Número 61, noviembre 2014

Hay días en que somos tan móviles
Fernando Mora Meléndez. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Juan Fernando Ospina
 
Juan Fernando Ospina
 

I
Nunca lleva pasajeros más allá de la loma de Calazanía. Ese es el límite, me dice. Uno sabe que acaba de entrar a ese barrio porque el aire se siente pesado. La gente te observa con la mirada más dura. Solo hay una calle estrecha para entrar y para salir. Usted tiene que hacerlo en reversa, muy despacio porque hay demasiada gente en la vía, como si todos pensaran que es mejor vivir en la calle que en la casa.

Si una mujer embarazada o algún enfermo me pide el favor de que lo lleve entonces voy, pero casi siempre me niego a subir por allá. Como saben que los taxis no cruzan esa frontera, los usuarios mienten diciendo que van para otro lado; pero cuando uno ya está sobre la ruta, entonces sí le confiesan que van para más arriba, justo donde empieza la calentura.

Esa tarde me cogieron con la guardia baja. Iba por Palacé, en el centro, cuando dos tipos me pusieron la mano. El más alto cargaba al hombro una caja de cartón que, luego supe, eran medias de aguardiente. Cuando empecé a sospechar que iban por esos rumbos ya era tarde. Estábamos entrando por la calle estrecha que le digo. Empecé a sentir que algo me respiraba caliente en el cuello.

—Bájense aquí —les dije.
—Pero si todavía falta una cuadra —me contestó el más pequeño desde el puesto de atrás.
—No importa, el resto lo caminan ustedes
—No sea flojo que acá no le va a pasar nada —me decían.

Ya la luz se estaba yendo. Veía el pedazo de calle como un pantanero todo oscuro, pero así y todo me dio por arrimarlos hasta la casa. La carrera valía trece mil, pero ellos me dieron quince en agradecimiento.

Iba dando reversa cuando sentí el quejido de un perro. Desde las ventanas empezaron a gritar.

—¡Le quebró la patica!
—¡Pirobo asesino!

No vi al animal sino cuando se arrimó donde una viejita que empezó a consolarlo. Caminaba sin cojear.

—No le pasó nada, fue apenas un aporrión —dijo la vieja, tal vez para no armar bronca en la cuadra.

Como el carro iba tan despacio, pensé que no lo había estropeado mucho. Seguí retrocediendo hasta que una mujer se puso en jarras detrás de la cajuela.

—¡Bajate pirobo! —me gritó.
—No me voy a bajar.
—Bajate, que nos atropellaste al perrito.
—Así por las buenas… —le dije.
—Bajate o llamo a todos los muchachos del combo.
—Llame a todo el mundo.
—Señor, que haga el favor de bajarse.
El que hablaba era un travesti que venía a apoyar a su amiga. Tenía el perro cargado. Abrí la puerta. No se le veía estropeado por ninguna parte.
—Venga vamos pues donde un veterinario.

Ella se subió adelante y el travesti atrás, con la chanda.

Cuando bajamos ya era noche cerrada. En el consultorio nos dijeron que teníamos que dejar trecientos de depósito para que lo atendieran.

—¡Acaso lo estoy comprando! —le grité al enfermero—.

Mejor vamos a otro lado. Me habían dicho que en la Universidad de Antioquia atienden gratis a los perros callejeros. Por el retrovisor veía al travesti y a la muchacha, que hace rato venían tomando cerveza. Y por allá en la autopista dijeron que tenían ganas de orinar.

—Yo no puedo bajar —les expliqué—, porque entonces ¿quién se queda con el perro?

Pero apenas se metieron al bar, di vuelta atrás y arranqué.

Regresé al barrio y descargué a la chanda cerca de la loma de Calazanía. Los perros no son bobos. Y tarde que temprano él iba a encontrar su camino.
 

II
El abnegado conductor de un Atos 2007 cuenta que hace poco llevó a una singular pareja desde el parque de Santo Domigo Savio hasta la parte más alta del barrio, conocida como La Avanzada. Uno de ellos era un muchacho de gorra y piercing; su acompañante era una anciana, de las que todavía dan guerra. Ella llevaba un costal con una carga pesada. Al taxista le pareció curioso que el pelado no se mosqueara a ayudarla. Unas cuadras después, ella sacó el celular y empezó a hablar de un negocio raro, exigía unas condiciones y, por momentos, tapaba el teléfono para consultarle algo al muchacho. Este era el que tomaba las decisiones, pero la viejita actuaba como vocera oficial.

