Número 88, julio 2017

El próximo octubre la editorial Pispirispis de Manizales, en compañía del cocinero Jorge Mario Gómez Londoño, publicará un libro sobre la cocina caldense tradicional y contemporánea. Aquí va esta degustación de ese sancocho de literatura, cantaleta, metafísica, zoología, oración e ironía.

La granja de los animales
Pablo R. Arango & Nathalie Muñoz. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina

El marrano

Fijémonos por un segundo en las gallinas: gordas, emplumadas de mala manera como un travesti que fue hermoso por la noche pero del que solo queda la versión de plumas mojadas del amanecer y la resaca; con los ojos a los lados de la cara como los monstruos frankensteinianos del mejor cine de terror malo; omnívoras, torpes, sin memoria y viviendo en la ignorancia casi absoluta. Si ustedes, amable lectora, desocupado lector, han pensado también que el gran Dios le dio a la gallina un destino duro y ridículo, les pedimos que se detengan por un momento con nosotros a contemplar el caso del marrano.

Hace once o diez mil años los humanos comenzamos a secuestrar jabalíes de la selva para acostumbrarlos al ambiente natural humano, es decir, la cárcel o, en este caso, cochera. Al parecer, la captura y encierro no fueron tan difíciles como puede uno pensar, ya que el jabalí es muy manso por fuera del período de celo. Pero había otras ventajas en el jabalí: el período de gestación es de apenas cuatro meses, y la camada va desde diez hasta treinta crías. Como si fuera poco, así como los humanos, se pueden alimentar de la basura humana (en la selva comían raíces, forrajes, bellotas). Así que, una vez encerrados, se reprodujeron y los humanos los tratamos humanamente: los mutilamos, los amarramos, los matamos y luego los comimos. Además de romperles la nariz para meterles en el orificio así creado un grueso anillo semicircular de metal —para reducirles el poder de horadar el suelo con su hocico—, los castramos y les quitamos los colmillos. Durante miles de años se repite el procedimiento y, entre las muchas variaciones que surgen, aparecen unos jabalíes lejanamente jabaliescos: gordos, fofos, rosados, con menos pelo y sin colmillos. He ahí el marrano.

Este proceso de especiación por el efecto de los humanos es conocido y hay varios casos. Como el jabalí y los marranos, por ejemplo, están el lobo y los perros. La castración, en todos estos casos, busca aplacar el instinto sexual y, en consecuencia, volver a los animales más mansos. Pero en el caso del marrano, ¡ay¡, mucho nos lo tememos, hay una motivación más profunda. Para explicarla, nos permitiremos un breve rodeo lexicográfico.

Consideremos la palabra “verraco”. Según el Diccionario de la RAE (en el que no aparece la variante con ‘b’, que es reciente y busca aislar el significado paisa) la palabra significa:
“Del lat. verres.
1. m. Cerdo padre.
2. m. y f. coloq. Cuba. Persona desaseada.
3. m. y f. coloq. Cuba. Persona despreciable por su mala conducta.
4. m. y f. coloq. Cuba. Persona tonta, que puede ser engañada con facilidad”.

Como se ve, todas las acepciones son cubanas y, por eso, no aparece el sentido colombiano, paisa de la palabra, que es exactamente el contrario del cubano. En nuestro caso la palabra tiene solo una levísima connotación negativa, porque todas las demás —e incluso esa, que está ahí únicamente para resaltar las otras connotaciones por el contraste— están cubiertas por la admiración: un verraco (o verraca) es un individuo que pasa por encima de los demás, que se sobrepone a todos los obstáculos sin consideración por las reglas o la comunidad; es una persona para la que la más alta excelencia es la efectividad, y los peores crímenes son el fracaso y la pobreza. En el caso de los hombres, esto incluye una promiscuidad sexual, heterosexual, indiscriminada (con su correspondiente homosexualismo reprimido). Y aquí tenemos otra vez al marrano.

