Fue justo en mitad del puente
de la calle Colombia, sobre
el río Medellín, que miré hacia
el Edificio Inteligente, vi el
arcoíris y ahí mismo pensé en
los calzones de Emma, de María, de Manuela…
Girar la cabeza, ver el arcoíris
y pensar en los calzones de esas muchachas
ocurrió en el mismo instante, como
saborear un postre y recibir, mezcladas,
la sensación de lo dulce y lo salado. Delicioso.
Estuve un rato mirando el arcoíris,
una cinta de tenues colores atravesando
la curvatura del cielo, perdiéndose detrás
de las crestas de las montañas, hasta
que pasó una volqueta y dejó una nube
de humo y el momento, sin lugar a dudas
poético, se desvaneció como se desvanecen
los sueños. Volví a girar la cabeza
y seguí andando, con la imagen del
arcoíris, un recuerdo que se fue borrando
mientras cruzaba calles, esperaba el
cambio de semáforos, esquivaba motos
y tropezaba con otros peatones, con
vendedores ambulantes, con putas desde
muy temprano paradas en las aceras. En
cambio, la imagen de los calzones persistió
durante muchos días, calzones de vivos
colores, de tenues colores.
Quizá porque los arcoíris son tan
delicados, tejidos con una materia tan
suave, tan etérea, y se dejan ver de
cuando en cuando, como los calzones,
que de cuando en cuando, por un descuido,
por las travesuras del viento, se
muestran, y porque están hechos con
las telas más delicadas y cada vez son
más diminutos (pueden desaparecer en
el puño de una mano como los pañuelos)
la visión del arcoíris y la imagen de
los calzones fue simultánea.
Hay quienes coleccionan esta prenda
femenina, fetichistas irredentos;
otros van por ahí mirando, a la caza de
un destello, de un relámpago de tela. Ni
colecciono estas diminutas prendas ni
tengo en la memoria el recuerdo de estas
chicas mostrando sin querer, o queriendo,
parte de su intimidad. Tengo, sí,
la sospecha de que jamás los usaron.
Mi amigo Luisberto, ingeniero químico,
aficionado a la historia y poseedor
de un olfato capaz de percibir a distancia
los olores más íntimos de las personas;
contratado por una multinacional
canadiense especializada en la producción
de medicamentos contra el mal olor
vaginal para oler las vaginas de cientos
de mujeres de todos los países, y controlar
así la eficacia del producto, estaba de
vacaciones por esos días. Le consulté,
como aficionado a la historia y no como
oledor de coños, sobre mis dudas acerca
de Emma, María y Manuela. Aseguró
no conocer ni haber olido nunca a esas
chicas, razón por la cual estaba incapacitado
para decir si usaban o no usaban
calzones: nunca las he olido, preséntamelas,
dijo. Le expliqué que lo consultaba
por su arraigada afición a la historia;
no son chicas reales, son personajes de
ficción, heroínas de novelas de la segunda
mitad del siglo XIX. Ah... Tomémonos
unos rones, de estas cosas se conversa
mejor con algo de alcohol en la sangre,
ven, busquemos un sitio, me dijo.
En un modesto café-granero en Florida
Nueva, por los lados de la estación
Estadio, me confesó que se sentía más
reconciliado con su oficio cuando lo llamaban
oledor de chochas.
—Crecí con la palabra chocha —
dijo—; mi abuela, mis hermanas y mis
tías decían chocha; en la escuela donde
hice la primaria los niños decían chocha;
lo de coño es el resultado de leer
novelas traducidas por españoles. Oledor
de vaginas es como aparezco en los
registros de la compañía, es una expresión
técnica. De lo otro, aunque no conozco
a tus heroínas, algunas francesas
según veo, de una cosa estoy seguro:
las mujeres de toda el área mediterránea
europea, excepto las turcas, nunca
usaron calzones; es más, las francesas
fueron refractarias a su uso. Se sabe
que modistillas, obreras, campesinas,
doncellas de servicio y bailarinas, nunca
los usaron; Juana de Arco quiso romper
con la costumbre y la llevaron a la
hoguera ¿Recuerdas el cuadro de Delacroix,
La liberté guidant le peuple? La
mujer, la heroína que guía al pueblo, no
lleva calzones. Y yendo más atrás en la
historia, a la Grecia Clásica, ni Jantipa,
la mujer de Sócrates, ni Aspasia, la
mujer de Perícles, llevaban nada debajo
del peplo; ¿y recuerdas a Clodia, el
gran amor de Catulo que…?
