En 1955 Ramón Hoyos ganó su tercera Vuelta a Colombia en seguidilla. Tenía 23 años y era un prodigio cuando la cuesta se empinaba aunque pedaleara “despernancado”. Había dejado su trabajo en una heladería y lavaba sus trofeos con loción cada dos meses. Era un deportista tan singular que García Márquez, con 28 años, se vino a Medellín y luego de una conversación kilométrica escribió doce entregas sobre su vida, obra y milagros para El Espectador.                  Elegimos la que cuenta su primer triunfo en la Doble a San Cristóbal. 
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Triunfo por falta de frenos
Gabriel García Márquez. Fotografías Archivo BPP
 
A pesar de mi desesperada 	    manera de pedalear en 	    aquella inolvidable prueba 	    a Laureles, vi adelantarse 	    sin ningún esfuerzo a Conrado 	    Tito Gallo, a Roberto Cano Ramírez, 	    a Pedro Nel Gil y a Antonio Zapata. 	    Yo creía en esa época que para ganar 	    una carrera lo único que se necesitaba 	    era pedalear con fuerza, empujar a 	    ojos cerrados hasta llegar a la meta. Pedaleaba 	    despernancado, sin ningún estilo, 	    sin ninguna técnica. Ahora mismo 	    se me critica la forma de correr: me gusta 	    poner el jarrete en el pedal y dejar 	    la pierna bien templada, con el cuerpo 	    completamente descargado en el asiento. 	    Ese estilo me da resultado. Hace cuatro 	    años, en cambio, cuando participé 	    en la primera carrera, no tenía la menor 	    idea de nada. Tenía coraje y deseos de 	    ganar. Pero era un muchacho de diecinueve 	    años, flaco y débil. Pesaba 55 kilos. 	    Hoy peso 66, pero no he engordado: 	    son puro músculo, y los médicos dicen 	    que tengo un tórax privilegiado. 
 
El último entre veinticinco 
Aquella carrera a Laureles fue una         catástrofe. A lo largo de los 110 kilómetros,         en mi vieja bicicleta de semicarreras,         sin cambios, no hice más que         pedalear inútilmente. A los pocos momentos,         se me perdieron de vista los         otros participantes. No era mala la carretera,         pero no llevábamos carros acompañantes,         ni entrenador, ni nada. La         presencia de los acompañantes infunde         ánimo y confianza. Cuando uno corre         como corrí aquella primera vez y se advierte         que el pelotón se va desintegrando         y uno va quedando atrás, agotado, asfixiándose,         se cree que el ciclismo deportivo         es algo misterioso, sin explicación. 
Con frecuencia he sufrido una pesadilla:         trato de correr, muevo las piernas         incesantemente, con desesperación,         pero no avanzo un milímetro. Así me         sentía en la carrera a Laureles. Estaba         reventado, y sin embargo los otros ciclistas,         frescos y sin apuros, me habían         ganado todo el terreno en pocos minutos.         Cuando llegué al parquecito de Laureles,         que con ocasión del evento había         sido adornado con papel de colores, me         sentía desconcertado: no veía el comité         de recepción por ninguna parte. Ni siquiera         sabía dónde era la meta. A alguien         que pasaba por el parque, le pregunté: 
 —¿Dónde está la gente? 
—Uf —me respondió—, todos se         fueron hace rato. 
 
Mi mala salud 
Siempre he sido muy enfermizo. Y         cada vez que voy a participar en una         competencia, mi salud me pone a dudar         de mis probabilidades. En aquel año de         1951 —que fue el año decisivo en mi         carrera— padecía un trastorno del estómago         que no me daba descanso. En         Puerto Rico se me infectó el ojo izquierdo         y tuve que correr después de que me         inyectaron dos millones de unidades de         penicilina. En la última Vuelta a Colombia         tenía gripe cuando salimos de Bogotá,         y me estaba asfixiando en la primera         etapa. Cuando no es una cosa es otra. 
Y en los comienzos, cuando no era         la afección al estómago o la forunculosis,         eran los tambores de mi maltratada         bicicleta. Por eso no cuento, entre mis         primeros triunfos, la Doble a La Estrella,         que gané corriendo contra Antonio         Zapata Arboleda. Cuento la Doble a San         Cristóbal, el 12 de junio de 1951, en la         cual gané mi primera copa. Y me regalaron         mi primera pantaloneta. 
 