Porque el semental del marrano, el verraco, cuyo nombre es el sentido originario y universal de la palabra en español, es en cierto sentido un privilegiado, al menos desde la visión paisa, campesina, machista, montañera, melodramática, exagerada de la vida (que, desafortunada y afortunadamente, es la nuestra, como habrán notado). Porque su único destino es comer aguamasa y montar hembras, las cuales le son traídas por razones desconocidas para él (lo que aumenta su felicidad, ya que debe de pensar, con lágrimas en los ojos: “¡Dios mío!, esta es una vida que no merezco”). El apareamiento puede durar seis minutos, durante los cuales el verraco eyacula trescientos centímetros cúbicos de semen (para hacerse una idea, el hombre más generoso a este respecto solo podría alcanzar, si es un fenómeno, cinco centímetros cúbicos). Alguien podría objetar que, de todos modos, cuando se reduce su capacidad reproductiva, el cerdo está destinado para la muerte. Puede ser, pero nos preguntamos, ¿y nosotros? Un niño que conocimos se encariñó con un marrano y le puso nombre: Juan. Era su compañero de juegos y el de sus amigos: se divertían mucho todos juntos en el pantano. Pero una mañana, un 31 de diciembre, llegó el papá del niño por Juan —que ya era un monstruo enorme (hasta el punto que el niño lo cabalgaba)— para llevárselo a darle la muerte. Luego de las pataletas del niño y del marrano, el niño, agarrado por su hermano mayor, les gritaba lo siguiente a su papá y sus tíos mientras ellos subían a un Juan amarrado y aterrado a una camioneta: “¡Ustedes también se van a morir, hijueputas!”.

El filósofo inglés John Stuart Mill dijo en uno de sus libros más famosos que es mejor ser un humano insatisfecho que un marrano satisfecho. “Es mejor ser Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”, fue el cliché al que dio lugar la desafortunada comparación de Mill. Porque, por supuesto, él no lo dijo en el sentido obvio de que incluso al más satisfecho de los marranos le espera el seguro destino de ser servido a nuestra mesa, no. Semejante barbaridad no habría sido aceptada por uno de los más grandes filósofos morales de occidente. La preocupación de Mill era otra. Él había llegado a la ardua conclusión de que el placer es lo mejor que puede haber para un humano. Pero eso parece implicar que el cerdo y el borracho son los modelos de la excelencia humana (tal como parecemos pensar todos, a juzgar por nuestros gustos). Entonces Mill argumentó que no cualquier placer era la meta de los seres racionales. La verdadera finalidad de las mujeres y los hombres es cultivar el espíritu y buscar los placeres intelectuales. Por eso, concluyó, es mejor ser un sabio miserable, insatisfecho y suicida, que un marrano cojudo recién follado y con la barriga llena.

Pero hay al menos dos problemas con este planteamiento. El primero es que, por lo que muestra la historia de nuestra especie, puestos a elegir, en general preferimos ser el marrano satisfecho. El segundo es que, si tuviéramos que convencer al marrano de que se convierta en un filósofo humano, los gestos cuasi humanos de placer porcino que exhibe durante los seis minutos constituyen un argumento difícil de rebatir.

El filósofo manizaleño Manuel Fernando ‘el Flaco’ Jiménez escribió en uno de sus muchos profundos tratados que el hombre europeo blanco se había preguntado desde siempre si las mujeres tenemos alma, si los indios tenemos alma, si los negros tenemos alma, y si los animales tenemos alma. Y apunta penetrantemente el Flaco: por la forma en que se han comportado, la pregunta obvia es si esos malparidos europeos blancos tienen alma.

Un representante de esa raza de desalmados, Cristóbal Colón, trajo los marranos a América por primera vez en su segundo viaje equivocado a las Indias, en 1493, y los desembarcó en Puerto Rico. Desde entonces se regaron como cerdos por el recién inventado continente americano. A Estados Unidos los llevó otro demente, quizá tan delirante y codicioso como Colón: el terrible conquistador español Hernando de Soto, la ira de Dios, quien en 1539 inició una expedición en la que atravesó diez estados de los Estados Unidos anticipándose por décadas a los expedicionarios ingleses —y por siglos a los gringos—, es decir, masacrando indios sin ninguna compasión, para morir a orillas del impasible Misisipi en 1542, a los 42 años de edad, enfermo y envejecido y probablemente con el único remordimiento de no haber podido matar y robar a más gente. Pero Colón y de Soto no solo bajaron una especie animal cuando asentaron los primeros marranos en territorio americano. También bajaron uno de los cargamentos más fértiles y duraderos de metáforas.

