Número 88, julio 2017

El doctor basuco
Juan Guillermo Valderrama Santamaría

Tomado de Cuando la felicidad costaba dos pilas

Abelardo, o el doctor Basuco, remoquete con el que lo llamábamos a sus espaldas, fue por varias décadas el mejor médico de la comuna nororiental. Y digo “fue” porque ahora, a sus casi setenta años, después de dos trombosis, para moverse depende de las dos ruedas de su silla, de las manos generosas de su empleada y de las caritativas visitas de los Sisquiarco, familiares lejanos, que, paradójicamente, viven a escasos metros de su casa, y ahora son los más cercanos.

Hace mucho tiempo, después de separarse de su mujer e hijos, se devolvió a su casa natal, la cual heredó de su padre, Abelardo, y de su madre, Eloísa. Historia de amor que sucedía paralela a la de Francia, pero novecientos años después, con homónimos personajes y en las empinadas calles de Aranjuez; un barrio que en esa época se podía dar el lujo de albergar dicha novela y otras más, puesto que era lugar de respiro para algunos ricos de Medellín, quienes tenían en sus terrenos las casas de veraneo.

Entrar hoy en aquella casaquinta es meterse en un museo bien conservado, en una tienda de antigüedades, en la nostalgia que encierran sus tapias, en la historia criolla de Abelardo y Eloísa; en esa acuarela que los inmortalizó de jóvenes y da la bienvenida en la sala principal. En las gemelas de mimbre que se fueron quedando inmóviles, primero la de él, años más tarde la de ella. En los dos títulos de médico, otorgados por la Universidad de Antioquia, uno al lado del otro en el consultorio y enmarcados en moldura recubierta con laminilla de plata y oro. En las descoloridas pinturas colgadas en cada pared, en los amarillentos portarretratos apilados en las mesitas auxiliares, en cada mueble, en los percudidos manteles y carpetas de croché, en los descascarados plafones moldurados en yeso, en las arañas de cristal que cuelgan del techo de bahareque, en las ventanas de madera, en los interruptores de cobre, en la cortina con flores que trata de esconder el lavamanos de peltre, la bañera de patas, el bidé, en los arabescos que se forman al encontrarse en el corredor las baldosas, en los generosos patios repletos de bifloras y en sus mohosos materos y oxidados soportes, en el bulto de san Cayetano que custodia la cocina y en la piedra donde antes se machacaba la carne, en el solar que huele a ruda y a yerbabuena, en la penca sábila que mira con sus raíces al cielo, escondida detrás de los vitrales de la puerta de entrada, o de salida; en todo.

Lo único que no está congelado allí es Abelardo y el pastor de orejas caídas, que muere a la par con él y no lo desampara. Porque hasta el canto del cucú de péndulo se quedó mudo cuando quiso dar las cinco en punto de quién sabe qué día.

Pero antes, mucho antes, lo que ahora en esa casa parece muerto, tuvo vida. No exagero al decir que en el antejardín y las escalinatas que conducen a su antigua puerta tenía diariamente una fila no menor a veinte pálidos parroquianos, llegados de todos los rincones de la ciudad, que esperaban desde antes del amanecer los certeros diagnósticos y las milagrosas fórmulas. Acompañadas, si el paciente lo ameritaba, por las drogas que le llevaban de muestra los visitadores médicos, y todo a cambio del consabido “Dios le pague, médico”.

Padre e hijo siempre atendieron en la misma sala de dicho caserón, justamente en la que quedaba encima del garaje, que antes de serlo era el establo para Hipócrates, el caballo de don Abelardo, en el que salía a atender los partos y a visitar a los pacientes que no podían arrimar a su consultorio. Y delante de montura y galeno, abriendo camino, iba el osado y elegante pastor alemán, a quien satíricamente llamaba Einstein. Además, si el equino era requerido, servía de camilla, ambulancia, e incluso penúltimo transporte para algún desdichado moribundo. Los domingos repartía mercado para los pobres, quienes se agolpaban en su puerta. Costumbres que continuó Abelardo, su hijo, tanto como las del altruismo, la sátira, la de los canes germánicos con nombres judíos: Moisés, Marx, Freud y, el actual, Chucho. Y de igual manera las visitas a los desvalidos, pero en el último modelo de la Dodge, un escarlata Polara 1500 del 73. Hipócrates fue sacrificado debido a la insoportable artritis que padeció en sus últimos años; el Polara, con el tiempo, se volvió humo.

