 inició una expedición en
la que atravesó diez estados de los Estados
Unidos anticipándose por décadas a
los expedicionarios ingleses —y por siglos
a los gringos—, es decir, masacrando
indios sin ninguna compasión, para
morir a orillas del impasible Misisipi en
1542, a los 42 años de edad, enfermo y
envejecido y probablemente con el único
remordimiento de no haber podido
matar y robar a más gente. Pero Colón y
de Soto no solo bajaron una especie animal
cuando asentaron los primeros marranos
en territorio americano. También
bajaron uno de los cargamentos más fértiles
y duraderos de metáforas.
Un cerdo puede ser, al mismo tiempo
o por separado, un canalla, un rufián,
un mujeriego, un virtuoso en algo
(“¡Es un cerdo para jugar billar!”, decimos
de un buen billarista, etc.), un depravado
moral, un criminal, un sujeto
despreciable ante quien la única reacción
cognitiva y emocionalmente apropiada
es el asco.
¿Por qué carga el marrano con este
sino inicuo? Por la misma razón que lo
hacen la gallina y todos los animales a
los que nos comemos. Porque toda victoria
real requiere una victoria metafórica.
Por eso todavía hoy la palabra
esclavo se usa para señalar un vicio, una
falla del carácter, cuando en realidad un
esclavo es alguien a quien otro secuestró
y mantiene preso. Y así vamos, mulas
contra el ventarrón, permanentemente
arrastradas hacia el pasado.
Los platos
El chicharrón
Una prueba de que todo progreso
trae pérdidas es el destino de la sonora
palabra chicharrón. El gesto obligado
de la boca para pronunciar la última
sílaba: “rrón”, ese rollo, ese túnel que
formamos para la ternura, para el gesto
que precede al beso cariñoso. Las dos
primeras sílabas: “chi-cha”, un comienzo
que preludia la ternura del final, que
solo usamos cuando nos dirigimos a los
bebés (“chi-chi-chi”) o cuando nos infantilizamos
a propósito para deleitar
de ridículo a quien amamos; todo eso
felizmente hace que olvidemos que la
definición es: “La piel del cerdo frita”. O
al menos esa era la definición para los
viejos, porque ahora los muchachos lo
saben todo y, si no lo saben, creen que
lo saben porque podrían verlo en un teléfono
de bolsillo. Pero la arrogancia
del que cree que sabe arruina la sorpresa.
Por ejemplo, cuando uno de nosotras
dos, el viejo, leyó en un menú de un
restaurante en Buenaventura que había
chicharrón de alguna variedad de
pez, se sumió en una honda y perturbada
meditación imaginando las costumbres
y vida de esos marranos marinos.
De no haber sido por esa ignorancia, no
habría padecido y disfrutado esa rara
perplejidad. Esa clase de asombro, en
cambio, les está prohibida a los millenials,
quienes saben que hay chicharrones
de cada ser que tenga piel, y más.
Pero en Caldas la palabra todavía se
usa exclusivamente para ese crujiente
y jugoso resultado de la piel de cerdo
cuando la arrojamos a una sartén
caliente con un poco de agua (la grasa
del cerdo se basta sola para freír al cerdo.
Dice un chiste común que hacen los
médicos caldenses a sus amigos gordos:
“Yo le hago la liposucción, y no se preocupe
por la plata que con la manteca
me pago y gano”). Y luego lo servimos
con fríjoles, arroz, arepa, y en decenas
de combinaciones con vegetales y otras
carnes. Hasta que se taponen nuestras
arterias y el gran y buen Dios se acuerde
de nosotros y nos lleve a descansar
junto a los marranos que nos nutrieron.
Solo nos resta, en nuestra condición
de devotos caldenses adoptivos, elevar
el siguiente ruego: recuerda por favor,
¡oh!, carnicero, regalarle una muerte
rápida y fácil al marrano.