Un cerdo puede ser, al mismo tiempo o por separado, un canalla, un rufián, un mujeriego, un virtuoso en algo (“¡Es un cerdo para jugar billar!”, decimos de un buen billarista, etc.), un depravado moral, un criminal, un sujeto despreciable ante quien la única reacción cognitiva y emocionalmente apropiada es el asco.

¿Por qué carga el marrano con este sino inicuo? Por la misma razón que lo hacen la gallina y todos los animales a los que nos comemos. Porque toda victoria real requiere una victoria metafórica. Por eso todavía hoy la palabra esclavo se usa para señalar un vicio, una falla del carácter, cuando en realidad un esclavo es alguien a quien otro secuestró y mantiene preso. Y así vamos, mulas contra el ventarrón, permanentemente arrastradas hacia el pasado.

Los platos

Fotografías: Juan Fernando Ospina

El chicharrón

Una prueba de que todo progreso trae pérdidas es el destino de la sonora palabra chicharrón. El gesto obligado de la boca para pronunciar la última sílaba: “rrón”, ese rollo, ese túnel que formamos para la ternura, para el gesto que precede al beso cariñoso. Las dos primeras sílabas: “chi-cha”, un comienzo que preludia la ternura del final, que solo usamos cuando nos dirigimos a los bebés (“chi-chi-chi”) o cuando nos infantilizamos a propósito para deleitar de ridículo a quien amamos; todo eso felizmente hace que olvidemos que la definición es: “La piel del cerdo frita”. O al menos esa era la definición para los viejos, porque ahora los muchachos lo saben todo y, si no lo saben, creen que lo saben porque podrían verlo en un teléfono de bolsillo. Pero la arrogancia del que cree que sabe arruina la sorpresa. Por ejemplo, cuando uno de nosotras dos, el viejo, leyó en un menú de un restaurante en Buenaventura que había chicharrón de alguna variedad de pez, se sumió en una honda y perturbada meditación imaginando las costumbres y vida de esos marranos marinos. De no haber sido por esa ignorancia, no habría padecido y disfrutado esa rara perplejidad. Esa clase de asombro, en cambio, les está prohibida a los millenials, quienes saben que hay chicharrones de cada ser que tenga piel, y más. Pero en Caldas la palabra todavía se usa exclusivamente para ese crujiente y jugoso resultado de la piel de cerdo cuando la arrojamos a una sartén caliente con un poco de agua (la grasa del cerdo se basta sola para freír al cerdo. Dice un chiste común que hacen los médicos caldenses a sus amigos gordos: “Yo le hago la liposucción, y no se preocupe por la plata que con la manteca me pago y gano”). Y luego lo servimos con fríjoles, arroz, arepa, y en decenas de combinaciones con vegetales y otras carnes. Hasta que se taponen nuestras arterias y el gran y buen Dios se acuerde de nosotros y nos lleve a descansar junto a los marranos que nos nutrieron.

Solo nos resta, en nuestra condición de devotos caldenses adoptivos, elevar el siguiente ruego: recuerda por favor, ¡oh!, carnicero, regalarle una muerte rápida y fácil al marrano.