Con todo prestado 
Para participar en la Doble a San         Cristóbal no tenía prácticamente nada.         Un sobrino de doña Gabriela Arboleda,         la incomparable visitadora social de la         empresa donde trabajo, tuvo que prestarme         un aro. Se llama Jorge Zapata y         en la actualidad es propietario de la bicicleta         en que corrí en aquella prueba.         Pidiendo prestado aquí, remendando         allá, estuve listo por fin para participar         en la prueba. Eran diez kilómetros de         subida y diez de bajada, y mi bicicleta         no tenía cambios. Pero no me importaba         mucho. Estaba dispuesto a clasificar         de cualquier modo, aunque me rompiera         la cabeza en una vuelta del camino. 
 
“Que me echen, si quieren” 
En esa época, mi jornada de trabajo           era de las dos de la tarde a las diez de la           noche. Pensé en el riesgo que corría no           asistiendo al trabajo, sin ninguna excusa.           Sin embargo, pensé: “Que me echen,           si quieren”. Y pensándolo, me puse mi           uniforme, la camiseta del club Saeta, y           mis zapatos de fútbol. Porque ese es otro           de los inolvidables disparates de mi vida:           corría con zapatos de fútbol, en una bicicleta           sin cambios y sin repuestos. Y —           como ya lo he dicho— en el galápago de           hierro. Cada vez que me acuerdo de estas           cosas, no me explico cómo pude llegar           a ser campeón. Recuerdo perfectamente           la largada, la serenidad de los ciclistas           veteranos y el nerviosismo mío. Casi no           podía apoyar los pies en los pedales, de           tanto que me temblaban las rodillas. 
 
Trepando bien 
Al principio todo anduvo bien. Trepé         como un veterano, con esa manera         de trepar, segura y descansada que he         tenido siempre, aun cuando no me ayudaba         la bicicleta. Rápidamente, sin forzarme         mucho, le saqué un minuto de         ventaja al pelotón. En esa ocasión, por         primera vez en mi vida, tuve la emoción         de los fanáticos animándome a todo lo         largo de la carretera. Yo iba en la punta,         trepando a un ritmo seguro. Y por todo         el camino, hombres, mujeres y niños,         con sus instrumentos de labranza en la         mano, me animaban con sus gritos a seguir         adelante. No conocían mi nombre.         Habían salido a saludar a los veteranos,         y al ver a aquel muchacho flaco y nervioso         que trepaba como un veterano, lo         instaban a seguir adelante, sin conocer         su nombre. Solo porque lo veían trepar         mejor que todos. 
 
“Esta es la copa, Ramón” 
Es inolvidable la llegada a San Cristóbal.         Había música y madrinas con flores         cuando llegué a la meta. Todavía         faltaba la mitad de la prueba, en bajada,         y yo temía por el comportamiento de mi         vieja bicicleta sin cambios. Pero en la         hora de descanso que tuvimos en San         Cristóbal, yo me hice el firme propósito         de ganar, por encima de cualquier         obstáculo, y solo por una razón: porque         me mostraran la copa. Era un trofeo brillante,         por el cual me habría hecho matar         en mi desesperación de novato que         quería llegar a alguna parte.
 Durante una hora, la música estuvo         tocando. Recuerdo las piezas alegres, las         parejas bailando y el suelo lleno de flores         pisadas y marchitas. Pero yo no pensaba         en esa fiesta. Pensaba en que había         llegado con un minuto de ventaja, y que         debía agarrarme de ese minuto para ganarme         el trofeo, así me costara la vida. 
 
