Número 80, octubre 2016

DICCIONARIO DE VICIOS
El rebelde obediente
Luis Miguel Rivas. Ilustración: Camila López


VICIO, EL

 

(Del in. The vice.)
Bufón o bromista que aparecía, como personaje, en el interludio del drama moral inglés del siglo XVI, representando alguno de los vicios. Solía aparecer subido en la espalda del diablo con un palo o un cuchillo. Está relacionado con el Arlequín de la comedia del arte.
Diccionario de uso del español de María Moliner

 
 
 
Vicio, lo que se llama vicio, en el sentido de la décima definición que ofrece el diccionario de la RAE: “Mala costumbre que adquiere a veces un animal”, solo he tenido uno: el más sutil, el peor de todos, el verdadero, el que convierte en vicio cualquier actividad que uno ejecute, sea tomarse un trago o quedarse en la oficina después del horario: el modo de pensar vicioso, una mezcolanza de moral católica, autoritarismo, culpa y dicotomías malo-bueno, pecado-virtud. Una corriente mental con lente distorsionada que a fuerza de imponerle un sentido unívoco e interesado a las cosas termina convirtiendo los placeres en desgracia y haciéndote decir como dicen que decía San Pablo: “Veo lo que debo hacer y hago lo que no quiero”.

La otra vez, por ejemplo, llevaba una semana tomando aguardientico desde por la mañana y metiéndome los pasecitos a partir del mediodía y dándome unos plones cada tanto. Una cosa tranquila, sin excesos ni vicios, como he visto que hacen algunos miembros de las familias más respetables. Hasta que me dio por parar. Qué problema. El purgatorio en carne y hueso. La angustia y el sufrimiento propiamente dichos. La pregunta metódica en tan urgente trance fue: ¿Si lo que me está haciendo daño es parar, por qué tengo que parar si no quiero parar? No me respondí que porque estaba destruyendo mi vida ni que si no paraba ahora después iba a ser peor. Ni ninguna de esas cosas.
—Tenés que parar porque no tenés plata y ya no te fían en ninguna tienda.
—Ahh ya —asentí lentamente, sin querer darle credibilidad al dato.

Cuando por fin asimilé la realidad, el sufrimiento aumentó hasta convertirse en desazón suprema, en pavor sin límites, en la materialización de esos versos de Ciro Mendía:
No tengo perro ni gato,
La tormenta se avecina,
La soledad me asesina,
Veo en mi lecho alacranes
Veo en el baño caimanes
Y un pistolero en la esquina.

Ante la falta de presencia de ánimos que me permitieran por lo menos intentar un suicidio opté por darle la cara a la situación. Me puse a verle la forma a ese sufrimiento y a mirar de qué cosas estaba hecho. Por un lado, de algo físico, del cuerpo pidiendo los estímulos a los que le tenía acostumbrado. Pero en ese dolor y carencia material no radicaba mi infierno.

Por otro lado estaba la inminencia del regreso a un mundo implacable, despótico y ajeno, al que siempre tenía que volver, en el que debía trabajar como un burro haciendo videos institucionales para tratar de llevar una vida medianamente digna y pagar las deudas en las tiendas a las que dejaba de ir por meses cuando, reinsertado a la vida civil, desintoxicado y hasta optimista, dedicaba mi existencia a realizar otro producto audiovisual que después de trasnochos y extensas jornadas era visto en la sala de edición por una muchachita petulante recién enganchada en la oficina de comunicaciones de alguna empresa importante, que emitía su concepto mientras cuadraba por celular un viaje a Miami con el novio: “Quedó divino, solo tengo cuatro o cinco cambiecitos que son una bobada”. Entonces pensaba: “Yo sí fui güevón, no haberme disfrutado bastante esos últimos días de la última parranda si de todas maneras iba a parar”, y le decía a la muchachita: “Listo, está bien”. Y salía a fumarme un cigarrillo y seguía derecho hacía el ascensor, llegaba a la calle y cogía la buseta de Rosellón que me dejaba cercade la tienda donde pedía una cerveza bien helada y otra y un guarito y media de ron y así seguía durante dos, tres, cuatro, siete días desde por las mañanas, sentado en la mesa de afuera de la tienda, con ojos chispeantes y burlones viendo pasar a la gente apresurada para las oficinas y fábricas, oyendo los mensajes en el celular: Te están buscando para hacer las correcciones, mirando desde arriba a ese mundo inapelable que se desgañitaba gritando actividad mientras yo flotaba en la sustancia vibrante de mi tiempo mío así lo estuviera dilapidando; ese mundo al que, cuando se acababan la plata y los fiados y los ánimos, tenía que volver para rendir cuentas: Tuve un problema, gracias por volver a confiar en mí y permitirme retomar agradecido este trabajo donde seguiré dando lo mejor, con el sueño inalterable de que algún día llegaré a tener tiempo propio y la vida que creo que merezco tener, y que de entraba sabía que nunca iba a poder tener en ese mundo, por más juicioso que me volviera, como no lo habían conseguido ninguno de los juiciosos que me miraban con desprecio cuando volvía apaleado al redil.

