Al comienzo su letra era ordenada y legible, escribía con el pulso esmerado del dibujante y la furia del anarquista. Cartas, esbozos, relatos, recuerdos, poemas: El friso de la vida. Más tarde comenzó a rayar con descuido, trazando ondas lejanas de la ortografía y la puntuación que inundan y se contraen, recetas médicas para tratar una vida atormentada, amenazada por la muerte y las dudas, por la angustia y la locura.
El mismo Edvard Munch entendió al final que esas trece mil páginas manuscritas, guardadas y donadas al ayuntamiento de su natal Oslo, eran parte de un tratamiento propio contra la demencia, contra sus enemigos y contra el tedio: “Cuando releo mis apuntes encuentro muchas cosas ingenuas – y también hay quejas sobre mi propio y triste destino que no resultan varoniles – Supongo que también están escritas para consolarme […] Pero para que sea arte hay que podarlo y eliminar los lamentos meramente casuales”. Munch sabía que sus textos eran pinceladas, trazos rápidos de carbón sobre una tela, pero podían tener valor artístico y dar alguna respuesta a sus preguntas recurrentes: ¿Por qué me habrán traído al mundo sin preguntarme cuando una balita puede decidir mi destino? – Y mientras el café se hacía yo disparaba contra la viga de roble en la cocina – La bala se perdía en la madera dura como un hierro”. Munch sabía que los papeles encierran tesoros, que las páginas guardadas multiplican su valor y que las manchas del tiempo pueden ser destellos para el ojo de quien los guarda: “Luego encuentro un papelito sucio – embadurnado de tinta en el que solo ponía – Querido Ven mañana a las ocho Me incliné sobre el escritorio escudriñé cada letra – estudié cada mancha para descubrir marcas de sus dedos – Hacía mucho que no pensaba en ella”.
Leer a un pintor entrega sorpresas y decepciones. Munch vuelve sobre las escenas, las ideas y los orígenes de algunas de sus obras. Nos entrega algo de sus pensamientos y nos devela algo del misterio de sus cuadros. Pero sus papeles son también una biografía a saltos, un cuaderno de filosofía abierto al azar, un diario sin fechas, la confesión de un enamorado encontrada en un cajón. La infancia del pintor explica un poco su mirada turbia sobre el mundo, sus figuras que se deforman, su conciencia de que todo está desmoronándose.
A los veinte años expuso por primera vez en un salón de otoño en Cristianía, nombre de la Oslo de sus días. Su cuadro Niña enferma fue recibido con entusiasmo por el público y la prensa: “Parece un guiso de pescado en salsa de langosta”, dijo el más hambriento de los críticos. Era la visión de la muerte de su hermana Sophie, la primera de la seguidilla de cinco familiares que cayeron víctimas de tuberculosis. Durante años repitió esa pintura que en sus papeles es un poema breve: “Nos despertaron en medio de la noche – Lo entendimos de inmediato Nos vestimos con el sueño en los ojos”, y una dura nota biográfica que justifica sus múltiples escenas de duelos familiares y sus manías de pintor de enfermos: “Recibí en herencia dos de los peores enemigos de la humanidad – Las herencias de la tuberculosis y la enfermedad mental – La enfermedad la locura y la muerte fueron los ángeles negros junto a mi cuna Una madre que murió temprano – me dejó la semilla de la tuberculosis – un padre hipernervioso – pietista – religioso hasta rozar la locura – de una antigua estirpe – me dejó las semillas de la locura ”.
La policía protagonizó alguna de sus primeras exposiciones, donde los espectadores escupían los cuadros y llamaban al boicot local. Munch solo intentaba representar sus peores días, los momentos que habían marcado sus desgracias.