El primer sepelio al que asistió Mariana Pérez, 68 años, relacionado con su afición por el fútbol, fue al del maestro Osvaldo Juan Zubeldía, el 18 de enero de 1982. La velación fue en cámara ardiente en el coliseo Iván de Bedout y ella hizo guardia de honor toda la noche. Otro muy sentido que recuerda fue el de Andrés Escobar, el 3 de julio de 1994, velado en cámara ardiente en el mismo coliseo. Cuando Mariana muera quiere encontrarse con ellos y con todos los hinchas que están en el más allá, quiere rezar con ellos y hacer fuerza juntos para que a Atlético Nacional le vaya bien.
Jefferson Pulgarín, 36 años, conductor de coche fúnebre y uno de los coordinadores de servicio de la Funeraria San Vicente, recuerda vívidamente el último entierro de un hincha de Nacional que atendió. El cuerpo iba en un ataúd convencional, de lámina de hierro, pero pintado de verde. Los féretros personalizados para fanáticos de los equipos locales son fabricados por la empresa Infulot, propiedad de la familia Lotero. Fue Orlando Lotero, fundador de la empresa, quien se los inventó hace unos doce años. Así lo recuerda Mario Alberto Muñoz, conocido como Mario Cofres, maestro soldador y mano derecha del ya fallecido Orlando. También fue el viejo Lotero quien se inventó los cofres de lámina de hierro.
“El servicio fue hace unos tres meses”, dice Jefferson, pero no recuerda el nombre del difunto. Sabe que murió por arma blanca, en los alrededores del estadio Atanasio Girardot, y que vivía en el barrio París, en Bello, donde tuvieron lugar la misa y un homenaje que le hicieron familiares y amigos en su casa. El funeral duró más de cinco horas y Jefferson llevó su paciencia al límite para que no ocurriera otra tragedia.
Mariana va al estadio desde que tenía ocho años y hace 39 fundó la barra Comando Tribuna Verde, que se ubica en Occidental baja y de la que es su presidenta. También hace parte de la junta directiva de Ubanal, la Asociación de Barras de Nacional. Le dicen la “mamá” de los jugadores porque hasta que pudo entró al camerino de Nacional —hace dos años la Dimayor prohibió la entrada de extraños a los camerinos— a poner sus vírgenes y santos y a rociar con agua bendita el espacio, los uniformes y los guayos. Así se hizo cercana a los jugadores y conocida de hinchas y periodistas.
En la final de la Copa Libertadores de 1989 tuvo un preinfarto. Estaba sentada en una tribuna del Campín, muy nerviosa, y de repente vio el estadio negro y cayó al piso. La sacaron por detrás de la tribuna colgada de un lazo y la llevaron al camerino de Nacional donde estaban los médicos, quienes le dieron los primeros auxilios. Recuperó la conciencia y lo primero que pidió fue que la dejaran ver el partido, pero los médicos no la dejaron salir. “Mariana, te tenés que controlar, no te podés morir, mirá que tenés que ver a Nacional campeón”, le decían. Poco a poco logró calmarse y pudo ver los penaltis. “Luego me tiré a la cancha y vi a René. ‘Loco, entonces qué, ¿qué hay para mí?’, le dije. Y se quitó los guantes y me los regaló”, cuenta Mariana.
El apagón de ese día y que sus tres hijos hayan trabajado en una funeraria le han ayudado a ser más consciente de la muerte, “aunque sea muy duro dejar a los hijos y no volver a ver a Nacional, ¿no te parece esa mucha tristeza?”, dice sentada en la sala de su apartamento en una de las lomas de El Poblado, mientras saca gorros, banderas, fotos y recortes de periódicos de un maletín que parece para hacer un viaje del que no va a regresar.
“En mi velorio me gustaría que hubiera una bandera de Nacional y que yo vaya con la camiseta, puede ser esta que tengo puesta, la de campeón de la Libertadores de este año, en un cajón verde y blanco, con el escudo del equipo. No estoy de acuerdo con los entierros, a mí me gusta más la cremación porque volver a sacar los restos es otro dolor y otro duelo. Me gustaría más bien tener la urna con las cenizas, también verde y blanca, y que tenga el escudo de Nacional y la foto de uno con la camiseta. Eso es lo que yo quiero para mi otra vida”, agrega buscando en el maletín los guantes que le regaló Higuita.
Hace dos años le tocó vivir en la distancia la muerte de Radiolo, el fundador y presidente de la Academia Verde. “En Ubanal somos como hermanos. Nos reunimos cada mes y siempre que vamos a empezar lo llamamos y lo convocamos: ‘Radiolo, venga para acá que usted también tiene que estar aquí’”, dice con nostalgia. La última vez que lo vio fue en el estadio y después se fue de viaje para Miami. Su esposo la llamó para contarle. “Fue horrible, lloré dos días, era mi hermano del alma. Llamé a la señora para decirle que hiciera de cuenta que yo estaba con ellos y que le dijera a Radiolo que nunca lo iba a olvidar. Y que se acordara, ya que estaba junto al Señor San Pedro, de decirles que nos colaboraran para que Nacional fuera berraquito. Y vea, Nacional es un berraco”.