Es un precio muy alto el que tiene que pagar un obrero de las comunicaciones para poder vivir durante unos pocos días al año como lo hacen las estrellas de rock (y algunos hijos de los dueños de las empresas de comunicaciones) toda la vida sin ningún problema. Pero algo es algo.

Seguí desmembrando el sufrimiento producido por la parada de la parranda y encontré una capa, delgada y casi invisible, que envolvía toda la emoción dándole forma y sabor y creando una atmósfera espiritual que me contenía: la culpa. ¿Por qué? Si no había matado, si no había robado, si no había explotado a nadie, si no le había quedado mal con el cheque del pago a nadie, si incluso había oxigenado la dinámica laboral obligando a la empresa a conseguirme un reemplazo. Me sentía como si en vez de haber abandonado un tren vacío que se dirigía a ninguna parte hubiera descarrilado el expreso que llevaba a la humanidad por los caminos del bien y la salvación. Y entre más evidente se hacía el absurdo de ese sentimiento más era regido por su fuerza, instalada mucho antes de la razón: en la base del modo de ser vicioso.

Salí a dar una vuelta para buscar un poco de aire y en una de las calles del barrio Mesa, sentado en una acera, encontré a mi viejo amigo Juan Gringo. Lo vi mal y me sentí mejor con solo creer que estaba peor que yo. Lo saludé y me invitó a sentarme a su lado. Yo siempre quise ser tan bonito como era Juan Gringo antes de que cogiera el bazuco. Mono, alto, desgarbado, pelo largo, ojos azules, líneas precisas definiendo unos rasgos duros de caballo pura sangre. Un Corazón de Jesús. Ahora no estaba así sino como la foto de “Después”, en los afiches para prevenir la drogadicción.
—Qué cosas ¿no? —dijo cuando me vio la cara, mientras raspaba la calle con la punta de un palo—. Se pasa uno la mitad de la vida cogiendo vicios y la otra mitad tratando de dejarlos.

 

Ilustración: Camila López

Pero en ese momento Juan ya no trataba de dejarlo. Ya había estado en centros de rehabilitación; ya la familia lo había abandonado cansada de miles de intentos; ya no tenía casa ni ganas de conseguirse una, y vivía en cambuches que iba cambiando de sitio; ya no se lamentaba de haberse soplado el taller de carpintería y trabajos en acrílico, donde me invitaba a tomar whisky cuando empezamos a conocernos, y en donde fabricaba los muebles y las esculturas en acrílico más bonitos y costosos y más exitosos que se hayan hecho en Envigado nunca jamás; ya se había entregado en cuerpo y alma a los diablitos que tenía que fumarse desde que se levantaba hasta que se acostaba.

La extraña mansedumbre con la que hablaba de su desgracia (la palabra es mía, él nunca la usó ni parecía sentirla) mientras miraba concentrado la formas invisibles que hacía con el palo en el cemento, apacigüó mi purgatorio.
—Yo no puedo empezar el día sin un diablito. Mi única preocupación cuando me despierto en la mañana es poder conseguirlo. No hay desayuno, no hay baño, no hay nada de nada, hasta que no pueda fumarme el primero —me dijo con una sonrisa tranquila.

Hablaba con una aceptación reposada, sin énfasis ni dramas, exponiendo datos objetivos, consecuencias de causas que conocía y asumía. Y esa soberanía suya, arrebatada al mundo del trabajo y la productividad para ser entregada, sin pasar por ventanilla y sin ninguna queja, a un déspota todavía peor, pero de alguna manera escogido por él mismo, le daban no sé qué de dignidad, y, si se quiere, de saludable a su presencia enferma. Había una cosa auténtica en su mirada y algo de liviano en su pesadez; una ausencia de culpas, miedos y resentimientos, como si hubiera trascendido el modo de ser vicioso llevándolo a su última expresión: entregándose de lleno a un vicio hasta disolver el sentido de esa palabra. Hablamos como dos horas y nos despedimos sin que me pidiera plata.

