Pocas horas después de que la Svenska Akademien anunciara que el Premio Nobel de Literatura 2016 había sido adjudicado a Bob Dylan, la prensa virtual se llenó de vítores y, sobre todo, de homilías hippies en defensa del cantante. En El Tiempo del 14 de octubre pude leer, por ejemplo, sentimentales justificaciones de Juan Esteban Constaín y Ricardo Silva Romero, a quienes se sumó un profesor universitario bogotano que, por anticipado, llamó pacatos a todos los que no compartieran el veredicto de los suecos. Sobra decir que todo eso, por reiterativo y aparatoso, no podía despertar más sospechas y solo consiguió, de rebote, poner en evidencia que Dylan había caído al pozo sin fondo de un adefesio; uno como el Balón de Oro de Messi en el Mundial del 2014. A diferencia de eso, cuando el Nobel apuntó hacia J. M. Coetzee, Mario Vargas Llosa o Alice Munro —son solo ejemplos casuales— a nadie se le ocurrió que hubiera que justificar nada.
Bob Dylan es tan poeta como Silvio Rodríguez esto es, un poeta del montón, uno poco o nada memorable (y conste que soy lo que se dice un “silviómano”; pero aun así sé que, sin música, la letra de La maza sería un amasijo indescifrable de palabras, así como Óleo de mujer sin sombrero se convertiría, por aquello de “el delirio y el polvo”, en poco más que un soneto pornográfico). Que gringo y cubano sean buenos músicos es otra cosa, y como no fui al conservatorio poco sé del asunto. Sin embargo, no se me escapa que la letra musical debe más a la composición melódica que la acompaña que a su pura expresión poética: la emoción y vigor de la música harán que la letra resulte más o menos ajustada, incluso genial, y eso explica que incontables ripios verbales hayan alcanzado celebridad solo porque se acomodan perfectamente al temple de las notas por las que fluyen; piénsese, si no, en hits populares como Soy tan pobre o Agüita’e coco. Quizá sea útil traer a colación un ejemplo inverso: entre las canciones de Pablo Milanés, una de las que sugiere mayor esfuerzo y extenuación en su pista musical es Hombre preso que mira a su hijo, cuya letra proviene de un poemario de Mario Benedetti. En algo ayuda —supongo— que el uruguayo no fuera, propiamente, un genio lírico.
En suma, de lo que se trata es de no confundir la naturaleza de los diversos artes en que intervienen las palabras, entre los cuales no todos habrán de ser literarios, y entre los cuales los que son literarios no tendrían, por así decirlo, la misma “potencia”. Después de todo, la Svenska Akademien fue honesta al anunciar el premio con la lacónica, modesta y poco persuasiva frase de que Dylan merecía la medalla de Alfred Nobel por “haber creado nuevas formas de expresión poética dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. Antes que nada, los suecos reconocieron que se trataba de una especie de la poesía atrapada en el universo musical, lo cual, a mi juicio, es reconocer que se está premiando un subgénero prostituto o, cuando menos, esclavo. La segunda parte del fallo —la que admite que con este Nobel de Literatura se corona una tradición musical— es poco menos que absurda; no hace falta ser tan pacato como yo para sentir escozor. Hace más de un siglo que Ferdinand de Saussure insinuó que, si la literatura era algo, ello era precisamente que no era música.
Muchos prosélitos de Dylan, incapaces de reconocer que, como ellos mismos, los académicos suecos habían sido presa de un sentimentalismo romántico de juventud perdida, se empeñaron en amplificar —hasta la tergiversación— las palabras del fallo. Se habrán dicho: “¿Bob Dylan poeta? ¡Claro que Bob Dylan es poeta!”. Alguien, en medio de los cañonazos de la celebración, lo acomodó junto a Walt Whitman (algo que, a mi buen o mal entender, equivale a comparar a Galy Galiano con Aurelio Arturo). Aunque nunca está de más mostrar respeto por los muertos, tampoco es un delito usar los huesos ajenos para lustrar con ellos a los vivos: hace doscientos años, nadie tomó a mal que Bolívar se comparara con Jesucristo. Más impío es burlarse de los vivos; burlarse, por ejemplo, de gente como Philiph Roth, Don DeLillo y Joyce Carol Oates, esos escritores verdaderos y pacientes que, desde el lejano 1993 en que los laureles cayeron en la cabeza de Toni Morrison, esperaban que el sol del Nobel alumbrara de nuevo en su país. Para su desgracia, cuando el astro por fin asomó, un tonadillero los relegó a la sombra; o peor —como escribió Pierre Assouline, director del Magazine Littéraire—: el fallo los mandó a los infiernos, a ellos y a toda la literatura norteamericana contemporánea.