Bajando fuerte, pero sin culpa 
No recuerdo haber bajado nunca           con tanta velocidad y tanto entusiasmo           como aquella vez. Pero había una explicación           adicional: como mi bicicleta no           tenía cambios, no me quedaba más remedio           que cerrar los ojos y lanzarme           por la pendiente, aunque me rompiera           la crisma. Siempre he sido terriblemente           nervioso para bajar. Por eso procuro           sacar la mayor ventaja cuando trepo,           porque la experiencia me ha enseñado           que bajando no desarrollo todo lo que           puedo, por el puro temor de matarme           en las curvas, como ha estado a punto           de ocurrirme varias veces. En aquella           Doble a San Cristóbal bajé como           un demonio, como nunca, y a pesar           de todo me sacaron veinte metros a la           meta. Pero yo tenía mi minuto de ventaja.           En medio de una gritería confusa,           temblando de emoción y de miedo           y un poco atolondrado, creí que me había           ocurrido un accidente y no me había           dado cuenta. Pero lo que ocurría era           otra cosa: había ganado. Y ese mismo           día, en la meta, cuando la multitud se           preparaba para pasearme en hombros,           me entregaron la primera copa que           conquisté en mi vida. 
 
Mi pantaloneta 
Fue un triunfo atronador. Pero no         tanto como yo lo imaginaba, jadeante,         con mi camiseta sudada. En Antioquia,         esas competencias locales, que         no tienen ninguna resonancia nacional,         provocan el delirio de las multitudes,         porque es de ellas de donde salen         los campeones. Yo estaba completamente         aturdido. Veía a mis amigos, a los         muchachos del club Saeta, que me felicitaban         con desbordado entusiasmo.         Pero no veía a los fotógrafos de la prensa.         Yo me imaginaba el triunfo como         una cegadora tempestad de bombillas         fotográficas, como lo es ahora, y como         lo eran los triunfos de Conrado Tito Gallo         y Pedro Nel Gil. Pero al finalizar la         Doble a San Cristóbal no había más que         ruidos, gritos y felicitaciones. Y un solo regalo: una pantaloneta de otomana         que me llevó a la meta la esposa de Víctor         Betancourt, porque estaba segura de         que yo ganaría la competencia. Todavía         uso esa pantaloneta, como recuerdo de         mi primer triunfo sensacional. 
 
“Ramón Hoyos”, en  letras de molde 
Naturalmente, no fui a trabajar ese           día. La carrera terminó a las once y media           de la mañana. Y después hubo fiestas           y muchos comentarios y mucho           entusiasmo. Yo veía andar el reloj y sabía           que debía comenzar a trabajar a las           dos de la tarde, pero seguía pensando:           “Que me echen, si quieren”. Ahora tenía           una copa, y lo único que me interesaba           era celebrar mi triunfo, subir, seguir corriendo,           alcanzar el campeonato; y tener           muchas copas como la que había           ganado aquel día. Sin embargo, ahora           me doy cuenta de que nunca pensé           llegar a donde he llegado, ni tener 120           trofeos conquistados en cuatro años. 
Ahora me preocupa mucho que los         periódicos me ataquen, cuando son         ataques injustos. Pero no busco la publicidad.         Pero aquella vez, siendo mi         primera victoria, con diecinueve años,         en una ciudad donde ya los ciclistas tenían         fama nacional, esperaba con ansiedad         los periódicos y no podía dormir.         Ahora he visto mi nombre a ocho columnas,         en las primeras páginas y con         enormes fotografías. Pero no experimento         la emoción que sentí aquella mañana         del 13 de junio de 1951, en que vi         mi nombre por primera vez en letras de         molde. Fue en la página deportiva de El         Colombiano, en un rincón, y en un titular         que decía: “Ramón Hoyos vio alumbrar         su estrella”. 
 
