Medellín, siendo una villa de corrales en torno a sus varias iglesias, celebraba cada   tanto carnavales improvisados: se buscaba una excusa patriótica o religiosa, se pedía   permiso al alcalde y comenzaba el desorden de burlas, comparsas, desfiles, toros,   pólvora y alcohol. 
El teatro social trocaba sus máscaras.   Pero el palacio municipal y   las parroquias se cansaron de las zumbas    y un decreto prohibió la confusión en 1916. ¿Cómo serían los carnavales en esta villa 
de tres millones largos?
 
Nostalgia de carnaval 
Juan Luis Mejía Arango. Fotografías Archivo BPP
Para León Caride, in memóriam.
 
Vivo con nostalgia de carnaval. Pero no es     una nostalgia individual. Es la ausencia     de la alegría colectiva de la sociedad de     la cual provengo que, un buen día, decidió     vivir en una especie de cuaresma     perpetua (con todo lo que ello significa). Voy a tratar     de explicarles el triple salto mortal que me ha     llevado de la indiferencia y —por qué no— del reproche     a la nostalgia del carnaval.   
Vengo de una tierra de montaña que por sus condiciones     geográficas estuvo aislada del mundo. Los     primeros españoles que se atrevieron a ingresar a     esas cañadas lo hicieron por la sencilla razón de que     allí, agazapado en las arenas de ríos y quebradas o     aferrado a la roca de las montañas, había oro. Y mucho.     Pero pocos indios.     
Al inicio de su inolvidable relato El espantoso     redentor Lazarus Morell, Borges recuerda que “en     1517, el padre Bartolomé de las Casas tuvo mucha     lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos     infiernos de las minas de oro antillanas,     y propuso al emperador Carlos V la importación de     negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos     de las minas de oro antillanas”.     
Pues bien, en Antioquia los indios muy pronto     fueron exterminados e introducir cuadrillas de     negros costaba una fortuna. De manera que a los     españoles, que venían a estas tierras en busca de convertirse     en hidalgos, no les quedó más remedio que     violar la primera norma de la hidalguía: trabajar.     
Ni siquiera don Alonso Quijano en el peor de sus     momentos había caído tan bajo y murió sin haber     mancillado su honor, es decir nunca trabajó. Pero el     brillo del oro vagamundo era más poderoso que las     leyes de la hidalguía y andaluces, extremeños y castellanos     se arremangaron la camisa y se pusieron     a trabajar. Digo mal, a trabajar, trabajar y trabajar.     Y aquel antivalor tomó el envés de la moneda y se     convirtió en el valor supremo. Al punto que lo asimilamos     al destino mismo. Ni más ni menos que al     hado, a la fuerza irresistible que obra sobre los hombres.     En el habla popular todavía se escuchan frases     como “Búscale un trabajo a Juan Luis que se quedó     sin destino”, o las señoras repiten al terminar la mañana:     “Qué horror, me cogió el día, ya son las doce y     no he terminado el destino”.     
De manera que esa sociedad, donde el no trabajar     es signo de zanganería, donde el ocio no permite     el negocio, sencillamente abomina todo aquello     que no sea trabajar, trabajar y trabajar. Aquella     cuaresma perpetua nos lleva a sentir culpa ante el     ocio, a aceptar que la vida es un valle de lágrimas y     que el único destino del hombre, su realización suprema,     se encuentra en el trabajo, fuera del cual     no hay salvación.     
Si se hecha una ojeada a la legislación del estado     soberano de Antioquia en el siglo XIX, la normatividad     más abundante versa sobre la vagancia y     la ociosidad. Ese imaginario puritano abomina de     la fiesta, de la alegría colectiva, de la transgresión     momentánea del orden establecido, y toda aquella     sociedad que la practica y disfruta es mirada desde     allí con desconfianza. Creo también que hay una     envidia oculta que se disfraza de prejuicios simplistas:     flojera, holgazanería, pereza.     
