Enfermera aplíquele más anestesia —escuchas desde la lejanía del que está medio dormido, los doctores empiezan a cortar.
—Yo necesito saber quién es el que me está poniendo tanta anestesia —alegas mientras la voz de afuera repite más anestesia—. ¿Cuál es su nombre, doctor? —y finalmente dormitas.
—¡Doña Estela, doña Estela!
Dos enfermeras te sientan en la camilla, una te enceguece con luz albina mientras la otra te agita por los hombros. No sabes qué pasa después, cuando vuelves a abrir los ojos estás en la sala de recuperación.
—La operación ha salido de maravilla —te dicen.
Llegas a casa en compañía de tu esposo y te metes en la cama junto a él, hay algo diferente: es como si te hubieran entrado a esa cirugía y en vez de operarte de hemorroides te hubieran cambiado el cerebro.
—Pasaron cosas raras en ese quirófano, Jhon Jairo
—te adormeces diciéndole—, siento una cosa en la cabeza, en la cabeza.
Corres al baño. Una plasta se precipita por tu esófago, te estira la garganta y vomitas hasta acabarte la bilis. El sol de la mañana alumbra la casa y ya las arcadas te quitaron el sueño. En la taza del inodoro cuelga tu cabeza. Es sábado temprano, por teléfono, el cirujano receta Plasil.
Y aquí estalla lo que se viene expandiendo por catorce años. Los diez miligramos de metoclopramida reaccionan en menos de veinte minutos. Sientes que la tráquea se estrecha, de repente sollozas y como si un dique se rompiera no hay manera de que pares de llorar. Estás hundida en la acatisia, un efecto secundario producido por fármacos, un viaje al infierno que debería durar siete horas hasta que el cuerpo consigue expulsarlo; pero pasas un día así, dos, y al tercero, lunes 12 de noviembre de 2002, solo te quieres morir.
La saliva te tiembla y la sangre se retuerce a través de tus entrañas. No hay nadie en casa. Llamas a la vecina, ella es enfermera, sabrá qué hacer. La recibes sentada a las siete de la mañana en el sillón de la sala, encorvada, meciéndote como los locos se mecen en las películas.
—Ayúdeme a hacer algo, Marta, lléveme a algún lugar.
Vuelven a llamar al doctor, ella le cuenta sobre ti, tu fuga existencial y asiente. Al colgar, el cable del teléfono se mece en el aire como un crespo de marfil.
—Tenemos que ir a urgencias psiquiátricas pero necesito autorización de algún familiar, usted sabe el prejuicio que existe frente a las enfermedades mentales; aunque lo suyo —concluyó— parece una crisis nada más.
***
El 7 de noviembre de 1973 Paul Michel Foucault dictó por primera vez en su cátedra Historia de los sistemas de pensamiento del Collége de France, un tema que por años le zumbaba la cabeza: el poder psiquiátrico.
Para ese entonces contaba con 46 años, quinientos espectadores que libremente iban a escucharlo, una vida dedicada a los estudios críticos, alrededor de diez libros publicados entre los cuales se destacaba su tesis doctoral: Historia de la locura en la época clásica, títulos en psicología y filosofía, una pareja homosexual, presuntos intentos de suicidio juvenil y un diagnóstico superado de depresión aguda.
Entre grabadoras de escritorio, Foucault desenredó cada miércoles, durante tres meses, su tesis: la psiquiatría como dispositivo de poder.
La psiquiatría se fundó a las puertas del siglo XIX. Hay dos historias de aquella época, una más famosa que la otra. En la primera, cuentan, Jorge III de Inglaterra enfermó de una manía en 1788, para cuidarlo de sí fue confinado a una recámara real cubierta de colchones. Se le advirtió docilidad y sumisión, ya no era un soberano. Dos de sus pajes lo cuidaron y le recordaron la superioridad que ejercían sobre él. Así, en medio de sus delirios, lo bañaban a la fuerza, estregándolo con esponjas, cambiándolo de ropa, observándole con altivez; meses después de este tipo de lecciones lo curaron en definitiva. La segunda historia relata que un ideólogo de la Revolución Francesa llamado Philippe Pinel fue asignado en 1793 como médico de las enfermerías del Hospicio de Alienados de Bicétre, en París, donde lo sorprende una imagen: locos encadenados viviendo junto a sus propios desechos, atados por temor a sus furias.