“Haberlo dicho antes” 
Cansado a causa del esfuerzo de la         carrera y de la prolongada  celebración         de la victoria, todavía no tenía deseos         de  ir a trabajar. Me parecía que había         llegado a la cumbre, que no  tenía ningún         compromiso con la fábrica sino          sencillamente con mi título de ciclista.         Sin embargo, la soledad  en que me encontré         aquel día, cuando todo el mundo          volvió a la rutina del trabajo, me dio         a entender que estaba  equivocado. Muy         asustado, a las dos de la tarde entré por          el enorme portón de la fábrica y me dirigí         directamente a la  oficina del secretario,         el gran Javier Jiménez, que es          además, el encargado de los deportes. 
Javier Jiménez me estaba esperando         hecho una furia. 
 —¿Por qué no vino a trabajar ayer?         —me preguntó, indignado. 
Resolví ser franco. Le dije:
 —Porque estaba muy cansado de la         Doble a San Cristóbal. 
Aquello no sirvió de nada. Javier Jiménez         seguía indignado. 
 —¿Y por estar corriendo en bicicleta         no vino a trabajar? —me dijo—. ¿Qué           clase de excusas son esas? 
—Pero fue que gané. 
Javier  Jiménez miró el periódico, estupefacto.         Su rostro cambió  súbitamente         de expresión, dio un golpe en el escritorio,          sobre el periódico, y volvió a gritar:
 —Idiota. ¿Y por qué no lo dijo desde         el principio? 
 
 
  Nota del redactor
 Nota del redactor 
“El milagro está en su tórax” 
Los fanáticos de Hoyos se enloquecen           cuando al campeón le corresponde           trepar. Se da por cierto que es           mejor trepando que bajando. Al parecer es una idea sin fundamento.           “Siempre he sido terriblemente nervioso para bajar”, dice Hoyos.           Y señala el origen de este nerviosismo: nunca ha tenido accidentes           trepando. En cambio, bajando ha estado a punto de matarse en las           vueltas, desde cuando empezó a correr en bicicletas remendadas,           cuidando tubulares y repuestos ajenos, hasta se estrelló contra una           piedra, como cualquier novato, cuando representaba por primera           vez a Antioquia en la II Vuelta a Colombia. Julio Arrastía, su entrenador,           explica: “Hoyos baja tan bien como trepa, pero prefiere sacar           tiempo subiendo, cuando no hay peligro, para no correr riesgos en           las bajadas. Si Forero o Beyaert treparan tan bien como Hoyos, no se           arriesgarían a bajar como ya se les ha visto bajar, matándose por lograr           ventajas”. 
 
 
El estilo no es el ciclista 
Otra crítica muy popular entre las muchas que se hacen a Ramón         Hoyos es su manera de pedalear. El triple campeón considera         que su estilo le da resultado, y sigue corriendo así, sin importarle lo         que se diga. En cambio, ha cambiado el estilo en los cuatro años que         lleva de estar corriendo en competencias oficiales. “El estilo no sirve         para ganar —dice—. Sirve solamente para que uno se vea bien         en la bicicleta”. Y dice que no le gusta el estilo de los mexicanos,         “porque van sentados muy bajo y la posición en la bicicleta parece         incómoda”. Sin embargo, dice que esta posición les rinde a los mexicanos,         y eso es lo importante. 
 
Así corría Bartali 
“Lo importante en Hoyos —dice Julio Arrastía— no es que suba         sentado y abra las piernas, porque eso no es un defecto, como cree         la gente”. Y agrega que lo importante es su extraordinaria capacidad         de asimilación. Cuando comenzaron sus entrenamientos, en la Doble         a Bolívar, después de la II Vuelta, Arrastía le dijo a Hoyos: “Vos         como andás, tenés que cuidarte mucho, porque creo que vas a ganar         la próxima Vuelta”. Entonces el actual campeón tenía muchos defectos         y le faltaba experiencia, pero tenía las condiciones esenciales,         que todavía conserva, pero ahora mejor desarrolladas: tenía la visión         y el ansia del triunfo y una extraordinaria agilidad mental para definir         situaciones. A quienes le dicen que Hoyos trepa despernancado,         pedaleando lo mismo sentado que parado, Arrastía les contesta: 
 —Así corría Bartali. 
 
