Número 80, octubre 2016

El enigma de Ludins Arango
Eduardo Escobar

Cuando me llegó por correo electrónico el mensaje de Félix Ángel Vallejo sobre el descubrimiento de Sylvia Ludins quedé helado. Lo primero que se me ocurrió fue pensar en las tristezas de la simulación, y en la amarga, negra fatalidad que significa que todos los farsantes deban ser descubiertos a la larga, porque, como solían predicar las buenas señoras antioqueñas como mi madre, primero cae el mentiroso que el cojo.

Qué vergüenza, me dije, esforzarse tanto por parecer otro; qué pena gastar el propio tiempo de la vida en mimar un personaje ajeno y cosechar honores en nombre de una máscara, un reflejo, una sombra. ¿En qué iban a quedar el prestigio creador de la raza antioqueña y la imagen libérrima de la pintora que se había convertido en un personaje de culto en su provincia? El mito de la franqueza se me bajó a los pies, convertido en nada. Vieja ladrona, protesté. Y dudé, a continuación, llevado por el amor de la patria chica que parece irremediable: ¿o la plagiaria será la gringa, la judía de Nueva York, la hija de emigrados?

Aprovecho para confesar, por si le importara a alguien, que jamás fui devoto de la pintura de esa señora particular llamada Débora Arango. Por prejuicios, tal vez. Porque no me gustan los pintores feístas dados al grotesco latinoamericano nacido quizás de los muralistas de México. Y porque me ofenden en las acuarelas la rigidez, las atmósferas de densidades podridas que son el sello de fábrica de la ya exseñorita Arango Pérez: la acuarela, así me pareció hasta hoy, debe ser el elogio humilde de la transparencia, y está obligada a resaltar la fluidez del agua limpia, viva, nítida. Para lo otro existen el óleo crudo, el acrílico, las guachas o el ramplón vinilo.

Las acuarelas de Débora Arango, tan próximas a veces a los vómitos, jamás me convencieron, y por alguna razón, aunque lo intenté muchas veces, nunca conseguí asimilarlas a un infierno dantesco al estilo paisa para justificarlas, con tanto cura gesticulante con el bonete torcido y tanta prostituta despernancada y tantos policías convertidos en gorilas y tantos políticos álgidos y tantos borrachos enarbolando puñales y tantos locos pintados en pleno delirio y tantas monjas contemplando un pájaro alegórico. Pero en fin, supe admirar detrás del artífice a la persona, a la mujer tan extraña en aquella ciudad puritana, que fue capaz de señalar con desvergonzada sinceridad las miserias de esta pobre nación, y que se atrevió a desnudar a sus amigas, y las infelicidades del poder.

Todas las provincias colombianas tienen su idiosincrasia. Y un catálogo de chistes miserables que las caricaturizan. La antioqueña tiene mala fama de rezandera y pragmática, de mantener magníficas relaciones con las potencias del cielo y con las del infierno en perfecto equilibrio, en perfecta armonía maquiavélica; y goza del prestigio dudoso de haberse visto sometida desde la Colonia por el poder pernicioso de los obispos y sus aspiraciones a las virtudes heroicas, que suelen conducir a la hipocresía y permiten, por ejemplo, tener un templo dedicado a una Virgen de los sicarios donde asesinos de la comarca van a purificar las balas, babeando avemarías para hacerlas más implacables. Pero a veces también la obligación a la mansedumbre y la carga de las represiones conduce a la rebelión: y contra la tiranía de una moral inhumana, la de los sepulcros blanqueados, allá en Antioquia surgieron a sus horas el Indio Uribe, muerto en el exilio ecuatoriano, y Fernando González, el brujo autoexilado en Otraparte, y los nadaístas, y Fernando Vallejo, y Débora Arango.

Pero el problema ahora no es ese, sino el de las semejanzas incomprensibles entre las obras de dos mujeres contemporáneas que se reflejan sin razón aparente. Al principio, después de leer el artículo de Félix Ángel en El Mundo, me dije que era imposible que la Ludins norteamericana conociera a Débora Arango, una mujer ignorada incluso en Colombia, oculta en un anonimato, de santa en su casa llamada Casablanca. Y que era más probable que Débora Arango de una familia acomodada de la pequeña burguesía paisa, recibiera revistas de arte de los Estados Unidos, y se hubiera dedicado a pintar, o a copiar minuciosamente, para distraer los tiempos muertos en su ostracismo voluntario, los cuadros de una judía yanqui.

Sus ataúdes tétricamente geométricos y burdos, sus espectros sucios de contornos gruesos como si los hubiera pintado con carbón y no con aguas embebidas en pigmentos puros son idénticos en las dos. Y las composiciones en equis y las faunas que habitan sus cartones y los motivos miserables: la violencia, la muerte, el vicio. Aunque a veces la Ludins en vez del machete del borracho soliviantado de Débora pinte un fusil fabricado en una armería de Chicago.

De la serie Realismo social, Sylvia Ludins, 1946.
De la serie Realismo social, Sylvia Ludins, 1946.

 

Salida de Laureano, Débora Arango, 1953.
Salida de Laureano, Débora Arango, 1953.