Unas cuadras más tarde, cuando empezaban a subir la cuesta de destino y la calle se hacía más estrecha, una motocicleta pasó muy cerca y alcanzó a rozar la lata del taxi. El pelado de la cachucha le gritó al de la moto que parara, también le dijo al conductor que se bajaran a mirar el daño.

—Fue apenas un rayoncito —dijo el chofer. Desde el puesto de atrás la anciana apenas observaba.
—No señor —corrigió el de la gorra—, ese pirobo le dañó el carro y se lo tiene que pagar.

El taxista vio la cara espantada del motociclista y se conmovió. Las ofensas en estos pagos suelen cobrarse demasiado caro.

—Eso no fue nada —aclaró el del Atos.
—¿Cuánto vale ese daño? —insistió el justiciero.
—Bueno, pongamos que valga cincuenta mil…
—¡Se los paga ya!

El de la moto se veía muy pálido. De inmediato, con la cabeza gacha, se esculcó los bolsillos.

—Si no la tiene completa ahora, le lleva el resto a la casa.

Por fortuna, el otro encontró sus billetes y le entregó la plata al conductor. Este no se molestó en contarla.

El motociclista arrancó sin mirar atrás.

—Por eso es que los taxis ya no quieren subir hasta acá arriba —comentó el muchacho—, porque esta gente daña el barrio.

Reanudaron la marcha. El pelado daba otras instrucciones a la viejita. Le pidió que hiciera otra llamada para explicar por qué estaban retrasados, y que ya iban en camino.

Apenas llegaron a la cumbre, el conductor vio a una veintena de pelados que vigilaban junto a los árboles, a la orilla de la carretera. Todos parecían pendientes de esta llegada. Apenas se abrió la puerta, se acercaron y ayudaron con el bulto a la viejita. Ya se había dado cuenta el conductor de que en ese costal venían las armas. El justiciero se bajó y saludo a otro pelado de su mismo rango. No se hablaba más de lo necesario. Al final, la vieja pagó la carrera. Los dos combos de esa montaña iban a sentarse esa tarde a hacer las paces.

 

III
Los carros se arraciman como cucarrones que tratan de avanzar entre el aguacero. Y si alguien intenta ganar una ligera ventaja, de pronto el otro ya se ha movido para impedirlo. Podría haber esperado a que escampara, pero como de todas maneras me estaba empapando, le puse la mano al primero que pasó. Estuve de buenas. No se cumplió aquella ley que dice: nunca esperes que pare un taxi bajo la lluvia.

A pesar de la parsimonia del trancón, el conductor no daba señales de impaciencia. Al contrario, lucía una risa socarrona, mascaba chicle y tenía buen gusto, a juzgar por el aroma cítrico que perfumaba el carro. Conducía con una elegante paciencia que me hacía pensar en un lord, si los lores manejaran taxis.

—Tiene usted mucha paciencia —le comento.
—No vale la pena el desespero —me dice—.
Por eso cuando veo a una muchacha impaciente al lado mío, bajo el vidrio y le digo: Niña, tranquila, no vale la pena sulfurarse. Y por decir eso ya me he ganado varios madrazos. Que no sea metido, viejo hache pe, me gritan. Que si me estreso es porque me da la gana, viejo güevón. No hay remedio con esta gente. Deberían aprenderle a los extranjeros que están viniendo a esta ciudad y nos dan ejemplo. Yo llevo unos cuantos años en este trabajo y siempre me dicen que no comprenden cómo no hay más muertos en la vía. Los suficientes, les digo, para tener contentas a las estadísticas. Y entonces también comentan que no vendrían a esta ciudad si no fuera por las chicas, porque esas sí les hacen ver el cielo. Me viven pidiendo que les presente a una amiguita para no sentirse solos en sus vacaciones.
—¿Le pasa con frecuencia?
—Casi todo el tiempo. No más ayer bajé a un extranjero por aquí en El Poblado, y cuando le estaba pasando la maleta, me pidió que por favor le consiguiera una chica. Yo conozco una, le dije, pero vale ciento veinte el permiso. El mono no entendía qué era eso, y tuve que explicarle que en el lugar donde ellas trabajan hay que pagar una multa para que las dejen salir después de cierta hora. No problem, me contestó. Y entonces llamé a una pelada que vive por Manrique. Le conté la verdad, le dije que había dicho que ella trabajaba en un bar, y que para poder encontrarse con el cliente había que pagar multa. Cuando oye mi propuesta, esta boba me reclama: Que esos ciento veinte también son pa ella, dizque porque es la que hace el trabajo y no yo. ¿Cómo le parece? Vea niña, le digo, si no le gusta así el trato, sepa y entienda que yo también tengo una familia que alimentar. Y a partir de este momento le informo: usted ya no está en mi lista, la voy a borrar para siempre. No, no, me dice. Vos no sabés trabajar, le dije, y colgué.