La bandeja paisa

Este plato es la obra que mejor representa eso que llaman “lo paisa”: el exceso (además de chorizo y carne de res molida, están el huevo frito, el chicharrón, los fríjoles con hogao), la redundancia (fíjense en el paréntesis anterior y a eso súmenle las harinas: arroz blanco, plátano maduro, papa; y la grasa), la expresión exagerada de un amor que es tan sobreprotector e ineludible como destructivo. Dado que los paisas solo lo hacemos bien callando, cuando expresamos nuestras emociones e ideas explotamos en una barahúnda incoherente, incomprensible incluso para nosotros mismos, pero a veces bella. Ahí está, por ejemplo, la obra de Fernando Vallejo, que nos mostró la gran literatura que hay en la cantaleta típica de una matrona paisa: una queja constante por el estado general de las cosas y el particular de nuestras casas y familias, acompañada de agradecimientos y alabanzas a Dios nuestro señor que nos regaló esta puta vida de mierda con estos malparidos hijos que no dan sino guerra pero que son lo mejor de la existencia porque son un regalo de mi Dios vida hijueputa…

Porque el amor de una madre puede ser mortal. ¿No conocen ustedes, acaso, a esos pobres afortunados hombres de cuarenta, cincuenta, sesenta años de edad que aún viven con sus madres, que nunca pudieron acercarse siquiera a otra mujer, con el ego engordado y anulados casi por completo por el cariño permanente, la ternura, el amor, las carantoñas, los dulces, los desayunos, los almuerzos, las meriendas, las bandejas paisas preparadas y servidas con sevicia, día a día, por sus madres? Pero, ¿quién no quiere ese amor? ¿No conocen, acaso, al otro hijo, al juicioso, al que los mantiene a los dos —a la madre y al hijo discapacitado de amor—; no conocen acaso ustedes, amables lectoras, desocupados lectores, a ese otro hijo que lo hizo todo bien y que mira, perplejo y humillado, cómo su madre prefiere y defiende al hijo calavera, el vago, el buena vida, el parásito, el goterero? ¿No parece por momentos que este otro hijo, el hombre decente, daría todo lo que tiene por recibir el amor que le sobra al haragán? ¿No parece acaso que el hombre de bien, por momentos, quisiera ser el inútil amado?

A todas estas, ¿dónde están las mujeres, las hijas? La respuesta requiere especular un poco. En pocas palabras, se trata de que el mecanismo por el que el machismo se perpetúa son las mujeres: las madres educan a sus hijas e hijos en una diferencia esencial entre hombres y mujeres. Las mujeres deben servir y callar, los hombres mandar y proveer. Las mujeres deben ser sumisas y discretas, el hombre debe mandar y hacerse oír. Todas las niñas y muchachas paisas han padecido esta distinción, algunas de formas más dolorosas que otras. Si nuestras lectoras no están de acuerdo, nos disculpamos, ya que este tratado pretende ser una contribución al mito, no a la historia. Así que la escena anterior, la de los hijos varones que luchan en vano por el amor de la madre (en vano porque es un amor arbitrario, que no depende del mérito ni de nada que parezca sensato); esa escena debe ser completada con la mirada perpleja, entre resentida y resignada, de una hija que lo ve todo desde lejos y que envidia la clase de amor que recibe incluso el hijo bien vestido, el decente, el que trabaja y se siente desvalido porque su mamá no lo ama como al otro.

Hipótesis sobre el origen

Los colonizadores de Caldas eran antioqueños que vinieron a buscar tierra y, por tanto, un destino. Este pasado define nuestras relaciones con Antioquia: la odiamos y la amamos como se hace con una madre indolente.

Una de las razones por las que la gente no acaba de convencerse de que la cocina es un arte es que se trata de un arte con un estatuto especial. Modernamente asociamos la idea de obra de arte con la idea de autor, de artista, de individuo genial que, solo e incluso contra todos, nos regala la belleza. Pero la comida, que tiene tanto de creación como de descubrimiento, es una obra colectiva. Las cosas fundamentales de la vida humana lo son: el humor, la religión, las posiciones para tener sexo (no conmemoramos el aniversario de la muerte de quien inventó la miné o la posición del misionero, porque somos todos y ninguno), las armas, los gestos del amor, la comida. Nunca un buen plato es el resultado de la actividad aislada de un individuo. Cuando la idea es muy mala, probablemente sea obra del individuo, no de la especie. Nosotros iríamos más lejos y diríamos que incluso las grandes pinturas o las grandes novelas son creaciones colectivas o, al menos, cooperativas. Pero esto no es un insulso libro de profundidades, sino un suculento libro de cocina, así que continuemos.

