¿Nos lleva por favor en mil hasta     La Villa por la de atrás?   
Y así, rapidito, sin más, se     treparon al bus.     
Qué tan perezosos, pensé     mientras los dos muchachos, riéndose,     tomaban vino de una botella plástica.     Entre la calle San Juan con la carrera 80     y La Villa habrá si acaso unas doce cuadras,     ¿pero a mí por qué tiene que importarme     si “la juventud nació cansada”     como rezonga tanto viejo? Envidia, tal     vez, de saberlos dueños de su viernes,     sentados en la última banca como unos     príncipes, y todo, después de haber pagado     solo un cuarto del pasaje.     
La famosa Villa, no esta ciudad que     también ha tenido su fama y que todavía     algunos llaman en presencia del     turista “La Bella Villa”; no, para mí, y     seguro para estos dos, La Villa es una     plazoleta rodeada de apartamentos,     oficinas, licoreras, locales comerciales,     y claro, también ese pedacito de montaña     adonde subíamos a contar carros     (45 azules, treinta rojos, los amarillos     no valen) y a probar la marihuana.     
Este es el lado que más conozco de     la ciudad que me tocó en suerte, y así     camine como un autómata que se deja     llevar por la inercia del paso, me doy     cuenta si cierran una tienda, cambian     un poste de lugar o los buses se desvían     un poco de su ruta. Ahí por ejemplo,     a mano derecha, si adelantamos     de sur a norte, queda El Viñal; la música     tropical suena con ganas y parejas     y grupos de amigos conversan, beben,     libres al fin de los mandatos de la semana.     Antes, esa terracita improvisada     donde se apiñan las mesas, no     existía, y yo me sentaba en el quicio de     la puerta de lo que era otro Viñal a tomar     cerveza con dos o tres amigos de     la primera juventud.     
    —No hacés sino estorbar con esta       chatarra pa si mucho mover diez cristianos       —le dice al busero un tipo a manera       de saludo y se trepa antes de que el       semáforo cambie a verde.     
El conductor se defiende; levanta su     queja contra el transporte pirata, habla     de los taxis y de esas motos que no dejan     trabajar, pero al fin mira a su amigo y señalando     al crucifijo de la cabina, da gracias     a Dios porque hay salud y coloca.     
Diez pasajeros. Si el hombre los     hubiera contado no hubiera sido tan     exacto, yo sí los conté, somos diez; sin     embargo, si tenemos presente la disposición     y el ánimo de los dos de atrás,     ocho poco o nada valemos: tres mujeres,     cuatro hombres, por las trazas, empleados     cansados que vuelven a casa, y     yo, que después de darle vueltas, al fin     decidí, sin mucho convencimiento, ir a     comerme el primer pavo de mi vida a la     casa de una pareja amiga.
    —Le marco, pero usted la invita —     le dice un muchacho al otro y todos oímos.     La mujer de la banca contigua a la mía voltea la nuca para verlos hacer maromas       con el celular; me sonríe cómplice,       yo le devuelvo la sonrisa, aceptando       con ella que son jóvenes y todo les luce.     
El bus para bajo el puente peatonal     y los de La Villa nos bajamos. Desde     el andén veo a los dos amigos esquivar     carros y ganar la otra acera, siento     el impulso de hacer lo mismo y cruzar     bajo mi propio riesgo, pero volteo para     buscar el puente. Un grupo de gente     forma una medialuna mal hecha frente     al ventorrillo de perros. Salen esos     barcos coloridos y siento el olor de la     tocineta frita. ¿Al fin sí se decidirían a     llamar a la muchacha? Seguro ya saben     hacia donde va a tirar su noche y están     comprando más vino para celebrar su     suerte o para olvidarse de ella.     
El pequeño anfiteatro de cemento,     con su escenario enclavado en la montaña,     ya es manga corriente y grupos     de jóvenes se reparten el lugar. ¿Cuántas     volquetadas de tierra tendrían que     haberle echado para taparlo? Quedan     unas barandas y una estructura de concreto     coronada con un grafiti de letras     grandes y redondas: Comunidad cannábica     colombiana. Como si los oficiosos     artistas hubieran querido recordarles a     los moradores de los apartamentos vecinos     que los marihuaneros son legión     y están unidos. En pleno conciliábulo,     custodios del secreto, nuevos “gángsters de corazón tierno” pisan la tumba del     escenario de viejos conciertos rock. 
Un rapero que sostiene una grabadora     apagada se queda mirándome,     me doy cuenta de que he estado dando     vueltas sobre mi propio eje, que olvidé     la rampa que lleva al puente, que desentono     perdido en medio del humo y la     fiesta de otros.     