Entonces llamé a una que se hace llamar Mireya, a la que conozco hace rato. Muy agradecida, me contesta: Como usted diga, me tenía muy abandonada… yo siempre espero su llamadita. Póngase bien linda, mi amor, que ya paso a recogerla.

El mono quedó encantado con esa peladita, que es una preciosidad. Y cuando vuelvo por ella, como a las dos horas, se me acerca, mete la mano por la ventanilla y me pone algo en el bolsillo. Era un billete de veinte, de los verdes. Tú tranqui, me dice, toda picarona, el cliente quiere amanecer conmigo y le manda esta propinita. Eso sí es bonito. Me puede recoger a las ocho, mañana. Mi amor, le digo, usted sabe que yo no trabajo de día. Yo más bien le mando a un amigo para que venga y la recoja. Listo, mi señor, y no me olvide ¿oyó? Tranquila, mi tesoro, que usted es la primera de la lista. Esa es una niña de las que se porta bien —dice el chulo que hasta hace poco parecía un lord, y remata: A veces esos monos se enamoran de las nenas. Como son tan solos y las ven tan lindas, no se resignan a devolverse sin ellas para su país.

—¿Son gringos?
—Gringos no, los gringos que vienen acá son mochileros. No compran ni jabón y recatean hasta un cigarrillo. A mí no me gusta cargar a esa gente. Vienen a esos hostales a fumar marihuana barata y a comer chatarra. Se la pasan dizque en chanclas todo el día como si esto acá tuviera playa. Son muy chichipatos.
—¿Y entonces de dónde son esos?
—Yo no sé, de otros lados pero no son gringos.
—¿Y esos son los que se casan?
—Sí, a una parcerita, Cindy, que trabajaba conmigo, se la llevaron pa Canadá a pasar bueno. El hombre estaba más tragado que media de montañero. Una vez vino al barrio donde ella vivía. Por esos días la familia andaba tirando una plancha. El mono los vio en esas y entró en acción: volió balde y lazo toda una tarde con los de la cuadra, hasta que fundieron esa loza. Quien creyera, y sacó esa familia adelante, a la suegra y a tres hermanos de Cindy. A uno de ellos, que era vicioso, le pagó rehabilitada. Ahora tiene un taxi.
—Gente emprendedora —comento.
—¡Muy! —recalca el chulo.

***

—A mí con los que no me gusta trabajar es con travestis, pésimo negocio. A veces cuando algún mono me pide ese servicio, le digo que no porque ya me pasó cachó.

Una vez le llevé un travesti a un español que estaba antojado. La esposa y él querían tener su experiencia, todobien. Pero el marica ese, en mitad de la fiesta, se puso a chillar, a decir que yo lo explotaba, que me quedaba con la mitad. Entonces me llamaron y me hicieron un escándalo por teléfono. Listo, todobien, les dije, pero eso no se quedó así.

Fui donde un amigo que tiene un bar muy luquiado, vive muy agradecido porque una vez le salvé la vida. Me dijo que lo llamara apenas tuviera alguna urgencia. Y yo nunca le pedí plata. Apenas le conté lo que me había hecho el marica, cómo me había dañado el negocio con el español, ahí mismo me pidió los datos.

Fuimos con dos de sus muchachos por Palacé. Llame a la loca esa y le dije que los dos señores querían pasar un rato con él. Apenas se acercó, le pegaron una cascada tan berraca que se los tuve que quitar porque se lo iban a llevar.

—¿Llevar para dónde?
—Pues que lo estaban era matando, ¡güevón!

Las historias ya empezaban a ponerse de un tinte más castaño. Me daba asco este chulo.

—Dejame aquí —le dije.
—¿Cómo así güevón?, —me replicó—, ¿y es que vos vivís en un parqueadero?
—Sí, yo vivo en este parqueadero —le dije con sequedad—. ¿Cuánto te debo?
—Cinco mil.

Antes de arrancar me llamó para entregarme algo: era su tarjeta de chulo profesional. Mientras caminaba por esa avenida fui haciendo añicos el papelito. Llevaba los fragmentos empuñados en una mano como si se tratara de las partes de un cadáver exquisito. UC

 
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