En ese momento pasó una muchacha
luciendo unos diminutos cacheteros
que dejaban ver el surco de los
glúteos, la frontera entre nalgas y muslos.
Luisberto la miró, la olió, y aunque
iba por la otra acera, emitió su veredicto
implacable: está menstruando. Aproveché
para preguntarle sobre el país
donde huelen mejor las mujeres. Las rusas
huelen bien, dijo, y las japonesas,
pero recuerdo especialmente a una negra
de Nueva york, olía a gloria.
—Estábamos en la Grecia Clásica
—dijo.
—No, estábamos en Roma, con Clodia
y el pobre Catulo.
—Ah… el pobre Catulo. La mujer
romana tampoco llevaba nada bajo la
túnica, imagínate al pobre Catulo sufriendo
por Clodia, que iba por ahí sin
calzones, totalmente expedita…
—Si la costumbre de las romanas
era ir sin calzones —lo interrumpí—,
para Catulo, como para cualquier romano,
la preocupación porque sus amadas
no los llevaran sería absurda y…
—Sí, tienes razón, el problema de
Catulo eran los celos, se enamoró de
una mujer que, en algún momento, lo
cambió por otro, y la convirtió en casquivana,
en Lesbia. Pero volviendo a
Francia, a París, a la época de tus heroínas;
al mundo real de la época de
tus heroínas donde las mujeres resbalaban,
caían y ponían al descubierto sus
peludas intimidades; hubo nobles ricos,
destinados a desposar a mujeres de
su misma clase social, que unieron sus
vidas a doncellas de servicio solo porque,
testigos de un desliz, no pudieron
sacar de sus mentes el mullido montículo,
el blanco culo, el vientre a lo Tiziano.
Se obsesionaron. Y aunque uno
de los logros de la revolución, vaya logro,
fue imponer a las francesas la mala
costumbre inglesa de llevar calzones,
estas, y la Iglesia, opusieron una resistencia
tenaz. Desde el púlpito, los curas
condenaban a burguesas, bailarinas
y actrices, que, contraviniendo las viejas
costumbres, usaban calzones. Muchos
hombres, entre ellos Víctor Hugo,
veían con malos ojos, con muy malos
ojos, a las mujeres que abandonaban las
viejas costumbres. El gran escritor solía
acompañar a sus visitas a la puerta,
les agradecía por el agradable rato, las
piropeaba, las hacía sentir únicas y las
instaba a volver, pero que, por favor, no
se pusieran calzones. Debió ser fan de
La Camargo, la bailarina belga, famosa
por sus cortas faldas, por…
—¡La Camargo! —volví a interrumpirlo—,
creo que ese nombre aparece
en Los miserables, relacionado con
monsieur Gillenormand, el mismo que
se lamenta porque desde la revolución
todas, hasta las bailarinas, usan calzones.
Y sobre los accidentes, los frecuentes
resbalones de las mujeres en las
calles, el padre de Fantine, siendo joven,
“vio un día engancharse el vestido
de una doncella de servicio en la rejilla
de la chimenea de un gabinete, y se
enamoró de ese accidente, de él resultó
Fantine”, la bella muchacha que tenía
oro y perlas, pero en los cabellos y
en los dientes, y para quien ser pobre
y bella se convirtió en la mayor de las
desgracias. Si Víctor Hugo no gustaba de los calzones, ¿por
qué habría de vestir con ellos a las heroínas de sus novelas?