“Los grandes bulevares de Orán se     van invadiendo a última hora de la tarde     por un ejército de simpáticos adolescentes     que hacen los mayores esfuerzos por     parecer malos. Las jóvenes oranesas,     que se sienten desde siempre prometidas     a estos gángsters de corazón tierno, exhiben     también el maquillaje…”. Paladeo     la letanía, hago esfuerzos por recordar     cómo continúa la frase de El verano, ese     librito de Camus que me regalaron cuando     apenas empezaba a salir de la adolescencia,     la repito mientras hago sonar las     latas del puente y pienso que la juventud     es igual y distinta en todas partes,     una verdad de a puño. “Los grandes bulevares     de Orán…”, ya no sé cómo sigue,     se refería a esas jovencitas como a las     “Marlenes” y el sol se podía leer en esas     páginas. Hasta ahí llego, pero no importa,     ahora es de noche y ya estoy del otro     lado, en plena plazoleta.     
No deben ser ni las ocho y esto está     repleto. Se me olvidaba que por estos     lares la fiesta empieza temprano y     siempre acaba a las once, cuando los celadores     pasan entre la gente, muy comedidos,     para advertir que la noche en     La Villa se terminó, que pueden, eso sí, entrarse a uno de los bares y seguir     en lo suyo. Pero como se trata de gente muy joven, algunos sin cédula,     casi todos, ya a esa hora, solo con la plata justa para pagar el pasaje, no     hay opción de quedarse y los grupos se dispersan buscando muritos aledaños     dónde terminar la botella o simplemente dan por finalizada la faena y     vuelven a sus casas.
 Embelesado con el gentío, me arrimo sin mirar a la licorera de la esquina;     ni la reja ni las botellas, aquí ya queda Paisanas, arepas rellenas. Deja     uno de pasar unos días y le cambian el escenario. ¿Pero si se acabó Marcelino     Pizza y Vino, que también quedaba aquí y era el lugar de celebración de     las buenas calificaciones y de los cumpleaños de la infancia, me va a molestar     que ahora en este local vendan arepas gigantes en vez de licor? Además,     trago se consigue en todas partes y yo solo busco una Bretaña grande     para mí y una botella de vino para no llegar con las manos vacías a la casa     de mis amigos.     
Bordeando la plazoleta se llega a 11 eleven licorera, y si hay tiempo y     la fila no agobia, uno se entretiene viendo desfilar muchachitas desde     la nevera de las cervezas hasta la caja registradora. Estoy de suerte y me     atienden rápido. Salgo con mis compras y empiezo a caminar hacia el apartamento     de María Fernanda y Camilo; ojalá todos los académicos que van     a celebrar el grado de doctorado de mi amiga tengan un sábado ocupado y     no se pasen del vino o de la cerveza a los destilados, en fin, y si así es y me     pica la lengua, pues no importa, llevo la resolución de seguir sobrio bien     amparada por una soda litro y cuarto.
 
  Todavía no salgo del costado oriental de la plazoleta hacia los bloques      que colindan con el barrio Miravalle, pero está muy temprano, si me  les     aparezco ya voy a ser el primero, entonces doy media vuelta en Barrocko y     busco un pedacito de escala en la gran herradura.     
“Y  pensar que hace unos años esto era un potrero y verlo ahora…”, recuerdo      que así hablaba mi abuelo por allá a finales de los ochenta, cuando      La Villa todavía estaba nueva y yo reteñía la plazoleta con mi  primera cicla. No sé si feliz o aterrado con una ciudad que cambiaba  antes de que     él pudiera conocerla, siempre habló de lo que aparecía  como si constatarlo     le sirviera de norte para no perderse. ¿Qué  diría si viera estos desfiles?     En los noventa para mí era fácil  identificar los gustos musicales de otros     jóvenes por su ropa y sus  adornos: los de la cresta, las botas altas y los pantalones     ceñidos y  remangados; los de negro con el pelo hasta la espalda,     y esa  inmensa tropa que se identificaba por las franelas coloridas, los viejos      sacos de lana y su veneración por Kurt Cobain, ese muchacho de  Seattle     que parecía haber inventado la tristeza para nosotros.  Ahora, sentado     aquí con el mismo discutible derecho de esa pareja de  abuelos jóvenes que     beben cerveza tranquilos mientras su nieta  juega con un San Bernardo     que le aguanta todos los oprobios, solo  veo a muchachos desprevenidos     conversando en pequeños grupos,  paseándose, mirando y dejándose mirar,     alentando a sorbos primeras  borracheras. ¿Estos inocentes festejos a     cuántos les irán a enredar  la vida? Me prohíbo la pregunta, es menester     olvidar el futuro y  disfrutar de la noche, así sea de manera vicaria, como     simple  espectador de la fiesta de otros.     
