Como en el país, donde las encuestas y casi todos daban por ganador al Sí por amplio margen, en Valdivia el resultado fue una sorpresa que a la luz de todo lo que ha pasado resulta cándida, por decir lo menos. “No hubo una buena publicidad —explicaría Patricia—. Muchos de los que llegaban a votar no sabían qué estaban votando. Que qué era eso, que para qué. El 70% de Valdivia es rural, y hay gente que no escucha ni radio, no sabe leer, y no todos pertenecen a una Junta, entonces dígame cómo va a llegar a algo masivo si ellos no tienen conocimiento de nada”. Además, muchos no tenían las cédulas inscritas, porque desconfían tanto de la institucionalidad que les da lo mismo un candidato que otro. Y a otros simplemente no les interesaba.
Después de despedirme de Teresa, mientras espero taxi en un acopio de El Puerto, doña Fanny, tendera de unos cincuenta años, me dice que votó Sí para reclamar el certificado, y don William, un cliente, que hizo lo propio porque “uno vota por la paz, es mejor la paz”. No muy distinto a lo que me diría al día siguiente don Antonio, propietario de esa tiendita de puertas y ventanas rojas a orillas de la Troncal, en la vereda La Habana, no muy lejos de allí: “Yo voté ahí como por votar sería, porque yo de eso no entiendo. Medio entendí después que el No era de Uribe y el Sí de Santos”.
Pero el taxista que me lleva al casco urbano está indignado. Dice que no lo puede creer, que no entiende cómo no se acuerdan de las reses robadas de Ituango que los paracos hicieron desfilar por la Troncal días después de la masacre: “Me tocó ver en carne viva todo eso. Y la gente con pereza de votar por la paz. Yo les digo: ‘cuando les vengan a quitar las vaquitas que les quedan ahí sí lloran’. Entre más poquitos grupos haiga, mejor, pero la gente no piensa en todas las cosas que pasaron. Pero tan lindo Bogotá, como se lanzó de lindo, bregó y luchó, ¿cierto?”, dice el señor de sesenta años, y luego me cuenta que acá, en esta curva, durante el paro armado del 31 de marzo pasado, las Bacrim le quemaron el taxi y este en el que viajamos es prestado.
En el campo tenían esperanza porque están cansados de lo mismo, algunos viven de la coca, no tienen vías y la informalidad de la tierra es un problema serio. Ahora tienen miedo, creen que puede pasar cualquier cosa. Temían por represalias de las Farc, pero los guerrilleros les pidieron paciencia. Temen por sus cultivos, y alguno debió enterarse de la propuesta que días antes del plebiscito hizo Néstor Martínez, fiscal general, de reanudar las aspersiones con glifosato.
No
Todos los municipios que rodean a Valdivia votaron Sí: Tarazá (60,07%), Anorí (64,92%), Briceño (69,35%) e Ituango (69,34%). Todos salvo Yarumal, donde el 67,43% de los votantes dijo No, porque es bastión uribista aunque allí hayan surgido Los Doce Apóstoles, grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas; aunque el hermano de Uribe, Santiago, enfrenta un juicio por conformarlo. “Hay gente de aquí pa abajo uribista que fue víctima de Los Doce Apóstoles”, me diría esa noche un funcionario de la Umata.
En el pueblo la gente repetía los argumentos del No que luego confesaría Juan Carlos Vélez, de los que se enteraban por los noticieros y por cadenas de Whatsapp. País castrochavista, país en manos de ‘laFar’, país homosexual, país de viejos sin pensión, país de pobres sin subsidios. Ninguna valla ni alocución del alcalde desvirtuaron las mentiras. Patricia me diría que vio a la alcaldesa de Tarazá muy comprometida con el Sí, invitando a líderes y organizaciones a votar, “y en Valdivia nada”. El alcalde le iba al Sí, dicen, pero nunca lo promulgó. Como el de Medellín. Y el de Antioquia. Cuando Hernán le preguntó si iba a hacer campaña, respondió: “A mí nadie me lo impide, pero es mejor que las comunidades decidan”.
En la administración, me dijeron, el único que le hizo campaña al No fue el personero, Didier García, moreno petiso que debe rondar los cuarenta años. Le digo, después de presentarme, que en Valdivia los resultados casi dieron empate, pero a él no le parece: “Porque un solo hombre contra toda la clase política, contra las cortes, contra los emporios empresariales, contra toda la publicidad engañosa que hubo... Yo no soy uribista, porque no lo puedo ni ver, pero yo lo admiro porque él solo revirtió todas esas cosas”. Que no es uribista, dice, y me llama doctora, y cuando le menciono a Juan Carlos Vélez dice “no, no, no, yo vi debates entre Paloma Valencia y Roy Barreras, y eran con argumentos”. Después casi jura que a Leo Dan le ofrecieron el Nobel de Literatura pero se negó a recibirlo porque era cantante y no escritor. Que no, le digo, ya desconcertada hasta la risa, y responde “yo la invito a que averigüe, hay que leer cositas, no lo que le dice a uno Caracol”. Que no es uribista, insiste, y dice que Santos “compró un Nobel como comprándose un juguete”, y que él, abogado, leyó los acuerdos y tienen “unos verbos rectores que no los entiende ni Fernando Londoño”. Le digo que eso se parece mucho a la propaganda engañosa del No, me dice “yo soy izquierdocito, hay izquierda buena”, como la de Salvador Allende, “un tipazo”, y me parece muy curioso que admire a un izquierdista asesinado por una dictadura hace 43 años, pero no se lo digo porque a estas alturas la conversación ya se ha convertido en un diálogo de sordos en el que intervienen también sus subordinados, defensores del No, que me dicen doctora aunque yo les pida que por favor No.
Termino la noche en el negocio de un señor muy respetado en el pueblo, quien no más entrar me cuenta que es amigo personal de Uribe —“¡desde muchachos somos amigos él y yo!”—, y de Santos dice que es “un perro sarnoso, engatusador, embaucador, sinvergüenza que traicionó miserablemente a Uribe”. Por qué, pregunto, haciendo acopio de toda la paciencia en la que me entrené antes del Plebiscito: “Porque le hizo creer al pueblo colombiano que él había firmado la paz de Colombia, y lo que se firmó fue el acuerdo entre él y ‘laFar’”. Habla con mucha vehemencia: “¡Ojalá pudiera haber votado diez veces! No solo voté sino que hice votar a mucha gente”. Sube el tono cuando le pregunto por la reducción de confrontaciones después del cese al fuego, me obliga a apagar la grabadora, me exige que no ponga su nombre. Dice que el cese al fuego “era un engañabobos”, que al procurador lo destituyeron por “unas cosas que no valen la pena”, que a Piedad Córdoba le restituyeron sus derechos porque “la Corte fue presionada por ‘laFar’”, y que Valdivia es un pueblo de paz porque “la zona caliente es allá abajo”. Al final cometo el error de preguntarle la edad, y él responde que qué me importan a mí sus años, si es casado o tiene hijos, me dice “insidiosa” y me manda a coger a otro de bobo.
Es, más o menos, la misma historia de tantos municipios, y la conclusión es más o menos la misma: el campo votó Sí pese a miedos reales, y la ciudad — el pueblo— votó No por miedos infundados. Tiene razón Patricia cuando dice que antes le fue bien al Sí. Tiene razón el personero cuando dice que a los del Sí “los mató fue el triunfalismo”. Y tiene razón el viejo cascarrabias cuando dice que fue la soberbia lo que más contribuyó a la derrota del país en las urnas el 2 de octubre de 2016.