Crecí imbuido en esa mentalidad. En este acto     de contrición voy a relatar el proceso de conversión     al Rey Momo. Tal vez el inicio del proceso se debe     a Meira del Mar y a don Germán Vargas. Hace muchos     años fuimos designados jurados del Concurso     de literatura Carlos Castro Saavedra. Luego de sobrevivir     a la lectura de más de seiscientos cuentos,     por fin nos reunieron en el recinto Quirama para     dar el veredicto. Muy pronto llegamos a un acuerdo     y el resto de aquel fin de semana pudimos dedicarlo,     sin culpas, al delicioso arte de la conversación,     del que aquel par de inolvidables amigos eran exponentes     excelsos.     
Hacía poco había concluido el carnaval, y Meira     y don Germán no se cansaban de ponderar las maravillas     de aquellas carnestolendas. Me sorprendió     que aquel par de personajes tan “cultos” exaltaran de aquella manera esa expresión popular.     Mis prejuicios y mi ignorancia ante     el tema me hicieron sentir incómodo     ante mis colegas.     
Unos meses después, otra vez de jurado,     en esa ocasión de guiones de cine,     leí uno que acaparó mi atención. Narraba     las peripecias de un pintor apodado     ‘Figurita’ que había muerto en olor     de carnaval. Al develarse el nombre de     los autores supe que había sido enviado     al concurso por un joven y promisorio     escritor y periodista llamado Heriberto     Fiorillo. La película nunca se realizó,     pero mi curiosidad por el personaje del     guion me llevó a rastrear el paso de Orlando     Rivera por Medellín. Así descubrí     que fuera del escándalo con la monja, la     habilidad como dibujante y su alegría     incorregible, había incorporado en la     intelectualidad paisa dos elementos fundamentales:     fumar bareta y la palabra     chévere. Mi curiosidad por el carnaval,     aquel fruto prohibido, iba en aumento.     
En un viaje a Riosucio, Julián Bueno     me introdujo en los arcanos secretos     del diablo del Ingrumá. En una tarde     memorable pude contemplar cómo dos     comparsas de arlequines representaban     sobre un inmenso tablero de ajedrez el     conflicto entre negros y blancos, refinada     metáfora del surgimiento de aquella     población del occidente de Caldas.     
La copla picaresca, la música contagiosa     y ante todo la alegría compartida     que inspiraba el diablo del carnaval     me llevaron a la conclusión de que por     culpa del padre Astete y de los prejuicios     de una sociedad pacata, me estaba     perdiendo del lado amable de la vida: lo     dionisiaco que rescatara Nietzche.     
De ahí en adelante empecé a indagar,     teórico como he sido, el significado     de aquel fenómeno social. En mi biblioteca     empezaron a arrumarse libros de     Mijail Bajtin, Roberto da Mata y tantos     otros ilustres escritores que han intentado     descifrar el profundo significado     del despelote colectivo.     
Hasta que un día pude acercarme     a un carnaval de carne y hueso. Fue     exactamente en el año 1994. Por entonces     era director del desaparecido     Colcultura y Gustavo Bell gobernador     del Atlántico. Con Luz Stella íbamos     preparados para participar en la batalla     de flores. Llegamos el viernes y     esa noche León Caride nos invitó a su     apartamento a compartir vísperas con     las Farotas de Talaigua. Una ansiedad     colectiva se palpaba en el ambiente. A     medida que pasaban las horas, las coplas     del Amor-amor, entonadas por el     hijo del anfitrión, subían de tono. En     medio del aquel preludio, un eufórico     Caride nos hizo entrega solemne del     disfraz de Marimondas que luciríamos     al día siguiente.     
El sábado por la mañana, el historiador-     gobernador nos llevó, con evidente     orgullo, a visitar las obras de     restauración de la vieja estación del ferrocarril     que pronto se convertiría en     biblioteca. Luego de aquel recorrido,     esperábamos ansiosos que llegara el     mediodía para convertirnos en Marimondas     del barrio abajo. Cuando íbamos     de regreso al hotel llegó la noticia:     el presidente Gaviria viene en camino     para asistir a la batalla de flores.     
El miedo al ridículo pudo más que     la transgresión y sentados en un palco     vimos pasar nuestra comparsa. En ese     último año de gobierno, el presidente     se había ensimismado y eran pocas     las palabras que se lograban cruzar con     él. Para definirlo, con precisión caribe,     Gustavo usaba las palabras del celador     de la casa de Pacho Posada: “Es que     ese man no da cooperativa”. En fin, mi     primer carnaval lo viví en la tribuna y     nuestros hermosos disfraces permanecieron     intactos en las inmaculadas bolsitas     en las que los habían empacado en     Industrias Cannon.     