Primer caso resuelto.
Chocamos las copas, brindamos por los siglos pasados,
volvimos a chocarlas y Luisberto me deseó suerte con Emma,
con María, con Manuela; yo brindé por su nariz, porque siempre
hubiera algo sabroso que oler en el mundo, por Margarita
Gautier, por madame Rênal, por Amélia, y por todas las heroínas
sin calzones del siglo XIX.
Volví a leer Madame Bovary. Al comienzo del capítulo
doce de la segunda parte, Flaubert le pone calzones a Emma,
calzones abiertos; cubrían todo, menos la chocha. Emma es
una joven burguesa, infiel, y sabe que los hombres las prefieren
expeditas, por eso en sus encuentros con Rodolphe Boulanger,
lleva calzones abiertos. No era que tuviera muchos, a
lo sumo dos o tres. Los días normales estaba en casa como la
señora Homais, como Félicité, la criada, sin calzones. Cuando
aún es mademoiselle Rouault, la joven de labios carnosos que
parte sus cabellos en dos negros aladares, solo lleva enaguas
bajo la falda de merino. Uno siente que esa muchacha acodada
a la ventana, aunque el narrador no lo dice, tiene un bonito
trasero, bien torneado. Flaubert le puso calzones porque
iban bien con su condición de burguesa, de mujer liberada.
Si viviera hoy a lo mejor andaría sin calzones. Ayer se los ponían,
hoy se los quitan.
María, aplastada por toneladas de romanticismo, es un
personaje gris, se parece a la virgen del oratorio familiar, usa
faldas larguísimas y enaguas. Espesas nubes de castidad la
envuelven hasta hacerla opaca. Si uno se zambullera bajo las
faldas de María y atravesara las espesas nubes llegaría al cielo
donde están el padre, el hijo y el espíritu santo. En cambio,
Salomé, la mestiza, es coqueta, se le insinúa a Efraín, sus
senos son dos tortolitas inquietas bajo la blusa. Estoy seguro
de que una zambullida promete un cielo terrenal, tibio y húmedo,
sin calzones. Volver a la novela de Jorge Isaacs fue un
poco como escuchar el himno nacional, como volver a escuchar
a un maestro con gastritis contar la historia del florero
de Llorente, de la Batalla de Boyacá.
Dice Samuel Beckett que ellas vienen iguales y distintas.
Con Manuela fue distinto, como leer María, siendo esta un personaje
secundario y Salomé el personaje principal. Manuela es
real porque es una mestiza del pueblo, no vive historias inventadas,
vive los días como vienen, lluviosos, soleados, amargos
y dulces. Cuando don Demóstenes, un cachaco que fue representante
a la Cámara y ahora quiere ser Senador por el Partido
Liberal, llega al pueblo con la intención de conseguir votos, se
hospeda en casa de Manuela. Como mi objetivo son los calzones
de esta chica de diecisiete años, bonita, fresca, de carnes firmes
y un aleteo bajo la tela de su vestido, dejaré a un lado las turbias
intenciones de don Demóstenes, y les contaré cómo fingiendo
ser galante con la muchacha, este intenta convencerla de que
las damas deben ir siempre adelante (primero las damas). Falso
como el tal Partido Liberal. Lo que él quiere es “…ver caminar a
Manuela, que tenía gentileza en su andar, belleza en su cintura
y formas, que a favor de su escasa ropa se dejaban percibir como
eran, como dios las había hecho”. Él, que había vivido en París,
sabía de los tropezones, de las caídas, de las damas mostrándolo
todo. A lo mejor ansiaba un tropezón de la muchacha, comprobar
si era cierto lo que las escasas ropas insinuaban.
De nuestras heroínas leídas, escarbadas, releídas y concluidas,
encontré tres calzones abiertos, muchas enaguas
y, en alguna, espesas nubes de castidad bajo la falda. Todo
empezó porque una mañana, en los tendederos del cielo, las
doncellas colgaron calzones de muchos y tenues colores.