El doctor basuco
Juan Guillermo Valderrama Santamaría
Abelardo, o el doctor Basuco,
remoquete con el que
lo llamábamos a sus espaldas,
fue por varias décadas
el mejor médico de la comuna
nororiental. Y digo “fue” porque
ahora, a sus casi setenta años, después
de dos trombosis, para moverse depende
de las dos ruedas de su silla, de las
manos generosas de su empleada y de
las caritativas visitas de los Sisquiarco,
familiares lejanos, que, paradójicamente,
viven a escasos metros de su casa, y
ahora son los más cercanos.
Hace mucho tiempo, después de separarse
de su mujer e hijos, se devolvió a
su casa natal, la cual heredó de su padre,
Abelardo, y de su madre, Eloísa. Historia
de amor que sucedía paralela a la de
Francia, pero novecientos años después,
con homónimos personajes y en las empinadas
calles de Aranjuez; un barrio
que en esa época se podía dar el lujo de
albergar dicha novela y otras más, puesto
que era lugar de respiro para algunos
ricos de Medellín, quienes tenían en sus
terrenos las casas de veraneo.
Entrar hoy en aquella casaquinta
es meterse en un museo bien conservado,
en una tienda de antigüedades, en
la nostalgia que encierran sus tapias,
en la historia criolla de Abelardo y Eloísa;
en esa acuarela que los inmortalizó
de jóvenes y da la bienvenida en la
sala principal. En las gemelas de mimbre
que se fueron quedando inmóviles,
primero la de él, años más tarde la de
ella. En los dos títulos de médico, otorgados
por la Universidad de Antioquia,
uno al lado del otro en el consultorio y
enmarcados en moldura recubierta con
laminilla de plata y oro. En las descoloridas
pinturas colgadas en cada pared,
en los amarillentos portarretratos apilados
en las mesitas auxiliares, en cada
mueble, en los percudidos manteles y
carpetas de croché, en los descascarados
plafones moldurados en yeso, en las
arañas de cristal que cuelgan del techo
de bahareque, en las ventanas de madera,
en los interruptores de cobre, en la
cortina con flores que trata de esconder
el lavamanos de peltre, la bañera de patas,
el bidé, en los arabescos que se forman
al encontrarse en el corredor las
baldosas, en los generosos patios repletos
de bifloras y en sus mohosos materos
y oxidados soportes, en el bulto de
san Cayetano que custodia la cocina y
en la piedra donde antes se machacaba
la carne, en el solar que huele a ruda
y a yerbabuena, en la penca sábila que
mira con sus raíces al cielo, escondida
detrás de los vitrales de la puerta de entrada,
o de salida; en todo.
Lo único que no está congelado allí es
Abelardo y el pastor de orejas caídas, que
muere a la par con él y no lo desampara.
Porque hasta el canto del cucú de péndulo
se quedó mudo cuando quiso dar las
cinco en punto de quién sabe qué día.
Pero antes, mucho antes, lo que ahora
en esa casa parece muerto, tuvo vida.
No exagero al decir que en el antejardín
y las escalinatas que conducen a su antigua
puerta tenía diariamente una fila
no menor a veinte pálidos parroquianos,
llegados de todos los rincones de la
ciudad, que esperaban desde antes del
amanecer los certeros diagnósticos y las
milagrosas fórmulas. Acompañadas, si
el paciente lo ameritaba, por las drogas
que le llevaban de muestra los visitadores
médicos, y todo a cambio del consabido
“Dios le pague, médico”.
Padre e hijo siempre atendieron en
la misma sala de dicho caserón, justamente
en la que quedaba encima del garaje,
que antes de serlo era el establo
para Hipócrates, el caballo de don Abelardo,
en el que salía a atender los partos
y a visitar a los pacientes que no
podían arrimar a su consultorio. Y delante
de montura y galeno, abriendo
camino, iba el osado y elegante pastor
alemán, a quien satíricamente llamaba
Einstein. Además, si el equino era requerido,
servía de camilla, ambulancia,
e incluso penúltimo transporte para algún
desdichado moribundo. Los domingos
repartía mercado para los pobres,
quienes se agolpaban en su puerta. Costumbres
que continuó Abelardo, su hijo,
tanto como las del altruismo, la sátira,
la de los canes germánicos con nombres
judíos: Moisés, Marx, Freud y, el actual,
Chucho. Y de igual manera las visitas a
los desvalidos, pero en el último modelo
de la Dodge, un escarlata Polara 1500
del 73. Hipócrates fue sacrificado debido
a la insoportable artritis que padeció
en sus últimos años; el Polara, con el
tiempo, se volvió humo.
Mamaría, mi abuela, pareció haber
entrado en la herencia que le tocó a
Abelardo, puesto que, hasta los últimos
días de sus cien años, no se dejó auscultar
sino por ambos galenos, Abelardo
el Grande y Abelardo el Chiquito, como
les llamaba con cariño. Mientras recordó
para qué era el pudor, lo conservó.