En el año 1999 fui invitado como     jurado de la gran parada y de nuevo     participé como espectador, desde una     tribuna. Solo en el año 2000 logré vencer     el pudor y sentir realmente que “el     que lo vive es el que lo goza”. Hacer     parte de aquel río humano eufórico,     multicolor, invencible, ha sido una de     las experiencias más intensas de nuestra     vida.     
El contraste era demasiado marcado.     Recordemos que eran años aciagos     en Medellín. Los distintos terrores nos     habían encerrado. Salir a la calle era un     riesgo. El espacio y por tanto el sentido     de lo público había desaparecido. Qué     contraste con aquella Barranquilla que     se volcaba sobre la 42 y en medio de la     amalgama social se confundía en un inmenso     río humano de felicidad. Algo     muy profundo marcaba ese contraste.     Algo había pasado y por tanto me aventuro     a soltar unas hipótesis.     
Resulta que en Medellín siempre     hubo jolgorios colectivos. El historiador     Orián Jiménez Meneses en el libro El frenesí     del vulgo: fiestas, juegos y bailes en la     sociedad colonial reconstruyó la historia     de las festividades coloniales, la principal     de las cuales era la fiesta de la Virgen     de la Candelaria, patrona de la ciudad,     que se celebra el 2 de febrero. Con un     año de anterioridad se elegía el alférez     encargado de organizar las festividades,     quien debía viajar a Cartagena a conseguir     el vino, el tabaco y la pólvora necesarios     para la fiesta. Durante la novena     previa al día clásico “había corrida de toros,     bailes, juego de sortija, de dados, de     naipes, de ruleta y de bisbís; maroma,     riña de gallos, fuegos artificiales y toda     clase de diversiones”.     
Al fin de la época de la Colonia     eran frecuentes las mascaradas. Los     historiadores Carlos José Reyes Posada     y Catalina Reyes Cárdenas relatan     cómo, en vísperas de la independencia,     fueron prohibidas en Medellín y     Rionegro algunas mojigangas que se     burlaban de la comedia vivida entre     los Borbones y Napoleón.     
En el expediente abierto contra     aquellos jóvenes se lee: “Tal vez con     depravados fines no solo intentan el     disfraz y alborotos de carnaval, sino     también presentar al pueblo el trágico     atentado de la prisión de nuestro Augusto     Soberano, (Que Dios Guarde), el     señor Don Fernando VII, por el inicuo     Napoleón, escena lamentable y de ningún     modo digna de recordarse en tono     de diversión, mayormente por los que     debíamos llorarla con lágrimas de sangre     como fieles vasallos”.     
Y a continuación se disponen las     penas para quien ose repetir aquel     desacato: “Que ninguna persona de inteligencia,     calidad, estado y sexo que sea,     intente presentarse en casas, calles o plazas     en disfraz, o enmascarado, ni menos     tenga el arrojo de presentar la recordación     del horrible atentado del enemigo     común y soberbio Napoleón en la prisión     que con astucia y engaño hizo a nuestro     muy amado Señor Don Fernando Séptimo,     como sonrojosa a su alta majestad     y ofensiva al decoro de la nación, bajo     el impuesto de cien azotes de dolor a las     personas de baja esfera, y a los nobles de     seis meses de destierro, y si lo hicieren de     noche se les duplicará la pena…”     
El tono de aquella providencia se     mantendrá aún en la época republicana.     En los documentos oficiales del siglo     XIX se nota una complacencia con el     juego, las corridas de toros, las riñas de     gallos (que generan impuestos), pero se     desconfía del disfraz, de la mascarada,     de todo aquello que intente la burla del     orden establecido. Esa tensión se mantendrá     hasta bien entrado el siglo XX.     