La bandeja paisa
Este plato es la obra que mejor representa
eso que llaman “lo paisa”:
el exceso (además de chorizo y carne
de res molida, están el huevo frito,
el chicharrón, los fríjoles con hogao),
la redundancia (fíjense en el paréntesis
anterior y a eso súmenle las harinas:
arroz blanco, plátano maduro,
papa; y la grasa), la expresión exagerada
de un amor que es tan sobreprotector
e ineludible como destructivo. Dado
que los paisas solo lo hacemos bien callando,
cuando expresamos nuestras
emociones e ideas explotamos en una
barahúnda incoherente, incomprensible
incluso para nosotros mismos, pero
a veces bella. Ahí está, por ejemplo, la
obra de Fernando Vallejo, que nos mostró
la gran literatura que hay en la cantaleta
típica de una matrona paisa: una
queja constante por el estado general
de las cosas y el particular de nuestras
casas y familias, acompañada de agradecimientos
y alabanzas a Dios nuestro
señor que nos regaló esta puta vida de
mierda con estos malparidos hijos que
no dan sino guerra pero que son lo mejor
de la existencia porque son un regalo
de mi Dios vida hijueputa…
Porque el amor de una madre puede
ser mortal. ¿No conocen ustedes, acaso,
a esos pobres afortunados hombres
de cuarenta, cincuenta, sesenta años de edad que aún viven con sus madres, que nunca pudieron
acercarse siquiera a otra mujer, con el ego
engordado y anulados casi por completo por el cariño
permanente, la ternura, el amor, las carantoñas,
los dulces, los desayunos, los almuerzos, las meriendas,
las bandejas paisas preparadas y servidas
con sevicia, día a día, por sus madres? Pero, ¿quién
no quiere ese amor? ¿No conocen, acaso, al otro
hijo, al juicioso, al que los mantiene a los dos —a la
madre y al hijo discapacitado de amor—; no conocen
acaso ustedes, amables lectoras, desocupados
lectores, a ese otro hijo que lo hizo todo bien y que
mira, perplejo y humillado, cómo su madre prefiere
y defiende al hijo calavera, el vago, el buena vida,
el parásito, el goterero? ¿No parece por momentos
que este otro hijo, el hombre decente, daría todo lo
que tiene por recibir el amor que le sobra al haragán?
¿No parece acaso que el hombre de bien, por
momentos, quisiera ser el inútil amado?
A todas estas, ¿dónde están las mujeres, las hijas?
La respuesta requiere especular un poco. En
pocas palabras, se trata de que el mecanismo por
el que el machismo se perpetúa son las mujeres: las
madres educan a sus hijas e hijos en una diferencia
esencial entre hombres y mujeres. Las mujeres deben
servir y callar, los hombres mandar y proveer.
Las mujeres deben ser sumisas y discretas, el hombre
debe mandar y hacerse oír. Todas las niñas y
muchachas paisas han padecido esta distinción, algunas
de formas más dolorosas que otras. Si nuestras
lectoras no están de acuerdo, nos disculpamos,
ya que este tratado pretende ser una contribución
al mito, no a la historia. Así que la escena anterior,
la de los hijos varones que luchan en vano por el
amor de la madre (en vano porque es un amor arbitrario,
que no depende del mérito ni de nada que
parezca sensato); esa escena debe ser completada
con la mirada perpleja, entre resentida y resignada,
de una hija que lo ve todo desde lejos y que envidia
la clase de amor que recibe incluso el hijo bien vestido,
el decente, el que trabaja y se siente desvalido
porque su mamá no lo ama como al otro.
Hipótesis sobre el origen
Los colonizadores de Caldas eran antioqueños
que vinieron a buscar tierra y, por tanto, un destino.
Este pasado define nuestras relaciones con Antioquia:
la odiamos y la amamos como se hace con
una madre indolente.
Una de las razones por las que la gente no acaba
de convencerse de que la cocina es un arte es que se
trata de un arte con un estatuto especial. Modernamente
asociamos la idea de obra de arte con la idea de
autor, de artista, de individuo genial que, solo e incluso
contra todos, nos regala la belleza. Pero la comida,
que tiene tanto de creación como de descubrimiento,
es una obra colectiva. Las cosas fundamentales de la
vida humana lo son: el humor, la religión, las posiciones
para tener sexo (no conmemoramos el aniversario
de la muerte de quien inventó la miné o la posición
del misionero, porque somos todos y ninguno), las armas,
los gestos del amor, la comida. Nunca un buen
plato es el resultado de la actividad aislada de un individuo.