Después de mucho buscar en el maletín, encuentra los guantes de René, metidos dentro de un gorro navideño color verde con estrellitas doradas. “Mire qué hermosura, mire cómo están de gastados”, dice sobando los pedacitos de caucho que todavía quedan pegados de las palmas de los guantes. “Por ahora, esta es la herencia que le voy a dejar a mis hijos, ellos los tienen que tener. A mí que me metan en la urnita verde y blanca y que lleven las cenizas al estadio para no perderme partido”.
A Jefferson Pulgarín le tocó el servicio de un joven que apuñalaron por portar la camiseta de Nacional. Desde que fueron por el cuerpo a Medicina Legal había hinchas con camisetas y banderas esperándolo. Lo llevaron a la funeraria para preparar el cadáver y los hinchas se fueron detrás. Eran unos quince y se quedaron afuera esperando.
Esa mañana lo llevaron a la sala de velación Villanueva, que ya estaba llena de hinchas. “En la tarde, cuando llegamos a la sala para continuar el servicio, llevarlo a la misa y luego al cementerio, fue un caos”, cuenta Jefferson sentado en una cafetería al frente de la funeraria. “Era el gentío habido y por haber, llenamos dos buses, había gente sentada y parada, y otros montados en el techo de los buses con tambores, maracas, carrascas, banderas. Al muerto lo iban a cantar en una iglesia del barrio París y la inhumación era en el cementerio San Pedro”.
En la misa, dentro de la iglesia, solo se veían los allegados, la familia y los amigos más cercanos, la hinchada se quedó afuera, porque adentro no cabía. Tenían grabadoras de las que salían las canciones del Nacional. Cuando acabó la misa, la mamá del difunto se acercó a Jefferson.
—¿Será posible que lo llevemos a la casa? Es aquí a cuatro cuadras, porque le vamos a hacer un homenaje —le dijo.
—Con mucho gusto, no hay problema —dijo él.
El cofre verde estaba cubierto con la bandera del equipo. Los amigos lo llevaron en hombros y con las manos le pegaban al ataúd y le cantaban canciones del equipo. “En ese momento —cuenta Jefferson— la familia pierde protagonismo y vocería, el dolor los pone en stand by, como diciendo ‘que ellos hagan lo que quieran’”. El que lideraba era un joven de unos diecisiete años, vestido con la camiseta de Nacional, que iba en una moto. Parcero, vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro, necesitamos que nos colabore porque era el parcero de toda la vida, le decía a Jefferson. “De hecho, a la mamá, la responsable ante nosotros, le agradaba lo que estaba pasando. En parte porque le daba cierta calma ver que su hijo fuera tan querido”.
El numeroso grupo de hinchas cerró la calle al frente de la casa, el carro fúnebre se quedó en la mitad de la multitud. Entraron el cofre y lo pusieron en la sala de la casa. Los amigos del barrio empezaron a hacer piques en motos. “Era una casa humilde, pero grande. En un servicio así, uno se tiene que armar de mucha paciencia porque puede pasar lo que uno menos piensa. Es un momento de dolor, la gente está sensible y mucho más con un hincha, porque ellos se apoyan mucho. Hay consumo de alcohol y drogas. Cuando saben que vamos para el cementerio se desbocan en el consumo”, cuenta Jefferson. El homenaje duró una media hora.
Además de los dos buses a cargo del servicio funerario, los allegados pusieron dos buses más para ir al cementerio. Llenaron los buses, con gente hasta en los techos, y los dejaron forrados con banderas y pancartas. El cofre iba en el coche fúnebre, adelante unas cincuenta motocicletas y detrás carros particulares y los cuatro buses.
Cuando llegaron a la autopista norte, las motos la cerraron, no dejaban pasar a nadie. “Yo iba al paso del impulso del carro, prácticamente en neutra”, recuerda Jefferson. Hubo un momento en que uno de los muchachos de las motos tocó el vidrio del coche fúnebre, azarado.
—Oiste hijueputa, qué es lo que querés, hacele más despacio —le gritó a Jefferson.
—Hijo, más despacio es el carro parado, mirá que ni la aguja del velocímetro se mueve.
—Hacele despacio que no queremos llegar rápido al cementerio.
A la altura del puente de la Madre Laura, el lento cortejo se encontró de frente con el bus oficial del Nacional, con todos los jugadores, que subía hacia Rionegro. “Me acuerdo y me da escalofrío. Uno tiene que ponerse en los zapatos de ellos, como ser humano, yo también soy hincha de Nacional, pero no fanático, lo vivo como me enseñaron, en familia, sin necesidad de algarabía”, dice Jefferson.
