Número 61, noviembre 2014

El peso del amor
Pablo Cuartas. Fotografía: Esteban Giraldo

 

Un encuentro imposible, una pregunta repetida, un enigma repetido estremeció la adolescencia de muchos: “¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”.

Y sigue diciendo el narrador, que ella, la Maga, no estaría en el puente. O sea, que perdió la ida. ¿O que la perdería? Porque todo está en condicional. Eso le pasa por no poner citas precisas, escribir en papel blanco y apretar los tubos por cualquier parte. “¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts?”, se pregunta luego el narrador, viendo que no estaba ahí la Maga. ¡Pues qué más va a ser! ¡Nada! Estar por ahí vagando, sin ton ni son, esperando el encuentro casual.

La educación sentimental de muchos empezó entonces con un desencuentro: el de un hombre buscando a una mujer que nunca se le apareció mágicamente, sin cita, por telepatía, en el Pont des Arts. Y siguió con la historia de un grupito de latinoamericanos varados en París, un niño con nombre de región francesa y queso de cabra, Rocamadour, y con una historia de amores truncados que se podía leer en orden o en desorden. Iluminados por esas primeras experiencias literarias, muchos encontraban a la Maga en corredores de colegios y universidades, recitaban de memoria las primeras líneas del relato, hablaban con soltura de ambas orillas del Sena y habían aprendido a decir y a repetir que el amor es un puente y que “un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado…” ¿Puentes Le Corbusier? Ni sostenidos de un solo lado ni de los dos: no hizo ninguno. ¿Y qué es eso de “van a hacer un puente”, si Wright murió en 1959 y el narrador dice lo que dice en 1963? ¡Claro, qué lo iba a hacer postmortem! Esa referencia es la que no se sostiene. En el otro lado todo es etéreo.

Tampoco se sostienen ya los “pretiles de hierro” del Pont des Arts, por los que no se asomaría la Maga en aquél comienzo melancólico. Una noche de verano se fue al Sena un primer tramo del barandal, que cedió al peso de miles de candados que enamorados del mundo entero han ido engarzando a lado y lado de la pasarela, y cuyas llavecitas botan al río para que también, como el puente, quede empuercado de metal barato. Sellando el candado sellan un pacto, y botando las llaves se aseguran de que ninguno pueda huir de la jaula del amor. Eso dicen, palabras más, palabras menos, los que a falta de espacio en la baranda siguen poniendo sus candados sobre los candados de otros, en una mezcolanza de amor cobriza que tiene en grave riesgo de colapso a la estructura del puente. Entre eso y pasar a ver si uno se encuentra con la Maga por azar, francamente, prefiero lo segundo. De dos situaciones cursis, la menos estrepitosa.

De los que ayer se estremecían con historias de Horacio, de Wong, de Gregorovius, los que antes deliraban con la espesura de aquellos diálogos solemnes, los que buscaron emular esas veladas de jazz en sus primeras noches de conquista, de todos ellos, muchos vienen hoy en peregrinación a poner sus candaditos. Y ellos, sumados a muchos otros que jamás supieron de Oliveira, que nunca vieron “famas” ni “cronopios” pero supieron a tiempo de la existencia del Pont des Arts, han hecho que la masa de enamorados crezca desmedidamente año tras año, y que la masa informe de metal supere ya el millón de candados. Por eso, queriendo proteger el Pont des Arts de tanto amor, la alcaldesa de París mandó a cubrir las barandas con paneles de madera. Tercos, los enamorados corrieron a tomarse el Pont de l’Archevêché, detrás de Notre-Dame. Y como también ahí los candados ya infestaron ambas balaustradas completas, muchos fueron a tomarse la Passarelle Simone de Beauvoir, llamada así en honor a la filósofa de la libertad femenina. Candados cerrados en el puente de Simone de Beauvoir, filósofa del amor libre…

Del rito se dice que nació en la Hungría del siglo XIX, donde soldados en fuga les dejaban de recuerdo un candado cerrado a sus amantes. Otros afirman que el fenómeno sí nació en Hungría, en Pécs, pero mucho tiempo después: hace unos treinta años. Hoy, extendido por varios puentes del mundo —Ponte Vecchio de Florencia, Hohenzollernbrücke de Colonia, Brooklyn de Nueva York—, los candaditos del amor parecen un esfuerzo cándido de fundar certezas en una época que ofrece más libertad por menos seguridad. O de enfrentar, mediante un símbolo obvio e ingenuo, los temores producidos por lo que un sociólogo llamó “amor líquido”, es decir ajeno a la “solidez” que prometían las instituciones tradicionales. Caída en descrédito, la imagen del amor-para-toda-la-vida cede lugar a la incertidumbre, la desconfianza, el miedo. 

 

Esteban Giraldo

 
Y como todo lo que es persiste en su
ser, y como todos los enamorados quieren seguir enamorados, quizás sea mejor acostumbrarse a esta y otras tentativas de apresar lo que fluye y se va, como lo dijo para siempre Apollinaire:

 

Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena
Como pasan también nuestros amores.
Que nunca la certeza me sea ajena
De que el gozo viene siempre tras la pena

El amor se va como el agua que fluye
El amor se va…

Viene la noche, suena la hora
Y los días se alejan
Y aquí me dejan

Pasan días y semanas
Y ni el tiempo pasado
Ni los amores regresan
Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena…
UC

 
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