Pero también pensé, dado como soy a la bondad, que en las similitudes entre las obras de Ludins y Arango, se encubriera una historia de amor de mujeres. Tal vez la castísima Débora tenía una íntima amiga en los Estados Unidos, con quien a veces se reunían en secreto a pintar las mismas cosas a cuatro piernas y cuatro manos y con las mismas brochas. Quizás se reunían de año en año, y de diciembre en diciembre, porque así son los amores entre mujeres: abnegados. En tiempos de Débora Arango en Antioquia uno podía pintar todas las cosas que le diera la gana, y escandalizar los salones de los artistas aficionados en los clubes para que trinara Laureano Gómez, pero no era posible que una mujer confesara su atracción por una norteamericana y sobre todo judía. Para eso se necesitaba un valor inhumano. Débora bien podía degradar la técnica de la acuarela insultando las nociones de la academia. Pero no tenía por qué suicidarse. Ni matar al obispo de Medellín de un infarto de susto. Como casi mata de la indignación a Francisco Franco cuando llevó sus mamarrachos a la España subyugada por los falsos santos del Opus Dei.

Después de mucho meditarlo, me pregunté, apelando a mi credulidad de metafísico, y renunciado a la dulce fábula sáfica, si era posible que dos mujeres en dos puntas extremas del mundo, sin conocerse, pintaran las mismas cosas. Y revisé las obras de las dos, las de Sylvia Ludins explorando en la red, y las de Débora en la página del Museo de Arte Moderno de Medellín. Y me asombró que un autorretratode Débora Arango pudiera figurar en el catálogo de las pinturas de Sylvia Ludins, como una rareza esotérica relacionada con alguna clase de sutil fenómeno telepático, convertida en el retrato de una desconocida. Y si acaso esas dos mujeres desconocidas entre sí ensoñaban los mismos sueños por las noches y se levantaban por las mañanas, sin maquillarse, vestidas de cualquier manera frente a dos patios distintos y distantes, a rememorar esos sueños atroces con aguas parecidas, rudas, tiesas. Y traté de apoyarme en el Hamlet de Shakespeare que me enseñó hace años que hay más cosas bajo el cielo de las que sueña tu filosofía, Horacio.

Pero en últimas todas esas suposiciones eran imposibles de mantener. Porque mientras rebuscaba en la red me contaron otra fábula, a partir de un caballero llamado Justin Cronkite, quien, en busca de un aparador que había visto en una venta de cosas viejas en internet, encontró en ese mueble un montón de pinturas hechas por una mujer que había muerto en 1965, es decir, mucho antes de que Débora Arango fuera rescatada del anonimato por los críticos del arte colombiano para convertirla en la artista emblemática de la pintura paisa, al lado de Pedro Nel Gómez y Eladio Vélez.

Tanto me intrigó la noticia que me mandó Félix Ángel Vallejo, que después de imaginar liviandades de los montes de Lesbos, y relaciones de estirpe romántica entre dos mujeres que se doblaron y desdoblaron por sobre el tiempo en espacios distintos, acabé aventurando que detrás de mis reflexiones hipertrofiadas por el morbo erótico y por la insidia esotérica del cándido, solo había una farsa: la farsa deun marchante lector de Poe o de De Quincey, que una tarde, cuando va a comprar un escaparate en una venta de garaje, descubre en el cajón de la mesa de una cocina abandonada en una casa que se cae, no un gato momificado sino las pinturas abrumadoras llenas de polvo y cucarachas de Sylvia Ludins. Qué gran cuento. Como para abrir los bolsillos de los millonarios norteamericanos del esnobismo plástico.

Claro que le escribí al descubridor de Sylvia Ludins, y le hice conocer las pinturas de Débora Arango, pero solo me respondió lacónicamente, sin más: Esas pinturas no son de Débora Arango, son de Sylvia Ludins. Y yo le repliqué: Perdóneme que insista, pero es imposible. Pero él solo ripostó: Perdóneme usted a mí: mi español es malo. Y mi inglés es peor, pensé yo. De modo que hasta allí llegamos en nuestra crítica relación.

Entonces, todas mis nobles ensoñaciones cayeron en la sórdida certeza de que detrás de Ludins, la hija de emigrados judíos en Nueva York, está la invención de un comerciante de arte que tiene empleada, en alguna bodega de los Estados Unidos, una legión de artistas sin futuro por falta de talento, dedicados a duplicar, a partir de un almanaque encontrado en el metro, las pesadillas de Débora Arango que atribuye a una mujer llamada Sylvia Ludins. ¿Y si no es así? Pues si no es así, estamos no ante un delito sino enfrentados a un milagro.
 
 

Coda: En la historia, fuera del señor Cronkite, el comprador del escaparate, aparece un tal Jon Katz, el vendedor del mueble. Y un crítico de arte de noventa años llamado Peter Seltz, a quien Cronkite consultó, y que se mostró asombrado ante la obra de Sylvia Ludins, o seudodébora, a quien calificó además como una artista muy hábil. De Justin Cronkite, los archivos de la red solo dicen que es un director de cine y un perenne buscavidas. Aunque no figura en la Wikipedia. Como tampoco figuran Sylvia Ludins. Ni Peter Seltz. Y si alguien no figura en la wiki, tenemos derecho a suponer que nunca existió. Sí hay un Jon Katz: un periodista aficionado a escribir sobre los fascinantes misterios que a veces nimban las vidas de los perros de compañía, y novelas policíacas y artículos de prensa medio inventados sobre muchachos que bajan pornografía de la red desde una computadora en Afganistán. UC

 
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