Mamaría, mi abuela, pareció haber entrado en la herencia que le tocó a Abelardo, puesto que, hasta los últimos días de sus cien años, no se dejó auscultar sino por ambos galenos, Abelardo el Grande y Abelardo el Chiquito, como les llamaba con cariño. Mientras recordó para qué era el pudor, lo conservó. Cuando falleció el Grande, en muchas ocasiones, invadida por la rabia, al no encontrar al Chiquito en el consultorio, decía la viejita: “Ese médico le sacó lo buen mozo, la inteligencia y las manos al papá. La brutalidad (lo decía por su vicio), esa sí no se sabe a quién se la heredó”. Y si, al necesitarlo, Abelardo estaba de parranda, ella mejor esperaba su sobriedad, que dejarse tocar por otro galeno. Es mejor jugársela al marido que al peluquero, al cura o al médico; y remataba: el marido, a lo sumo, sabe la vida de la esposa y no le conviene divulgarla. Esos tres conocen la de todo el barrio y los aledaños. Y una nunca sabe.

Aunque Abelardo me llevaba una diferencia notoria en años y en formación, el alcohol y el basuco, poco a poco, se encargaron de nivelarnos. En su consultorio él era el médico; yo el paciente; en esquinas, extramuros, tiendas, cantinas, burdeles y ollas éramos dos viciosos más. Y hasta podría decirse, en ocasiones, los roles cambiaban: Él era el paciente puesto que cuando me mandaba a comprar su dosis personal debía esperar, con mucha paciencia, a que yo se la trajera... y pagarme.

Él, al igual que yo y muchos otros, fuimos atrapados por el olor acaramelado y los efectos narcóticos y esquizofrénicos de ese demonio disfrazado de ángel, por ese polvo amarillento, seco y amargo, residuo de la cocaína, llamado basuco, que fumábamos revuelto con picadura y a veces en marihuana. Ese que, de gramo en gramo, de aspirada en aspirada, de psicosis en psicosis, de intento de suicidio en intento, nos llevó a ser inquilinos en uno de los rincones del infierno al que ni osa aparecerse a dormir el diablo. Por eso lo alquila. Polvo que cuando por fin algunos pocos logramos abandonar la muerte nos acariciaba el cuello. Y al resto, de uno en uno, ya los había ahorcado.

Al doctor Basuco lo que más le molestaba era que alguien lo llamase drogadicto, y ¡ay! de quien lo señalara de vicioso. Por eso si alguno de sus amigos lo encaraba diciéndole: “Médico, ¿cómo carajos, pues, se le puede llamar entonces a una persona igual a vos que se fuma más de cien basucos en una noche?”. A lo que él respondía con sus convincentes argumentos científicos, invariablemente sustentados; con pausa, bajo la retórica etílica y las adulaciones de sus “pegajosos” contertulios: “Yo soy un usador del basuco, no un abusador. Desde hace un par de años estoy haciendo una investigación para la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia sobre la problemática que genera en el individuo y el colectivo el abuso de las sustancias psicoactivas, y la posible resocialización del ser, primero, en su núcleo familiar y, luego, en la sociedad. Además, hacer un muestreo y la cata de diferentes prototipos de la pasta base que se vende en el mercado y así poder analizar sus componentes y la posible manipulación de estos en las diferentes fases del proceso, desde su primer contacto, el campesino, hasta el último, el consumidor. Y no hay una mejor manera de hacer una investigación confiable que sobre el terreno mismo. Por eso el día que termine con dicho estudio finiquitaré de igual forma con el consumo de la pasta base de cocaína, que en definitiva es el único motivo por el cual estoy unido a dicha sustancia”.

Treinta años después, sin aún haber concluido su investigación, dos trombosis lo sorprendieron en medio de una rumba científica, dejándolo parapléjico en la soledad del enorme y vacío caserón.

Por el doctor Basuco supe que “basuco” se escribe con s de base de cocaína y no con z de bazuca, como alega la mayoría de los entendidos. Tal vez esto último sea lo único rescatable de la investigación del galeno. ¡Ah!, y la confirmación de que el basuco no respeta ni a los médicos.

Por eso, a pesar de su mal genio, de su tanquecito de oxígeno, de su tartamudez por el EPOC, de su distintivo olor a nicotina debido a los cuatro paquetes de cigarrillo diarios, de la torpeza para hacer rodar su silla, de los ensordecedores ladridos de Chucho y de las múltiples dificultades que padece para escribir sus recetas milagrosas en la vieja Remington, también herencia de don Abelardo, yo lo sigo visitando en su casaquinta del barrio Aranjuez, como amigo y paciente. De cierta manera le debo la vida y, además, soy igual de terco que mi abuela Mamaría.UC

*Tomado de Cuando la felicidad costaba dos pilas
Editorial Universidad de Antioquia
2017

 
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