El día que conocí a Jeringa salí de la casa para el Parque del Periodista. Cuando llegué los muchachos estaban afuera del bar, cada uno con su botella, sus cigarrillos, sentados en fila y separados por medio metro. A Aguapanelo la falta de amigos parecía que lo había enloquecido, por eso lo miré primero y, en un ataque de amistad, quise saludarlo, acercármele e invitarlo a la reconciliación, pero no lo hice y me pasé varias horas, mientras me tomaba mi litro personal de aguardiente, oyéndole sus disputas a alto volumen con él mismo. Se decía que los amigos no existen, que se acabaron, que la soledad es muy hijueputa, y él mismo se respondía que sí, que existen, que son una bendición de Dios. Se decía que odiaba ser bipolar, que era una sensación maravillosa. Brindaba con él, lloraba y el otro él le decía que no fuera nenita, que dejara de chillar. Yo seguía tomando muy seguido, cogiendo fuerzas para aguantar los golpes que me darían los muchachos cuando me parara frente a ellos y les dijera lo que se merecían, lo patéticos que se veía cada uno de ellos con su mundo, que me veía, lo peligroso de andar solo en esta ciudad sin amigos, lo aburrido… Tampoco tuve agallas.
A medida que llegaba la noche éramos menos. Los que se iban sacaban de la billetera algún billete para el ladrón de turno o de diez mil para el taxi, plata que de andar juntos significaría entre todos unas cuantas botellas más y una pasaíta a saludar a Fernandito, que nos había cambiado por las peladas del estriptis. Cuando estaba a punto de acabar el litro y vi solo a Alelí, que había terminado su trago, me fui para el estanquillo y compré, con la plata destinada para el ladrón, mediecita para compartirla con él, darle la mano y decirle que dejáramos de bobiar, que amigos por siempre, que nos pusiéramos en la tarea de reconciliarlos a todos… Pero cuando llegué ya no estaba, tampoco lo que quedaba de mi caja de aguardiente. Lo maldije. A todos los maldije y estuve de acuerdo con el yo de Aguapanelo, que aseguraba que los amigos no existen. Me sentí más solo que nunca. A los pocos minutos conocí a Jeringa.
Subiendo para la casa me agarraron los nervios porque no tener plata para los ladrones era como estar muerto. Así que decidí burlarme de la vida, retarla por maluca, injusta y peligrosa, por quitarme con quién charlar. Como antes, subí gritando, cantando canciones a todo volumen, mirando de frente y amenazante a los ojos de los que me encontraba en la calle, sintiéndome muchos… De un momento a otro escuché sonar las ramas del palo de mangos que acababa de pasar y se me fue el valor, me entró un escalofrío tremendo, un miedo de esos que presienten la muerte. Solo me faltaban tres cuadras para llegar a la casa y pensé en correr, pero las piernas me temblaban, así que saqué la media que me venía tomando en el camino y me mandé un trago largo. Me di la bendición disimuladamente para que el ladrón no advirtiera el miedo y, antes de que se me acercara por detrás con una navaja o pistola y me dijera: “Esto es un atraco, no mire para atrás, no me mire y deme lo que tenga”, me puse el buzo, que cargaba en los hombros, para restarle potencia al impacto de la bala o de la navaja.
El ladrón seguía detrás de mí, caminando muy muy lento, y yo seguía tomando y fumando como si nada, pero repitiendo por dentro, muy por dentro para que no fuera a escuchar: “No tengo miedo, no tengo miedo, ni cinco, ni cinco de miedo”. Unos pasos más adelante se me acercó y me cogió del cuello abrazándome fuerte.
—Hey, chino, no se mueva que le clavo esta pistola —me dijo, muy asustado, mientras yo, confundido, pensaba con qué me iba a matar—. Haga de cuenta que somos amigos y no dé visaje.
Abráceme también.