Luego de la Independencia, las fiestas     patrias sirven para consolidar los     mitos fundacionales de la nación. El 20     de julio y el 7 de agosto se constituyen     en las fechas preferidas para las conmemoraciones     festivas. Había actos     oficiales como desfiles militares, presentación     de cuadros alegóricos y concursos     de oratoria patria, muchos de     cuyos participantes eran bajados de la     tribuna a naranjazo limpio. Pero también     se realizaban las fiestas populares.     Las clases altas organizaban comparsas     de a caballo que en la madrugada salían     en una disparatada cabalgata que     se denominaba “La caravana”. A las clases     populares se les financiaba la elaboración     de disfraces para sus comparsas     y sainetes. Por lo general el último día     se dedicaba a ridiculizar lo realizado     por los señoritos los días anteriores. Todavía     quedan en el recuerdo versos alusivos     a las celebraciones: 
“Para endulzar la vida       
Con que marchamos a cuestas       
Vida fugaz y aburrida       
Son necesarias las fiestas”     
Fiestas, esa era la denominación hasta bien entrado     el siglo XIX. Con la llegada de los hijos de los     ricos comerciantes y mineros que habían ido a estudiar     a Europa llegaron las modas del viejo continente.     Es el proceso de civilización y progreso que     incorporan las élites en nuestras sociedades. Una de     las modas fue la constitución de los clubes sociales.     Y como parte de las actividades de esos centros sociales     aparecieron los carnavales o mascaradas.
 Catalina Reyes describe aquellas festividades:     “Al caer la tarde los jóvenes de la élite, disfrazados     generalmente de animales (perros, sapos, loros,     gatos) salían a caballo en alegres comparsas. Se     acercaban a las ventanas de las muchachas; si estas     adivinaban su verdadera identidad, eran obsequiadas     con pequeños regalos. Esta diversión duraba     hasta la media noche. Al otro día, después de obtener     permiso, las comparsas visitaban las principales     casas en compañía de músicos. Los dueños de casa     ofrecían deliciosos manjares y licores”.     
En el capítulo X de Frutos de mi tierra, don Tomás     Carrasquilla hace una descripción de las fiestas     organizadas por aquellos señoritos de club. Dice     así el maestro de Santo Domingo: “Decíamos esto     al tanto de que a Medellín, la hermosa, le acontece     lo propio: todo el año, muy formal y recogida en     sus quehaceres, trabajando como una negra, guardando     como una vieja avara, riendo poco, conversando     sobre si el vecino se casa o descasa, sobre si     el otro difunto dejó o no dejó, rezando mucho, eso     sí… Pero, allá de cuando en cuando, también echa     su cana al aire, y hace fiestas a manera de las madres     carmelitas… Desde que se sabe que el permiso     para hacerlas está concedido, todo es animación     y alegría. Medellín se transforma. En los semblantes     se lee el programa; crece el movimiento de gentes;     apercíbese el comercio para la gran campaña:     y la conversación, dale que le darás sobre el futuro     acontecimiento, parece inagotable… Aunque en las     fiestas hay toda clase de diversiones, bien puede decirse     que las máscaras, el disfraz y el baile son las de     la juventud dorada y de toda la gente de calidad…     A las doce, Medellín está loca de atar: la alegría, el     frenesí, el alcohol, solo encuentran para expresarse,     gritos, aullidos, vertiginosas carreras que, excitando     los ánimos, producen contagio general… La     caravana marcha compacta llenando la calle, y luego,     como río salido de madre, se desborda e inunda     la ciudad”. 
No deja de ser paradójico que la Guerra de los     Mil Días nos haya sorprendido en pleno carnaval.     Cuenta el cronista Lisandro Ochoa que, en septiembre     de 1899, una compañía francesa realizó     en Medellín las primeras proyecciones de cinematógrafo.     Una de las películas exhibidas se llamaba     Un carnaval en Niza. Los miembros del club Brelán,     entusiasmados con las imágenes que allí habían     visto, quisieron replicar la experiencia y para     ello solicitaron autorización del gobernador del     departamento quien concedió permiso por tres     días contados a partir del 12 de octubre. Parece     que la fiesta estaba tan buena que decidió conceder     otros dos días de jolgorio.     
El cronista concluye su relato con estas palabras:     “Todavía había algunos disfrazados al amanecer     del día 17 y la policía hacía quitar las caretas,     porque el gobierno tenía noticias de haber estallado     en Santander la guerra civil que terminó en     1902. Y el ‘Pisco’ Posada cambiaba esa misma mañana     su hermoso disfraz de perro de Terranova por     los arreos de campaña”.     