Cuando la idea es muy mala, probablemente
sea obra del individuo, no de la especie. Nosotros iríamos
más lejos y diríamos que incluso las grandes pinturas
o las grandes novelas son creaciones colectivas
o, al menos, cooperativas. Pero esto no es un insulso
libro de profundidades, sino un suculento libro de cocina,
así que continuemos.
Dado que la bandeja paisa es la obra más importante
de la cultura paisa, existe un debate sobre su
origen. Un debate imposible puesto que la evidencia
que podría resolverlo se hunde en el comienzo de los
tiempos (nos referimos, por supuesto, al comienzo
de Antioquia nada más, pero como somos paisas, mitificamos
y exageramos todo el tiempo. Perdón por
eso y con mucho gusto, querida lectora, amable lector).
Por eso referiremos aquí a dos de las principales
teorías que circulan entre los científicos como nosotros
(i.e., antropólogos homeópatas) acerca del Big
Bang: la creación, o el descubrimiento o, mejor, el
surgimiento de la bandeja paisa.
La hipótesis del arriero
En el principio fue el viaje. El viaje largo, lento,
con una enorme recua de mulas cargadas, no muchos
hombres, viendo todos los tonos del espectro
de verde que el ojo humano puede ver: en cafetales,
guamales, guaduales, potreros; de vez en cuando
una mujer, una forma humana, un campesino,
un perro hambriento. En algún momento una mula
resbala y varias se despeñan. Pierden carga y comida.
Y luego llega el hambre. Y la paz se acaba. Aceleran
el paso en un silencio ansioso hasta que ven una
luz. Es una casa y, cuando llegan, empiezan a sentir
que algo parecido a lo que se revuelve en su interior
debe empujar a un tigrillo que no tiene problema y
está bien escondido y caliente, algo parecido a lo que
sienten ellos ahora lleva al pobre animal a exponerse,
a pararse e ir a matar o morir. Los atienden varias
mujeres jóvenes, y saben que cuando hayan saciado
el hambre ellas serán entonces el objeto de su lubricidad.
Pero, como dijo san Agustín, todavía no.
Se saludan y cuando preguntan por comida las muchachas
les dicen que están de buenas, que tienen
servicio de restaurante porque por ahí pasa mucho
arriero. Preguntan entonces qué tienen, y las muchachas
contestan que hay principio de fríjol o garbanzo
(somos un pueblo de principios), arroz, carne
asada o carne molida y ensalada con jugo de tomate
de árbol. La mayoría dice que está bien pero que,
por favor, no importa el precio, les sirva en un plato
doble el arroz con mucho fríjol, la carne molida, dos
huevos fritos, un chicharrón frito, grande, un chorizo,
tajadas de papa y de maduro, sin la ensalada, y si
tienen de pronto por ahí medio aguacate.
El resto es fácil de imaginar: dado que somos
animales de la misma especie, más y más hombres
pasan por esa y por otras posadas y hacen pedidos
similares y disfrutan luego con la misma intensidad
ese lujurioso bombardeo a sus sistemas cardiovasculares
que hoy llamamos bandeja paisa.
La hipótesis del error
Hay una palabra importada del inglés que nombra
ese momento maravilloso y ridículo en el que
se produce un gran descubrimiento o invención,
pero por error: serendipia. Muchas cosas importantes,
quizá la mayoría, han surgido por serendipia:
alguien iba en busca de algo y falló, pero el fracaso
fue un éxito porque encontró algo mucho mejor,
algo impensado. O alguien tomó una herramienta
y la usó para otra cosa, como el que primero usó
un garrote como palanca para empujar una piedra
y no para partir una cabeza. Así surgieron la penicilina,
la poesía, la hipótesis del Big Bang (la otra,
la que explica el origen del universo).
La bandeja paisa pudo haber surgido de este
modo. En alguna recepción en la que les pidieron
a unas cocineras preparar platos típicos de la región,
unos visitantes extranjeros traídos por unos
políticos vieron las mesas con los platos de fríjoles,
chicharrones, huevos fritos, arroz blanco, plátano
maduro, chorizos, chicharrones, etc., y la lujuria
les pudo, y no se dejaron servir de las campesinas
sino que se abalanzaron sobre los platos, asumiendo
que era un bufet, y descubrieron simultáneamente
el bufet colombiano y la bandeja paisa.