Horacio Gil Ochoa, fotógrafo antioqueño, dedicó cuarenta
años de su vida a andar detrás de ciclistas. Retrató la Vuelta a
Colombia, circuitos urbanos en varias ciudades del país e, incluso,
algunos eventos deportivos en Europa.
Entre rutas y casualidades, en 1969, Gil Ochoa capturó la
naturaleza más trágica del ciclismo: un accidente. Durante un
circuito dominical por el barrio Laureles en Medellín, un niño
salió entre los curiosos que observaban y terminó chocándose
de frente con el corredor Jairo González. El descuido del infante
propició no solo La Caída, como se titula esta foto que se conserva
en el Archivo Fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto, sino
la pérdida de dos dientes del ciclista, que en la imagen se ven
volar cerca del mentón. El fotógrafo cuenta, entre preocupación
y orgullo, que se alegró del incidente, no porque le gustaran los
ciclistas caídos —aclara con firmeza—, sino porque supo que
sería una buena foto. El éxito de la imagen fue tal que al otro día
alcanzó primera plana en los periódicos locales, y luego llegaría a
exposiciones deportivas en otros lugares del país y del mundo.
Años después el niño de la imagen se encontró con Horacio Gil y le contó su lado de la historia: en vez de ir a misa, como lo había mandado su mamá, se dejó llevar por la bulla de los espectadores emocionados por los ciclistas. Luego del accidente, y al verse mugroso y ensangrentado, le dijo a su madre que camino a la iglesia se había caído en una alcantarilla. Pero la pela vino al otro día, cuando todos lo vieron en primera plana.
Bien dicen por ahí que primero cae un mentiroso que un cojo.