Cuando falleció el Grande, en muchas
ocasiones, invadida por la rabia, al no
encontrar al Chiquito en el consultorio,
decía la viejita: “Ese médico le sacó lo
buen mozo, la inteligencia y las manos
al papá. La brutalidad (lo decía por su
vicio), esa sí no se sabe a quién se la heredó”.
Y si, al necesitarlo, Abelardo estaba
de parranda, ella mejor esperaba
su sobriedad, que dejarse tocar por otro
galeno. Es mejor jugársela al marido
que al peluquero, al cura o al médico;
y remataba: el marido, a lo sumo, sabe
la vida de la esposa y no le conviene divulgarla.
Esos tres conocen la de todo el
barrio y los aledaños. Y una nunca sabe.
Aunque Abelardo me llevaba una
diferencia notoria en años y en formación,
el alcohol y el basuco, poco a
poco, se encargaron de nivelarnos. En
su consultorio él era el médico; yo el paciente;
en esquinas, extramuros, tiendas,
cantinas, burdeles y ollas éramos
dos viciosos más. Y hasta podría decirse,
en ocasiones, los roles cambiaban:
Él era el paciente puesto que cuando
me mandaba a comprar su dosis personal
debía esperar, con mucha paciencia,
a que yo se la trajera... y pagarme.
Él, al igual que yo y muchos otros,
fuimos atrapados por el olor acaramelado
y los efectos narcóticos y esquizofrénicos
de ese demonio disfrazado de
ángel, por ese polvo amarillento, seco y
amargo, residuo de la cocaína, llamado
basuco, que fumábamos revuelto con
picadura y a veces en marihuana. Ese
que, de gramo en gramo, de aspirada
en aspirada, de psicosis en psicosis, de
intento de suicidio en intento, nos llevó
a ser inquilinos en uno de los rincones
del infierno al que ni osa aparecerse a
dormir el diablo. Por eso lo alquila. Polvo
que cuando por fin algunos pocos
logramos abandonar la muerte nos acariciaba
el cuello. Y al resto, de uno en
uno, ya los había ahorcado.
Al doctor Basuco lo que más le molestaba
era que alguien lo llamase drogadicto,
y ¡ay! de quien lo señalara de
vicioso. Por eso si alguno de sus amigos
lo encaraba diciéndole: “Médico, ¿cómo
carajos, pues, se le puede llamar entonces
a una persona igual a vos que se fuma
más de cien basucos en una noche?”. A
lo que él respondía con sus convincentes
argumentos científicos, invariablemente
sustentados; con pausa, bajo la retórica
etílica y las adulaciones de sus “pegajosos”
contertulios: “Yo soy un usador del
basuco, no un abusador. Desde hace un
par de años estoy haciendo una investigación
para la Facultad de Medicina de
la Universidad de Antioquia sobre la problemática
que genera en el individuo y el
colectivo el abuso de las sustancias psicoactivas,
y la posible resocialización
del ser, primero, en su núcleo familiar y,
luego, en la sociedad. Además, hacer un
muestreo y la cata de diferentes prototipos
de la pasta base que se vende en el
mercado y así poder analizar sus componentes
y la posible manipulación de estos
en las diferentes fases del proceso, desde
su primer contacto, el campesino, hasta
el último, el consumidor. Y no hay una
mejor manera de hacer una investigación
confiable que sobre el terreno mismo.
Por eso el día que termine con dicho
estudio finiquitaré de igual forma con
el consumo de la pasta base de cocaína,
que en definitiva es el único motivo por
el cual estoy unido a dicha sustancia”.
Treinta años después, sin aún haber
concluido su investigación, dos trombosis
lo sorprendieron en medio de una rumba
científica, dejándolo parapléjico en la soledad
del enorme y vacío caserón.
Por el doctor Basuco supe que “basuco”
se escribe con s de base de cocaína y
no con z de bazuca, como alega la mayoría
de los entendidos. Tal vez esto último
sea lo único rescatable de la investigación
del galeno. ¡Ah!, y la confirmación de que
el basuco no respeta ni a los médicos.
Por eso, a pesar de su mal genio, de
su tanquecito de oxígeno, de su tartamudez
por el EPOC, de su distintivo olor a
nicotina debido a los cuatro paquetes de
cigarrillo diarios, de la torpeza para hacer
rodar su silla, de los ensordecedores
ladridos de Chucho y de las múltiples dificultades
que padece para escribir sus
recetas milagrosas en la vieja Remington,
también herencia de don Abelardo,
yo lo sigo visitando en su casaquinta del
barrio Aranjuez, como amigo y paciente.
De cierta manera le debo la vida y,
además, soy igual de terco que mi abuela
Mamaría.
*Tomado de Cuando la felicidad
costaba dos pilas
Editorial Universidad de Antioquia
2017