De inmediato, esta es la escena mítica, Pinel liberó a los locos de las cadenas dando origen al “tratamiento moral”, un modelo acorde a los ideales ilustrados de la época que buscaba mejorar los asilos, menguar el maltrato y humanizar a los alienados, es decir, a los maniacos, melancólicos, dementes o idiotas.
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Asiste tu madre, sí, irán las tres a Samein.
—¿Usted se va a ir así? —te cuestionan. Acabas de bajar las escaleras trastabillando en chanclas de playa. Además de la sudadera llevas una camisa deportiva y una chaqueta abultada de tu esposo porque tiritas de frío. No te bañas y se asombran de verte con la cara lavada donde las lágrimas ya han cogido ventaja.
Historia N°43063938. Apellidos completos: Suarez Tamayo. Nombre completo: Estela. Servicio: Coomeva. Edad: 38 años. Estado civil: casada (una hija de 9 años). Profesión: abogada. Empujaste a Marta dentro del consultorio y te aferraste a ella como niña escondida en las enaguas de un único pariente.
La mujer de enfrente lleva una bata, en la bata un bordado: Doctora P. Exige que salga tu amiga, que se retire, entretanto tú sientes un enjambre en la garganta. No te van a creer que no estás loca.
—Qué pena me da, pero uno al psiquiatra no entra acompañado —insiste la doctora P—. Es como cuando usted va donde el confesor, ¿usted va donde un padre a confesarse acompañada? ¡No! — responde ella misma—. Usted va sola, hágase de cuenta que viene a confesarse.
Y Marta dejó el consultorio espantando con el portazo lo que llevabas unos minutos sin pensar: no puedo quedarme en un manicomio por esto.
Empieza el interrogatorio: ¿cuántos enfermos mentales hay en su familia? Ahora que los cuentas son casi una docena entre allegados y lejanos. La doctora P. no para de escribir, te describe en su hoja tamaño carta, “obsesiva, controladora, descalificadora, estricta con todos y todo”. La oyes copiar a tirones, le oyes decir:
—Tú estás en una crisis de depresión, pánico y ansiedad; no tienes un solo diagnóstico; tienes tres, yo pienso que podrías quedarte hospitalizada. Entonces palideces.
—¡No! ¿Sabe por qué traje a mi amiga? Porque ella es del área de la salud y yo quería que ella influyera en usted para que no me dejara aquí, no, no, yo no me aguanto esto, no, no, no, peor la cura que la enfermedad —te mira como si fueras algo que va a estallar. Cae una gota de silencio.
—¿Usted es capaz de seguir instrucciones al pie de la letra? Te precipitas a contestar:
—Mire yo soy un relojito, así usted no me crea por estar enferma, pero para todo lo que usted me diga yo soy un relojito, lo que tenga que hacer.
Y solo por un segundo, con este flash de compasión, adviertes cómo es la doctora. Una mujer de tu edad, sólida, con cabello al hombro y rubia, de mejillas redondas y ojos claros; no se ha movido de su lado del consultorio, maniobra desde allí con su acento opita. En el Tratado del delirio del médico francés François Emmanuel Fodéré de 1817, el psiquiatra, exigían, debía tener un hermoso físico que lograra imponerse frente al loco.
Sabes que estás enferma, que necesitas que te traten porque sientes que te vas a enloquecer. Te receta una droga: Alprazolam 0.25 mg tres veces al día; también Fluoxetina 20 mg, una diaria. Aconseja que estés siempre acompañada y si al otro día no te sientes tranquila, debes llamarla a pedir tu hospitalización.
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Clase del 30 de enero de 1974. A través de los altoparlantes la voz afrancesada de Foucault anota las tres técnicas principales adoptadas por la psiquiatría a lo largo del siglo XIX, cuando echó raíces en los asilos y se hizo ciencia: el interrogatorio, la droga y la hipnosis.
Debía ser una confesión. El interrogatorio constaba de preguntas continuas, ordenadas cual un historial para impedir al enfermo hilvanar su propio relato. Llegado el pináculo, luego de agitar las mareas y escarbar lo que podría llamarse anomalía, recibir secretos y síntomas, prometer sacar la culpa y curar, se daba el momento, el aprieto que al paciente le hacía aceptar su enfermedad, cuando admitía que el manicomio estaba hecho para él, que el psiquiatra era su libertador de la locura.
