En la noche del 2 diciembre del 2015, en un granero de Manassas, ciudad de cuarenta mil habitantes en el estado de Virginia, los animales y las cosechas fueron apartados para darle espacio al gran fenómeno político de Estados Unidos: Donald John Trump. Hasta ese lugar, al lado de una carretera entre paisajes abiertos, granjas y suburbios, llegué para conocer por primera vez a los seguidores del polémico empresario de Nueva York. Fue uno de los primeros mítines en los cuales Trump apareció protegido por agentes del Servicio Secreto, privilegio que obtuvo después de consolidar por meses su ventaja en las encuestas. Esto le dio un tinte de credibilidad a sus visitas en la América profunda, tan poco acostumbrada a las caravanas de limusinas, policías, sirenas incandescentes y periodistas.
Al escenario le cabían unas quinientas personas. Era tan grande como una cancha de baloncesto. La mayor parte del recinto estaba destinado para seguidores de Trump. Y para nosotros, la prensa, había un espacio de unos diez metros cuadrados con separadores y una tarima para cámaras de televisión. Éramos un rebaño de reporteros de todo el mundo, ávidos por escuchar un nuevo discurso en el horario estelar de la televisión estadounidense. Esta multitud en Manassas podría ser un pequeño retrato de los grupos electorales que aplauden las diatribas del candidato republicano, según estudios demográficos sobre sus seguidores. La mayoría eran hombres blancos, de clase media, empleados, según contaron. También había algunas mujeres y muy pocos latinos. Ni un solo negro. Me le acerqué a un hombre de unos cuarenta años, ojos azules, de simpático semblante.
—Hola, ¿me diría usted por qué vino a ver a Donald Trump?
—Porque es un respiro de aire fresco —respondió con energía y convicción—. Trump es lo que necesita Estados Unidos Estoy cansado de los políticos de siempre, que nunca logran nada y todo lo que hacen es recibir dinero de los lobistas. No hacen ni mierda por los estadounidenses.
—¿Está de acuerdo con la propuesta de cerrar la frontera con México? —Sí, porque eso es lo que nos hace una nación, un Estado, un condado. Es una frontera y no es tan complejo ¿Qué es lo malo? Los inmigrantes tienen que respetar las reglas. México, incluso, tiene leyes migratorias más rígidas que las nuestras. Entonces,
¿por qué no adoptamos las leyes mexicanas?.
Después hablé con una mujer que sumaba un poco más de años.—Hola señora. Tengo la impresión de que usted apoya a Donald Trump. ¿Me diría por qué?
—Mi esposo se jubiló en las Fuerzas Militares. Lo apoyo por asuntos relacionados con esto, y por propuestas que hace sobre economía.
Hoy, en la víspera de la elección final, recuerdo mucho aquella noche en Manassas, pues en cada rincón del país que visité para seguir este proceso electoral, encontré presente la misma narrativa entre los votantes de Trump.
Durante el lanzamiento de su campaña, en junio del 2015, Trump prometió construir un muro en la frontera con México. Estas palabras fueron solo un párrafo dentro de su extenso discurso, pero en segundos aparecieron en la primera página de los principales medios de comunicación, era tendencia en redes sociales, un lío diplomático con el país vecino, y luego, el tema más llamativo de la campaña.
En una contienda que se pronosticaba aburrida, con dieciséis candidatos republicanos en las elecciones primarias, los comentarios de Trump se mantuvieron en el tope de la opinión pública, mientras sus registros en encuestas permanecían sólidos, intactos. Pidió prohibir la entrada de musulmanes al país, implementar deportaciones masivas, se burló de las discapacidades físicas de un reportero y dijo que Barack Obama y Hillary Clinton eran los fundadores del Estado Islámico. Todas y cada de estas afirmaciones fueron reportadas con un despliegue tal, que no solo Estados Unidos, sino el mundo, terminó hablando en una especia de reality show al rededor empresario de televisión y bienes raíces.
Al mismo tiempo comenzó entre algunos sectores de la opinión pública un debate sobre el papel del periodismo en esta campaña. Y creo que, independiente del resultado del 8 de noviembre, esta será una larga y necesaria tarea para esta industria tan renuente a la autocrítica.
Thomas E. Patterson, de la Escuela de Gobierno de Harvard, publicó en junio un crítico estudio sobre el cubrimiento de esta campaña presidencial, y trae a colación el concepto de “elecciones primarias invisibles”. Se trata del inicio de la contienda, en el cual se enfrentan muchos candidatos para obtener la nominación del partido que les permite participar en los comicios generales. Debido a la abundancia de nombres y propuestas, todos quieren dominar el debate público y por ello lanzan ambiciosas estrategias mediáticas. También gastan millones de dólares en propaganda política, especialmente en televisión. Sin embargo, son los periodistas quienes eligen qué, cómo y a quién se debe cubrir. En este momento es cuando se compite en las primarias invisibles. Los candidatos se disputan, más que el favor de los ciudadanos, la atención de la prensa.
Patterson utiliza el concepto del filósofo francés Jean-François Lyotard sobre las “metanarrativas”. Se trata de discursos asumidos como totalidad, en los que se asume una comprensión absoluta de los hechos. Es como la creación de un estado de opinión pública colectiva que una vez instaurada es muy difícil de cambiar.
El término fue traído al periodismo político por los reporteros estadounidenses Bill Kovach y Tom Rosenstiel durante la campaña presidencial del 2000 para criticar el relato creado al rededor de George W. Bush y Al Gore, cuando los titulares ofrecían frases como “Bush el imbécil” y “Gore el mentiroso”. En un proceso tan controversial, fue muy difícil liberar a la prensa de estas disputas para concentrarse en los temas importantes.