Cuando lo vieron, unos se tiraron de los buses, las motos pararon y los parrilleros se bajaron, y todos se fueron a parar el bus de Nacional. La autopista colapsada en ambos sentidos. Empezaron a pegarle al carro y a saltar y cantar. Hay casualidades de casualidades. Estar en ese funeral, con un hincha de Nacional que murió por portar la camiseta, ¡y en ese momento pasar el bus con todos sus jugadores! Varios de ellos se bajaron. Uno se quitó la camiseta y la amarró en la parrilla de la parte de arriba del coche fúnebre. Se abrazaron, se tomaron fotos, y los jugadores volvieron al bus. El cortejo continuó rumbo a San Pedro, despacio, despacio.
A pocas cuadras del cementerio, los de las motos le dijeron a Jefferson que parara.
—Parcero, ¿hay algún problema con que lo llevemos en hombros?
—No, ningún problema —les dijo Jefferson.
—Nosotros sacamos el cuerpo y ustedes váyanse para el cementerio que allá les llegamos.
Sacaron el cofre y lo cargaron. Adelante iba la banda con sus instrumentos, como en un desfile. Varios se querían llevar la camiseta del jugador que estaba amarrada al coche fúnebre, casi se arma una pelea, pero se la dieron a la hermana del difunto, quien se la puso encima de lo que llevaba puesto.
Llegaron al cementerio a eso de las cinco de la tarde. En la entrada retumbaban los cánticos y los tambores. “Uno se emociona —recuerda Jefferson—. Me hicieron estremecer, sea lo que sea, eso lo mueve a uno como ciudadano, como alguien que quiere disfrutar el fútbol y le da tristeza ver a lo que se puede llegar”.
La bóveda asignada era en un segundo piso. Los hinchas siguieron hacia la galería con el cofre en hombros. La gente no cabía en el corredor. El sepulturero no sabía qué hacer. La familia iba adelante. Los demás abrían espacio para que ellos pasaran. Jefferson subió con la mamá para coordinar la despedida y estar pendiente cuando quisieran ingresar el féretro a la bóveda. “Muchas veces maltratan al sepulturero —dice Jefferson—, porque es el encargado de tapar la bóveda y muchos no lo admiten. O la familia, o los amigos, o los hinchas, se van a tirar a la bóveda para que no la cierren. No falta el que quiera meterse con el cofre; por eso me quedé al lado del sepulturero. Recuerdo los cantos, como si estuvieran en un partido, y el himno de Nacional… Ahí vienen los duros / ahí vienen los fuertes… Muchos tomaban fotos y grababan con los celulares”.
Después de una hora, llegó el momento del último adiós, el final del último partido. El cofre estaba completamente abierto. El difunto, vestido con la camiseta de Nacional, tenía entre dieciocho y veinte años. “Era monito y cejoncito, de cara muy pulida”, recuerda Jefferson. Los amigos se le tiraban encima para abrazarlo y besarlo. “Si no hay beso al fallecido, no hay nada. Le echaban aguardiente y le soplaban humo de cigarrillos de marihuana. Yo trataba de decirles que tuvieran cuidado porque en la preparación habían maquillado el cuerpo y se le podía correr, pero todos se le tiraban encima y lo besaban”.
Atrás se oían los cantos. Los últimos que se despidieron fueron los miembros de la familia. Cuando ellos dijeron métalo, varios muchachos se pegaron de las maniguetas del cofre. Unos hinchas empujaban hacia adentro, había gritos, euforia, y otros no lo soltaban. Empezaron los estrujones. “Yo tenía que darle la bolsita institucional a la mamá con las tarjetas de los ramos, la cinta del coche fúnebre, los recordatorios, pero quedó estripada”, dice Jefferson con una mueca.
Finalmente pudieron meterlo y el sepulturero, entre estrujones, logró poner la tapa y revocar. La lápida de mármol se pone treinta días después. Sobre el revoque, con un palito, el sepulturero escribió el nombre del difunto y la fecha de nacimiento y muerte. Cuando terminó de escribir, un hincha le pidió el palito y empezaron a escribirle mensajes. Jefferson aprovechó para hablar con la mamá.
—Qué pena, no le puedo entregar la bolsita en buen estado porque mire cómo quedó.
—Tranquilo, no hay problema —le dijo ella.
La salida del cementerio y la despachada de los buses son otros de los momentos más delicados, como la salida del estadio en un clásico. “El despacho se tiene que hacer con la mayor paciencia que uno pueda tener y mucho profesionalismo. Si les decís tres veces para dónde va el bus, ellos entienden que los estás echando. Y surgen los problemas”, cuenta Jefferson.
Entre la salida y la aglomeración afuera pasaron unos veinte minutos más con cantos, fumando, bebiendo, llorando, abrazándose. El funeral terminó hacia las siete de la noche, cuando lograron llenar los buses, de nuevo con gente en los techos. “Cuando la muerte es por haber llevado la camiseta es algo muy importante para los hinchas de una barra”, concluye Jefferson y se despide. Otro servicio para el más allá lo está esperando.