Dado que la bandeja paisa es la obra más importante de la cultura paisa, existe un debate sobre su origen. Un debate imposible puesto que la evidencia que podría resolverlo se hunde en el comienzo de los tiempos (nos referimos, por supuesto, al comienzo de Antioquia nada más, pero como somos paisas, mitificamos y exageramos todo el tiempo. Perdón por eso y con mucho gusto, querida lectora, amable lector). Por eso referiremos aquí a dos de las principales teorías que circulan entre los científicos como nosotros (i.e., antropólogos homeópatas) acerca del Big Bang: la creación, o el descubrimiento o, mejor, el surgimiento de la bandeja paisa.

La hipótesis del arriero

Fotografías: Juan Fernando Ospina

En el principio fue el viaje. El viaje largo, lento, con una enorme recua de mulas cargadas, no muchos hombres, viendo todos los tonos del espectro de verde que el ojo humano puede ver: en cafetales, guamales, guaduales, potreros; de vez en cuando una mujer, una forma humana, un campesino, un perro hambriento. En algún momento una mula resbala y varias se despeñan. Pierden carga y comida. Y luego llega el hambre. Y la paz se acaba. Aceleran el paso en un silencio ansioso hasta que ven una luz. Es una casa y, cuando llegan, empiezan a sentir que algo parecido a lo que se revuelve en su interior debe empujar a un tigrillo que no tiene problema y está bien escondido y caliente, algo parecido a lo que sienten ellos ahora lleva al pobre animal a exponerse, a pararse e ir a matar o morir. Los atienden varias mujeres jóvenes, y saben que cuando hayan saciado el hambre ellas serán entonces el objeto de su lubricidad. Pero, como dijo san Agustín, todavía no. Se saludan y cuando preguntan por comida las muchachas les dicen que están de buenas, que tienen servicio de restaurante porque por ahí pasa mucho arriero. Preguntan entonces qué tienen, y las muchachas contestan que hay principio de fríjol o garbanzo (somos un pueblo de principios), arroz, carne asada o carne molida y ensalada con jugo de tomate de árbol. La mayoría dice que está bien pero que, por favor, no importa el precio, les sirva en un plato doble el arroz con mucho fríjol, la carne molida, dos huevos fritos, un chicharrón frito, grande, un chorizo, tajadas de papa y de maduro, sin la ensalada, y si tienen de pronto por ahí medio aguacate.

El resto es fácil de imaginar: dado que somos animales de la misma especie, más y más hombres pasan por esa y por otras posadas y hacen pedidos similares y disfrutan luego con la misma intensidad ese lujurioso bombardeo a sus sistemas cardiovasculares que hoy llamamos bandeja paisa.

La hipótesis del error

Hay una palabra importada del inglés que nombra ese momento maravilloso y ridículo en el que se produce un gran descubrimiento o invención, pero por error: serendipia. Muchas cosas importantes, quizá la mayoría, han surgido por serendipia: alguien iba en busca de algo y falló, pero el fracaso fue un éxito porque encontró algo mucho mejor, algo impensado. O alguien tomó una herramienta y la usó para otra cosa, como el que primero usó un garrote como palanca para empujar una piedra y no para partir una cabeza. Así surgieron la penicilina, la poesía, la hipótesis del Big Bang (la otra, la que explica el origen del universo).

La bandeja paisa pudo haber surgido de este modo. En alguna recepción en la que les pidieron a unas cocineras preparar platos típicos de la región, unos visitantes extranjeros traídos por unos políticos vieron las mesas con los platos de fríjoles, chicharrones, huevos fritos, arroz blanco, plátano maduro, chorizos, chicharrones, etc., y la lujuria les pudo, y no se dejaron servir de las campesinas sino que se abalanzaron sobre los platos, asumiendo que era un bufet, y descubrieron simultáneamente el bufet colombiano y la bandeja paisa. UC

 
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