Culminada la guerra, los jolgorios populares se     reanudaron. En los archivos fotográficos de principios     del siglo XX es frecuente encontrar imágenes     de las comparsas. Carrasquilla recuerda algunos de     los disfraces preferidos “…duques de Nevers, majos     españoles, bandidos napolitanos, emperadores     del Mongol…”. Pero aquellas carnestolendas no tendrían     futuro. En los textos transcritos siempre aparece     el requisito del permiso de la autoridad para     poder realizar los carnavales. Y esa autoridad un     día se cansó, se alarmó y prohibió de un tajo la fiesta     popular.     
Un alcalde con nombre carnavalesco, don Agapito     Betancur, resolvió retractarse de un permiso concedido     con anterioridad y en uso de sus facultades     legales y “considerando, que por haberse dado gran     parte del pueblo al juego y a la embriaguez se ha     violado y hecho caducar la licencia concedida por     este despacho a los señores Gabriel Vélez y Ramón     E. Arango y otros para disfraces lícitos en lugares públicos”. Investido de autoridad indignada,     decidió prohibir a partir del 27 de     diciembre de 1916 “los disfraces y danzas     en las vías públicas de la ciudad y de     los corregimientos del distrito”.     
A partir de esa fecha languidece el     carnaval en nuestro medio e ingresamos     a la cuaresma perpetua. Con un     condimento adicional que terminará de     excluir la alegría colectiva.     
En momentos en los que las autoridades     suprimen las carnestolendas,     Medellín está viviendo una gran transformación.     La pequeña aldea de comerciantes,     mineros y artesanos se     está convirtiendo en una ciudad industrial.     En los rincones del valle de Aburrá,     aprovechando las caídas de agua     que bajan de las cordilleras vecinas, se     empiezan a instalar grandes centros     manufactureros que atraen una gran     mano de obra campesina que emigra a     la ciudad.
 Concomitante a este proceso, empiezan     a aparecer los efectos de la llamada     industria cultural. En efecto, la     industria fonográfica comienza a irrigar     de discos y gramófonos a la incipiente     ciudad. En toda América Latina     se escuchan bambucos y pasillos grabados     por la Víctor o la Columbia. Pero la     lógica comercial indica que no es conveniente     vender dos melodías de éxito     en un mismo disco y por tanto en el envés     del disco se pone un relleno, en este     caso una música del sur que empieza a     hacer furor en Nueva York.     
El inolvidable estudioso de la música     popular, Hernán Restrepo Duque narraba     así este fenómeno: “Detrás de cada     pasillo, de cada bambuco o cada danza     de autor antioqueño, viene casi con seguridad,     un tango. Uno de aquellos tangos     zarzueleros que diferían totalmente     del gardeliano ya impuesto del todo en     Buenos Aires. Pero tango al fin. Y nuestros     paisas, de espíritu hogareño, se reúnen     desde las seis de la tarde a gozar     de esas pastas negras, misteriosas, que     giran a 78 revoluciones por minuto y     ofrecen dos canciones no más, una del     compositor del pueblo, otra extraña, y     comienzan a gustar los nuevos ritmos.     El tango, promovido así, fuertemente     desde los Estados Unidos, conquista     los corazones con sus dramas tremendos     —casi casi como las telenovelas de     hoy— y comienza a forjarse la historia     de un misterio: el tango como parte     de la música medellinense… 
 

Tres señoritas en el Carnaval de Barranquilla. Anónimo, ca 1890.
 

Carlos Otálvaro. Benjamín de la Calle, 1922.
 

Comparsa. Francisco Mejía, 1937.
 

 
 

 
 

Carros alegóricos. Celebraciones en Medellín. Benjamín de la Calle, 1913.
 
 
Sería mucho     después, en junio de 1935,  cuando     la espantosa tragedia que segó la vida a     su más notable  cultivador, Carlos Gardel,     cuando esa tanguitud iba a adquirir      carácter oficial, por decirlo así, y una     increíble difusión  internacional hasta     el punto de exagerar la nota al calificar      nuestra ciudad como capital del tango.     