Ya  es la segunda vez que los veo pasar, dan tumbos con su amigo a cuestas,      y a la tremenda borrachera que lleva el pobre, le suman el martirio  del     paseo y el escarnio.
    —Esperen, esperen, por qué no lo sientan —les digo mientras me paro     y les señalo la escala al lado de la columna.     
—Es que no puede llegar así a la casa —me contesta uno de los muchachos     entre prendido y aterrado.   
Ya van a seguir con el viacrucis, pero yo, solidario con el gremio, insisto:     
    —En una de esas se les cae y además de borracho llega aporriao.   
Al fin lo descargan y me miran como preguntando: ¿Y ahora qué hacemos?     
 —Andá traete un tinto —le digo al que parece más despierto. 
Me quedo con el otro cuidando al borrachito, viéndolo dormir con una     sonrisa beatífica, imperturbable.     
    —¿Y qué tomaron pues?     
—Nada, vino, pero este güevón nos llevaba ventaja     y además no sabe  beber  —y con la suficiencia del experto     se paró en un solo pie,  hizo el cuatro, como se     dice, y recalcó: 
—Vea, yo estoy como nuevo.     
—No hagás bobadas y vení acomodemos bien a este.   
Lo  recostamos mejor a la columna y algo nos dice     en el lenguaje de los  borrachos dormidos mientras da     manotazos al aire. En esas llega el  tinto doble; el mensajero,     sin mediar palabra, se acuclilla al  frente de su     amigo y empieza a zarandearlo.     
     —Despertate marica pa que te tomés esto —le dice     entre sacudida y  sacudida, pero el hombre, como si no     fuera con él, murmura sus  incoherencias y se reacomoda.     
—Dejalo, dejalo, mejor le mojamos la cara —digo     yo que ya soy algo  más que un metido y busco la soda.     No la he terminado de sacar de la  bolsa y veo cómo les     brillan los ojos y me celebran.     
—Eso, echémole eso encima —propone feliz el que     dice estar como nuevo y se adelanta para coger la botella.     
—No, no, prestame mejor ese buzo.     
—Y mi buzo por qué…     
—Prestáselo —tercia el otro y al fin me lo entregan.     Destapo la  soda, mojo bien una de las mangas del     buzo, me agacho y empiezo a  empaparle la cara al borracho;     en esas estoy cuando desde atrás le  cae en     la cabeza un chorro largo de Bretaña helada. No sé si      aplaudirlos y reírme con ellos mientras el convaleciente     hace  pucheros de ahogado y abre unos ojos inmensos.     
—Bueno, por lo menos que se tome el tintico —le     digo al ocurrente al  tiempo que le entrego el buzo y recupero     un cuarto de mi soda.     
—Cucho, muchas gracias, ¿sí quedó algo o le compramos     otra botella?     
—No, no te preocupés, así está bien 
—y me despido     dándole la mano a cada uno, hasta al borracho, que      se lleva el vaso desechable a la boca sin saber muy bien     qué está  tomando ni qué pitos toco yo ahí parado deseándole     suerte con el  guayabo.   
Después  de jugar al buen samaritano como mínimo     me merezco un pavo. Ahora  pienso que hice bien     en venir, la noche de La Villa no envejece, se  renueva     y nos recibe. Ya son varias las generaciones de adolescentes      que han andado por aquí, algunos, me cuento     entre ellos,  volvemos de vez en vez a pasar revista, a     encontrar en estas escalas  corrillos que no nos reclaman     pero nos regalan su desparpajo, su  antojo por     todo lo que dispensa un viernes y su noche.     
Salgo  de la plazoleta y mientras me anuncio con el     portero del edificio  me acuerdo de una celebración parecida,     la última a la que fui.  Llegué tarde, pasadas las     once, y después de saludar a mi amigo, el  dueño de la     casa y de la fiesta, fui por un trago y me arrimé a uno      de los grupitos. Una muchacha, hasta bonita ella, me     preguntó de  dónde venía; yo, que había estado bebiendo     media tarde, le contesté  con toda la inocencia que     de la casa, me imagino que para  recalcarle que esa no     era la última parada después de varios bares.  Sin embargo,     por el tiempo que había estado ahí parado  escuchándolos,     debía saber que ella no me preguntaba por     un  lugar físico sino por uno más extraño, el nicho de la     profesión;  algo así como venir de las artes plásticas, de     las matemáticas, de  la antropología. Lo cierto del caso     es que la chica no estaba para  respuestas literales, o     como lo dijo después poniéndole la queja a  mi amigo,     para chistecitos destemplados.     
El  portero me da entrada y subiendo los cuatro pisos     pienso que es una  lástima que escenas como esa no     se repitan; hoy no voy a tener  chance de responder haciéndome     el despistado: vengo de La Villa de  tomarme     una garrafa de Tres Pachangas. 