Un hombre de la calle 
Normalmente, Ramón Hoyos no observa         una dieta especial. “Un buen ciclista         deber comer carne de pulpa,         verduras y muchas frutas”, dice Arrastía.         Pero Hoyos, cuando no está corriendo,         come cualquier cosa, fuma         normalmente, y lleva la vida que puede         llevar cualquier hombre ordenado. No         tiene una hora precisa para levantarse         ni para acostarse. Asiste a las fiestas         que desea y hace allí lo que hacen todos.         Pero en cambio, es inflexiblemente         disciplinado en los entrenamientos y         se ajusta con precisión a las indicaciones         de su entrenador, a pesar de que         tiene ideas propias con respecto al ciclismo.         “El milagro está en su tórax —dice Arrastía—. Se le ha desarrollado         tanto, que no hay el menor temor de         que se asfixie cuando trepa. A eso hay         que agregar la asombrosa elasticidad         de su corazón”. 
 
El oscuro mundo de los ciclistas 
Al parecer, todas las falsas ideas divulgadas           sobre la técnica de Hoyos, tienen           un origen: los otros ciclistas. Ese es           un mundo complejo, lleno de rivalidad,           al margen del cual está Ramón Hoyos,           como una figura que salió del pelotón           y va en la punta de la popularidad. Muchos           no se lo perdonan. En las tertulias           de ciclistas, de aficionados o de simples           fanáticos, se dice que Hoyos no tiene           nada más que coraje. Se le considera           como una especie de pequeño bárbaro,           capaz de mantenerse por alcanzar una           meta, pero sin ninguna técnica. “No           es más que corazón”, se dice. Y Hoyos,           a su vez, tiene mucho qué decir de los           otros ciclistas. La historia de sus rivalidades,           de los obstáculos que han puesto           a su trayectoria los otros ciclistas, es un           cuento de nunca acabar. 
 
“Por qué corre Samuelillo” 
Sin embargo, hay algo indiscutible:           nadie ha tenido más suerte para           encontrar ayuda que Ramón Hoyos. Si           entró a la II Vuelta a Colombia, cuando           era un novato sin muchas esperanzas,           fue en virtud de la terquedad de           don Ramiro Mejía, un fanático que se           gastó su plata en hacer ciclistas y que           ahora vive en México. Y también mucho           de lo que es hoy se lo debe al pequeño           y conversador secretario de           Coltejer, Javier Jiménez, encargado           de los deportes, que se empeñó en           sacarlo adelante desde cuando ganó           su primer trofeo. En una oficina que           arde como un horno a las dos de la           tarde, Javier Jiménez es capaz de hablar           durante 24 horas consecutivas           sobre Ramón Hoyos, haciendo gestos           hiperbólicos y estirando con entusiasmo           sus cargadores elásticos, como si           eso fuera una gimnasia de la memoria.           “Era un flaco que no ofrecía ninguna           esperanza”, dice, recordando el           día que aquel tímido obrero entró a           su oficina, a pedirle dinero prestado           para comprar una bicicleta.
 Sin embargo, Hoyos no olvida a         quienes lo han ayudado. Aunque hay         un sector neutral, que no gusta de los         ciclistas, en privado, porque considera         que todos viven pensando que el otro         trata de perjudicarlos, de obstaculizarles         la carrera, de no dejarlos llegar         a ninguna parte. Ese sector neutral ha         hecho un mal chiste. Dicen: 
—Todos los ciclistas tienen delirio         de persecución.