De  manera que la gran transformación     que estaba experimentado la      sociedad iba acompañada de un fenómeno     cultural impredecible. La  aldea     se convertía en ciudad, el artesano se     volvía obrero, el  campesino en ciudadano.     Y como telón de fondo el tango. A     ese  campesino recién llegado a la urbe     ya no le “canciona” el bucólico  lado A     sino el lánguido lamento del inmigrante     del lado B.     
En  el momento de gran expansión     demográfica, en los tiempos en los que      surge la muchedumbre como sujeto,     faltaba un elemento de  cohesión social     como el carnaval. La alegría y el frenesí      populares de que hablara Carrasquilla     unos años antes son  reprimidos, tanto     individual como colectivamente y en     adelante  nos volvemos copisoleros.     
Las  calles y plazas, el espacio público     es usado solo como expresión  del poder     eclesiástico o político, a través de     procesiones o  manifestaciones, pero la     alegría colectiva, la risa, la charada, se      suprimen y nos refugiamos en el rincón     de una cantina. En  acertada frase, Darío     Ruiz Gómez describe este fenómeno     como la  “felicidad de estar tristes”.     
Un  poco más gráfico, Manuel Mejía     Vallejo, en lo más alto del delirio,  luego     de una sobredosis de tangos, boleros,     bambucos y pasillos  ecuatorianos,     recordaba a un borrachito de Guayaquil     que ya en  la madrugada exclamaba:     “Esta tristeza tan buena no me la quita      ni el putas”.     
Es  cierto que a partir de 1957 tratamos     de revivir las fiestas  colectivas bajo     el nombre de Feria de las Flores. Es evidente           que este evento es hoy uno de los     símbolos de la ciudad y que el  espectáculo     de los silleteros de Santa Elena     desfilando por las  calles con su carga     multicolor es maravilloso.     
Pero  el formato de feria es muy distinto     al de carnaval. En efecto la  esencia     de las fiestas carnestoléndicas es la     ruptura de la  relación actor espectador     y por tanto todo el mundo actúa y  presencia.     El que lo vive es el que lo goza.     Por el contrario la  feria prioriza el desfile     y la tarima.     
La  feria carece también del efecto     transgresor al que tanto temían  nuestros     gobernantes hace un siglo. En la     feria todo es  previsible y reglado. Por     el contrario en la esencia del carnaval      está la subversión del orden establecido.     Ese tiempo de moratoria  permite el     desfogue social, es la posibilidad que     tiene el débil  de expresar su descontento     y sentirse, así sea de manera efímera,      libre del yugo de todo poder.     
La  transgresión es también fundamental     en el poder creador de la  cultura.     El arte que se limita a describir la     realidad es mera  crónica. La verdadera     creación rompe con los moldes establecidos,      re-crea o re-interpreta la realidad     y, por tanto, sacude al  establecimiento.     Por supuesto que un ecosistema donde     anualmente  se subvierte, se transgrede     el orden social, es mucho más fértil  para     la creación que aquella cuaresma perpetua     donde todo  intento de transgresión     es rápidamente reprimido.     
La  feria, si bien refuerza lazos identitarios     en la reiteración del  mito, no alcanza     a crear los efectos de cohesión     social que  logra el carnaval. La ruptura     temporal de toda estratigrafía social      es una metáfora de la sociedad igualitaria.     De la comunidad que  rompe las artificiales     barreras mentales y al final se     confunde  en un abrazo colectivo, como     el que se produce en las playas de  Riohacha     en la madrugada del miércoles     de ceniza. Qué ejemplo  maravilloso sería     el de un carnaval, que aunque fuera     por pocos  días, permitiera derribar     las murallas imaginarias que cruzan las      comunas de Medellín.     
La  feria no contagia de alegría a     la ciudad. Esa ansiedad que  describiera     Carrasquilla a fines del siglo XIX, ya     no se palpa.  El carnaval es como la risa     perpetua de Otto Morales Benítez. Ese      toque de desparpajo, de capacidad de     reírse tanto del prójimo como  de uno     mismo, contribuye a bajarle el tono solemne     a la  parafernalia del poder y a tomar     la vida con un poco de desdén.     
El  carnaval, en síntesis, permite tener     sociedades más cohesionadas,  culturas     más creativas y ciudadanos más felices.     
Ahora comprenderán, porque vivo     con nostalgia de carnaval. 