Entre 1800 y 1880 se practicó en los hospitales psiquiátricos el uso del opio para sedar, suministros de nitrito de amilo a los epilépticos e histéricos, cloroformo como anestésico, éter para los neuróticos, láudano a los nerviosos. ¿Con qué objetivo? Apaciguar el sistema nervioso del paciente, garantizar la calma del asilo, el silencio de los cuerpos. Aún los psicofármacos tienen este fin en las instituciones.
El magnetismo y la hipnosis, al igual que el interrogatorio y la droga, causaban el mismo efecto: la docilidad. La capacidad de modelar la conducta del hipnotizado; decirle qué hacer, suprimir un síntoma, influir en sus entrañas y hasta en sus funciones vitales, es decir, imponer su autoridad de psiquiatra.
En ese tiempo, bajo el tratamiento moral, se utilizaron instrumentos como la silla fija, donde se aseguraba por horas al esqueleto enfermo; la silla móvil, que se agitaba al compás del furioso revuelo; la camisa de fuerza e incluso esposas de hierro, féretros de mimbre y collares caninos de puntas bajo la barbilla.
Sin embargo, fue el aislamiento del alienado la práctica decimonónica por excelencia. Según el psiquiatra francés Jean Étienne Dominique Esquirol, discípulo de Pinel, en su Mémoire sur l'isolement des aliénés de 1852, “(el secuestro, confinamiento) consiste en sustraerlo de todas sus costumbres, separándolo de su familia, sus amigos, sus servidores; rodeándolo de extraños; modificando toda su manera de vivir”.
***
Desde el primer día de tu vida hasta los once años, y a veces más grandecita, orinaste la cama. Aquel 29 de diciembre de 1963 naciste en Bello, Antioquia, la mayor de los tres hijos de tus padres. Introvertida, callada y tímida ¿Recuerdas? ¡Tan nerviosa! Inclusive, estando en la Universidad de Medellín, estudiando Derecho, tuviste que cambiar la sábana.
Una mamá muy brava, demasiado estricta contigo. Tú te escondías entre las piernas de papá, tras el periódico El Colombiano para que ella no te fuera a pegar. Papá siempre ha sido un hombre sereno, te defendía.
—¡No humille a la niña, que cuando alguien le pega a otra persona la está humillando!
—Parece azogada —le decían a tu madre sus amigas, apenándola, empujando su grito: ¡Esta langarutica! ¡Esta langaruta!
Entonces contraías tus formas chiquitas de un cuerpo que va aflorando; ya para ese momento cursabas segundo de primaria, jugabas con tu hermano dos años menor. Vivían en Belén La Palma, Medellín. En resumen, la infancia surcó feliz.
Por ese tiempo te obsesionaste con el aseo; limpiando vidrios todo el día, barriendo los pisos encerados de la casa grande, pareciéndote que no tenías nada que decir por ese temor reverencial a los mayores que te enmudecía.
En aquel momento soñabas con tener dieciocho y largarte. Ni riesgos de ir a cine con hombres ni a fiestas de garaje: Usted con muchachos, ¡ni en sueños, Estela! Tampoco a la pista de patinaje los sábados, a veces, ni siquiera salir con la amiguita que había tocado el timbre y esperaba la respuesta en la puerta.
Entretanto se dirigía a ti.
—¡Bien pueda si quiere se va ya, ahí está la puerta, pero se larga con una mano adelante y otra atrás, ni crea que la vamos a seguir manteniendo!
Y te quedabas gruñendo como perro chico que no para de ladrar. Así se fue el colegio, de mañana retraída, y en casa, un chihuahua contestón.
¿Qué estudiar? Si sentías que nada te gustaba excepto medicina, pero ese examen de la Universidad de Antioquia nunca lo llegarías a pasar. ¿Qué tal si reprobabas? ¿Cómo se afligirían tus padres teniendo una hija fracasada? ¡Qué pena! Aunque se empolve en tu cajón el apreciado Vademécum junto al libro de Medicina y salud con el que, de colegiala, te atrevías a diagnosticar.