—Tranquilo, señor ladrón, fresco
—y lo abracé también, como a un amigo, y me sentí pleno. Hace años que no abrazaba a nadie.
Seguimos caminando lentamente y me pidió plata o anillos o el reloj o algo de valor, pero yo le dije la verdad. Ahí fue cuando sentí que me empezaba a clavar la navaja o la pistola o el dedo, no sé, pero en todo caso algo me punzaba en la espalda.
—Que me des plata, güevón, que no estoy charlando.
—Don ladrón, se lo juro, no tengo nada, estoy pelao. Si quiere tómese un trago —le dije, y me voltié a mirarlo; luego le aclaré, dándole palmaditas en el hombro—: eso sí, no tengo copas, le toca a pico de botella.
Se tomó el sorbo sin dejar de abrazarme y seguimos caminando. Le ofrecí cigarrillos. En el camino le dije que me daba mucha pena pero que en realidad estaba sin un peso, sin fondos, que la plata que tenía me la había gastado en la media, que en otra oportunidad con mucho gusto, que qué días atracaba por acá y a qué horas para yo pasar... Hablando y hablando se olvidó de que yo era su víctima, y yo de que iba para mi casa. Me había alejado treinta minutos a pie abrazado y bebiendo con el ladrón.
Le conté mis penas y él me contó las suyas. Le conté que antes los muchachos y yo íbamos y veníamos por la ciudad juntos, felices, haciendo locuras, conociendo el mundo, pero que a la vida se le había dado por separarnos de a poquito. Le conté que cuando empecé a trabajar en el periódico y salía mi nombre en Google era el ídolo de todos, que me admiraban, chicaniaban conmigo, pero que luego me les convertí en una amenaza y me mandaron a la mierda. Le conté que con el paso de los días todos se fueron quedando solos, que cada uno andaba con cada uno, que se había desbaratado el grupo. Me contó que los amigos que tenía también lo habían sacado a patadas por pobre, luego otros por ladrón, otros por no compartir la plata de los robos y, al final, se quedó sin nadie para charlar. Le conté que a Andresito le había pasado algo parecido, que también lo habían echado del combo porque era el más lindo, el más papi, el tumbalocas, y las peladas solo lo querían y perseguían a él y a los demás no les dejaba ni un piquito ni una tocaíta. Me contó que llevaba dos años robando en el barrio, que antes era muy difícil pero que de un tiempo para acá era sencillísimo porque ya no se veían galladas, que las personas andaban solas, sin amigos, y no había peligro, que con un dedo hacía para comer, compraba ropa, pagaba la pieza, iba a toros y mucho más… En una ocasión, me dijo, yo iba a ser su víctima pero otro ladrón se le adelantó.
—Y vos le diste, pillao, y a mí te me estás haciendo el loco —me dijo, sonriendo, y se tomó el último trago—, pero te la perdono y te agradezco la conversada y el guaro, sos un bacán.
Entonces se soltó del abrazo y arrancó para abajo otra vez. Lo vi alejándose y me agarró la nostalgia, la melancolía, me acordé de la soledad, de la falta de compañía, me puse a pensar cosas, a extrañar el abrazo y no me aguanté y me fui corriendo detrás de él para alcanzarlo, persiguiéndolo como un ladrón.
—¿Otra media o qué, viejo man? — le pregunté— ¿O una botella? A propósito, ¿cómo te llamás?, si se puede saber.
—Jeringa, un amigo más —me dijo, y me estiró la mano—. ¿Y la plata? —me preguntó.
Le dije mi nombre, le conté el plan y nos volvimos a abrazar como al principio. En el camino de regreso a casa nos la pasamos de lo mejor hablando mal de la gente, burlándonos de los solos, contando chistes, hablando de fútbol… Me esperó en la sala de la casa mientras yo sacaba plata, luego preparé dos sánduches y salimos de nuevo. Compramos el trago, nos sentamos en un parque, hasta el amanecer, a beber y conversar.