VICIO, EL
(Del in. The vice.)
Bufón o bromista que aparecía, como personaje, en el interludio del drama moral inglés del siglo XVI, representando alguno de los vicios. Solía aparecer subido en la espalda del diablo con un palo o un cuchillo. Está relacionado con el Arlequín de la comedia del arte.
Diccionario de uso del español de María Moliner
Vicio, lo que se llama vicio, en el sentido de la décima definición que ofrece el diccionario de la RAE: “Mala costumbre que adquiere a veces un animal”, solo he tenido uno: el más sutil, el peor de todos, el verdadero, el que convierte en vicio cualquier actividad que uno ejecute, sea tomarse un trago o quedarse en la oficina después del horario: el modo de pensar vicioso, una mezcolanza de moral católica, autoritarismo, culpa y dicotomías malo-bueno, pecado-virtud. Una corriente mental con lente distorsionada que a fuerza de imponerle un sentido unívoco e interesado a las cosas termina convirtiendo los placeres en desgracia y haciéndote decir como dicen que decía San Pablo: “Veo lo que debo hacer y hago lo que no quiero”.
La otra vez, por ejemplo, llevaba una semana tomando aguardientico desde por la mañana y metiéndome los pasecitos a partir del mediodía y dándome unos plones cada tanto. Una cosa tranquila, sin excesos ni vicios, como he visto que hacen algunos miembros de las familias más respetables. Hasta que me dio por parar. Qué problema. El purgatorio en carne y hueso. La angustia y el sufrimiento propiamente dichos. La pregunta metódica en tan urgente trance fue: ¿Si lo que me está haciendo daño es parar, por qué tengo que parar si no quiero parar? No me respondí que porque estaba destruyendo mi vida ni que si no paraba ahora después iba a ser peor. Ni ninguna de esas cosas.
—Tenés que parar porque no tenés plata y ya no te fían en ninguna tienda.
—Ahh ya —asentí lentamente, sin querer darle credibilidad al dato.
Cuando por fin asimilé la realidad, el sufrimiento aumentó hasta convertirse en desazón suprema, en pavor sin límites, en la materialización de esos versos de Ciro Mendía:
No tengo perro ni gato,
La tormenta se avecina,
La soledad me asesina,
Veo en mi lecho alacranes
Veo en el baño caimanes
Y un pistolero en la esquina.
Ante la falta de presencia de ánimos que me permitieran por lo menos intentar un suicidio opté por darle la cara a la situación. Me puse a verle la forma a ese sufrimiento y a mirar de qué cosas estaba hecho. Por un lado, de algo físico, del cuerpo pidiendo los estímulos a los que le tenía acostumbrado. Pero en ese dolor y carencia material no radicaba mi infierno.
Por otro lado estaba la inminencia del regreso a un mundo implacable, despótico y ajeno, al que siempre tenía que volver, en el que debía trabajar como un burro haciendo videos institucionales para tratar de llevar una vida medianamente digna y pagar las deudas en las tiendas a las que dejaba de ir por meses cuando, reinsertado a la vida civil, desintoxicado y hasta optimista, dedicaba mi existencia a realizar otro producto audiovisual que después de trasnochos y extensas jornadas era visto en la sala de edición por una muchachita petulante recién enganchada en la oficina de comunicaciones de alguna empresa importante, que emitía su concepto mientras cuadraba por celular un viaje a Miami con el novio: “Quedó divino, solo tengo cuatro o cinco cambiecitos que son una bobada”. Entonces pensaba: “Yo sí fui güevón, no haberme disfrutado bastante esos últimos días de la última parranda si de todas maneras iba a parar”, y le decía a la muchachita: “Listo, está bien”. Y salía a fumarme un cigarrillo y seguía derecho hacía el ascensor, llegaba a la calle y cogía la buseta de Rosellón que me dejaba cercade la tienda donde pedía una cerveza bien helada y otra y un guarito y media de ron y así seguía durante dos, tres, cuatro, siete días desde por las mañanas, sentado en la mesa de afuera de la tienda, con ojos chispeantes y burlones viendo pasar a la gente apresurada para las oficinas y fábricas, oyendo los mensajes en el celular: Te están buscando para hacer las correcciones, mirando desde arriba a ese mundo inapelable que se desgañitaba gritando actividad mientras yo flotaba en la sustancia vibrante de mi tiempo mío así lo estuviera dilapidando; ese mundo al que, cuando se acababan la plata y los fiados y los ánimos, tenía que volver para rendir cuentas: Tuve un problema, gracias por volver a confiar en mí y permitirme retomar agradecido este trabajo donde seguiré dando lo mejor, con el sueño inalterable de que algún día llegaré a tener tiempo propio y la vida que creo que merezco tener, y que de entraba sabía que nunca iba a poder tener en ese mundo, por más juicioso que me volviera, como no lo habían conseguido ninguno de los juiciosos que me miraban con desprecio cuando volvía apaleado al redil.
Es un precio muy alto el que tiene que pagar un obrero de las comunicaciones para poder vivir durante unos pocos días al año como lo hacen las estrellas de rock (y algunos hijos de los dueños de las empresas de comunicaciones) toda la vida sin ningún problema. Pero algo es algo.
Seguí desmembrando el sufrimiento producido por la parada de la parranda y encontré una capa, delgada y casi invisible, que envolvía toda la emoción dándole forma y sabor y creando una atmósfera espiritual que me contenía: la culpa. ¿Por qué? Si no había matado, si no había robado, si no había explotado a nadie, si no le había quedado mal con el cheque del pago a nadie, si incluso había oxigenado la dinámica laboral obligando a la empresa a conseguirme un reemplazo. Me sentía como si en vez de haber abandonado un tren vacío que se dirigía a ninguna parte hubiera descarrilado el expreso que llevaba a la humanidad por los caminos del bien y la salvación. Y entre más evidente se hacía el absurdo de ese sentimiento más era regido por su fuerza, instalada mucho antes de la razón: en la base del modo de ser vicioso.
Salí a dar una vuelta para buscar un poco de aire y en una de las calles del barrio Mesa, sentado en una acera, encontré a mi viejo amigo Juan Gringo. Lo vi mal y me sentí mejor con solo creer que estaba peor que yo. Lo saludé y me invitó a sentarme a su lado. Yo siempre quise ser tan bonito como era Juan Gringo antes de que cogiera el bazuco. Mono, alto, desgarbado, pelo largo, ojos azules, líneas precisas definiendo unos rasgos duros de caballo pura sangre. Un Corazón de Jesús. Ahora no estaba así sino como la foto de “Después”, en los afiches para prevenir la drogadicción.
—Qué cosas ¿no? —dijo cuando me vio la cara, mientras raspaba la calle con la punta de un palo—. Se pasa uno la mitad de la vida cogiendo vicios y la otra mitad tratando de dejarlos.