Cuando me llegó por correo electrónico el mensaje de Félix Ángel Vallejo sobre el descubrimiento de Sylvia Ludins quedé helado. Lo primero que se me ocurrió fue pensar en las tristezas de la simulación, y en la amarga, negra fatalidad que significa que todos los farsantes deban ser descubiertos a la larga, porque, como solían predicar las buenas señoras antioqueñas como mi madre, primero cae el mentiroso que el cojo.
Qué vergüenza, me dije, esforzarse tanto por parecer otro; qué pena gastar el propio tiempo de la vida en mimar un personaje ajeno y cosechar honores en nombre de una máscara, un reflejo, una sombra. ¿En qué iban a quedar el prestigio creador de la raza antioqueña y la imagen libérrima de la pintora que se había convertido en un personaje de culto en su provincia? El mito de la franqueza se me bajó a los pies, convertido en nada. Vieja ladrona, protesté. Y dudé, a continuación, llevado por el amor de la patria chica que parece irremediable: ¿o la plagiaria será la gringa, la judía de Nueva York, la hija de emigrados?
Aprovecho para confesar, por si le importara a alguien, que jamás fui devoto de la pintura de esa señora particular llamada Débora Arango. Por prejuicios, tal vez. Porque no me gustan los pintores feístas dados al grotesco latinoamericano nacido quizás de los muralistas de México. Y porque me ofenden en las acuarelas la rigidez, las atmósferas de densidades podridas que son el sello de fábrica de la ya exseñorita Arango Pérez: la acuarela, así me pareció hasta hoy, debe ser el elogio humilde de la transparencia, y está obligada a resaltar la fluidez del agua limpia, viva, nítida. Para lo otro existen el óleo crudo, el acrílico, las guachas o el ramplón vinilo.
Las acuarelas de Débora Arango, tan próximas a veces a los vómitos, jamás me convencieron, y por alguna razón, aunque lo intenté muchas veces, nunca conseguí asimilarlas a un infierno dantesco al estilo paisa para justificarlas, con tanto cura gesticulante con el bonete torcido y tanta prostituta despernancada y tantos policías convertidos en gorilas y tantos políticos álgidos y tantos borrachos enarbolando puñales y tantos locos pintados en pleno delirio y tantas monjas contemplando un pájaro alegórico. Pero en fin, supe admirar detrás del artífice a la persona, a la mujer tan extraña en aquella ciudad puritana, que fue capaz de señalar con desvergonzada sinceridad las miserias de esta pobre nación, y que se atrevió a desnudar a sus amigas, y las infelicidades del poder.
Todas las provincias colombianas tienen su idiosincrasia. Y un catálogo de chistes miserables que las caricaturizan. La antioqueña tiene mala fama de rezandera y pragmática, de mantener magníficas relaciones con las potencias del cielo y con las del infierno en perfecto equilibrio, en perfecta armonía maquiavélica; y goza del prestigio dudoso de haberse visto sometida desde la Colonia por el poder pernicioso de los obispos y sus aspiraciones a las virtudes heroicas, que suelen conducir a la hipocresía y permiten, por ejemplo, tener un templo dedicado a una Virgen de los sicarios donde asesinos de la comarca van a purificar las balas, babeando avemarías para hacerlas más implacables. Pero a veces también la obligación a la mansedumbre y la carga de las represiones conduce a la rebelión: y contra la tiranía de una moral inhumana, la de los sepulcros blanqueados, allá en Antioquia surgieron a sus horas el Indio Uribe, muerto en el exilio ecuatoriano, y Fernando González, el brujo autoexilado en Otraparte, y los nadaístas, y Fernando Vallejo, y Débora Arango.
Pero el problema ahora no es ese, sino el de las semejanzas incomprensibles entre las obras de dos mujeres contemporáneas que se reflejan sin razón aparente. Al principio, después de leer el artículo de Félix Ángel en El Mundo, me dije que era imposible que la Ludins norteamericana conociera a Débora Arango, una mujer ignorada incluso en Colombia, oculta en un anonimato, de santa en su casa llamada Casablanca. Y que era más probable que Débora Arango de una familia acomodada de la pequeña burguesía paisa, recibiera revistas de arte de los Estados Unidos, y se hubiera dedicado a pintar, o a copiar minuciosamente, para distraer los tiempos muertos en su ostracismo voluntario, los cuadros de una judía yanqui.
Sus ataúdes tétricamente geométricos y burdos, sus espectros sucios de contornos gruesos como si los hubiera pintado con carbón y no con aguas embebidas en pigmentos puros son idénticos en las dos. Y las composiciones en equis y las faunas que habitan sus cartones y los motivos miserables: la violencia, la muerte, el vicio. Aunque a veces la Ludins en vez del machete del borracho soliviantado de Débora pinte un fusil fabricado en una armería de Chicago.
De la serie Realismo social, Sylvia Ludins, 1946.