Número 61, noviembre 2014

Yo encendí el arbolito de Navidad
Guillermo Cardona

 
 
 

En mi cada vez más lejana infancia, cuando todavía no se hablaba de cuidar y proteger el medio ambiente ni se especulaba sobre el cambio climático, los diciembres estaban llenos de musgo y chamizas de leña verde; el musgo para las montañas de Belén y chamizas de pomos y guayabos para los arbolitos de Navidad, desnudos y frágiles tocones de invierno en pleno trópico que se envolvían en algodón para simular la nieve, y darle realce a la bisutería verde y roja que le servía de adorno, según un protocolo que poco a poco desplazaba al Niño Jesús en beneficio de Santa Claus, y donde el tutaina tuturumainá empezaba a ser hábilmente opacada por los comerciales acordes de las Jingle Bells.

Recuerdo que en esos tiempos remotos, y quizá en alguno especialmente boyante, mi mamá decidió envolver la chamiza de marras no con el algodón blanco que se vendía en las farmacias, sino con una fibra mucho más delicada que se conocía en los almacenes de Guayaquil como 'cabello de ángel'; una especie de algodón de azúcar no comestible que cumplía el mismo propósito de aparentar mucho más de lo que era y que refulgía con una iridiscencia azul celeste que justificaba el sobreprecio.

Una vez vestido con la sofisticada y angelical cabellera, y cargado con las bolitas y las guirnaldas retorcidas de oropel a tornasol y con la Estrella de Belén en la mismísima copa, nuestra esmirriada chamiza tomó unos visos todavía más nórdicos y gélidos. Yo era un caguetas como se decía por entonces, cansón y llenador como el que más y, dada la apariencia húmeda, nívea del arbolito revestido de invierno, en la noche de las velitas no se me ocurrió mejor idea que arrojarle un fósforo a ver qué pasaba.

Lo que pasó fue que el cabello de ángel desapareció en un instante envuelto en una inmensa, súbita y gracias a Dios efímera llamarada que alcanzó a quemarme las pestañas y que de paso derritió la cobertura de los cables de la instalación, hizo estallar varios bombillitos de colores, provocó un cortocircuito, disparó los fusibles y dejó sin electricidad la casa. Se salvó la chamiza porque era de leña verde.

Aprovechando la humareda y posterior oscuridad me escabullí debajo de una cama y me acomodé en el último rincón, ocultándome tras el tendido que llegaba hasta el piso y allí me alcancé a dormir, esperando la tercera guerra mundial o el fin del mundo, lo que llegara primero. Al cabo de las quinientas, una vez restablecida la energía y después de todos andarme buscando por cielo y tierra, mi tío Manuel dio por fin casualmente conmigo y fue tanta la alegría de encontrarme (cual muñequito del Niño Jesús un 24), que nadie se acordó de cobrarme la pilatuna, y mi inflamable ocurrencia navideña quedó a cubierto bajo el velo cariñoso de una nostálgica y decembrina gota fría. UC

 
 
 
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