Por esos tiempos me hice amigo de El Maestro de La Floresta, un hombre de setenta años, viejo lobo de los mares del arte y la vida, nacido y criado en otras latitudes no tan enfermas como la nuestra o en todo caso con otras enfermedades, para quien lo que la gente llama vicios eran homenajes a la existencia, aparejos del ritual sagrado de la amistad, posibilidades de enriquecimiento de la personalidad, pero nunca instrumentos para anularla. Una reivindicación de la libertad, por encima del prejuicio o los intereses del poder. Al Maestro de La Floresta le gustaban casi todos y los disfrutaba con fruición de niño y distancia de sabio. Cuando tomaba aguardiente lo hacía a sorbitos, saboreando con calma, mientras desplegaba su conversación extensa y agradable; se metía sus pases pausados cuando se daba la ocasión, pero si la ocasión no se daba ni se acordaba de los pases; se daba sus plones mientras discurría sobre una coyuntura política o una teoría narrativa, pero nunca fumaba para escribir la primera versión de un texto ni para realizar tareas que implicaran cierto rigor de concentración. Me acuerdo, incluso, de una noche en la que estábamos todos los amigos en la buhardilla de siempre, jugando Scrabble y fumando bazuco; cerca de las doce El Maestro miró el reloj, le dio la última pitada al coso que rotaba y dijo mientras se ponía de pie: “Bueno, jóvenes, tengo que hacer cosas mañana, los dejo, feliz noche”. Y se fue a dormir como si hubiera estado tomando aromática con galleticas, mientras nosotros seguíamos arañados y empalabrados en los brazos del demonio del chirris. El Maestro de La Floresta es el tipo más sano que yo he conocido. Mucho más que la mayoría de gente que conozco que no mete ni consume nada.

Después de entablar relación con el viejo pasé todavía un tiempo más engrupido en la trampa mental (que concebía como producto de mi tendencia al consumo excesivo de las cosas, como si el consumo excesivo no fuera más bien un derivado de la trampa). Y el proceso de mi rebeldía, que imaginé como la evolución espiritual del camello que suelta sus fardos para convertirse en león y finalmente se transforma en niño, había mudado en un ciclo sin fin que reiniciaba después de que el niño, acosado por deudas y exigencias del mundo, volvía a ser un camello arrepentido cargando en sus jorobas bultos cada vez más pesados.

Un día las cosas empezaron a cambiar. Un proceso largo de trasteo y remoción del amoblado mental, que no es del caso contar ahora pero en el que tuvieron que ver, sin saberlo, Juan Gringo y El Maestro de La Floresta. Empecé por enfrentar la dicotomía trabajo- parranda, a través de la eliminación de uno de sus componentes: dejé el trabajo. O por lo menos el que realizaba. Cosa de entrada muy difícil ya que una de las columnas del pensar vicioso es el “miedo a perder el trabajito”. Aterrorizado pero optimista dediqué el tiempo recuperado a lo que sabía que quería mi persona pero que nunca me atreví a tomar en serio: escribir. (Más que al acto de escribir, me refiero a un modo de vida que gira en torno a la posibilidad de hacer eso). A medida que iba escribiendo mis cosas sin afán ni pretensiones empecé a sentirme montado en un tren que por fin me correspondía, sin destino fijo, pero lleno de sentidos. Traté de que esa actividad fuera también mi manera de ganarme la vida, escribiendo cosas por encargo. Asunto complicado porque el modo de pensar vicioso no le da mucho valor al hecho de juntar palabras si detrás no hay una ganancia factible. Pero, aparte de la economía, todo empezó a mejorar dentro de mí.

Han pasado varios años desde eso. En estos días andaba en una de las parrandas que me pego ahora, de solo dos diítas, con cerveza, música en Youtube y uno que otro bareto. Cuando decidí parar. Quería levantarme despejado al día siguiente para seguir escribiendo la historia en la que he estado trabajando todo este año. Nada de conflicto. Solo el cuerpo pidiendo más alcohol. Pero era una vocecita de niño malcriado al lado de esa voz contenta y llena de vida que me iba dictando la trama de la historia. UC

 
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