Número 61, noviembre 2014
Desde hace unos meses la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín y Universo Centro hacen una investigación sobre historias, calles, personajes y recuerdos de barrios de la ciudad. Invasiones y demoliciones, planos y decretos, juntas de vecinos y cantinas emprendedoras. Publicamos un adelanto de lo que posiblemente será un libro de Medellín y sus aglomeraciones.


 
Vengo de
La Villa
Jorge Iván Agudelo. Ilustración: Alejandra Congote
 
 
 

A la memoria de mi alumno y amigo José Daniel Lopera.
 
Alejandra Congote
 

¿Nos lleva por favor en mil hasta La Villa por la de atrás?

Y así, rapidito, sin más, se treparon al bus.

Qué tan perezosos, pensé mientras los dos muchachos, riéndose, tomaban vino de una botella plástica. Entre la calle San Juan con la carrera 80 y La Villa habrá si acaso unas doce cuadras, ¿pero a mí por qué tiene que importarme si “la juventud nació cansada” como rezonga tanto viejo? Envidia, tal vez, de saberlos dueños de su viernes, sentados en la última banca como unos príncipes, y todo, después de haber pagado solo un cuarto del pasaje.

La famosa Villa, no esta ciudad que también ha tenido su fama y que todavía algunos llaman en presencia del turista “La Bella Villa”; no, para mí, y seguro para estos dos, La Villa es una plazoleta rodeada de apartamentos, oficinas, licoreras, locales comerciales, y claro, también ese pedacito de montaña adonde subíamos a contar carros (45 azules, treinta rojos, los amarillos no valen) y a probar la marihuana.

Este es el lado que más conozco de la ciudad que me tocó en suerte, y así camine como un autómata que se deja llevar por la inercia del paso, me doy cuenta si cierran una tienda, cambian un poste de lugar o los buses se desvían un poco de su ruta. Ahí por ejemplo, a mano derecha, si adelantamos de sur a norte, queda El Viñal; la música tropical suena con ganas y parejas y grupos de amigos conversan, beben, libres al fin de los mandatos de la semana. Antes, esa terracita improvisada donde se apiñan las mesas, no existía, y yo me sentaba en el quicio de la puerta de lo que era otro Viñal a tomar cerveza con dos o tres amigos de la primera juventud.

—No hacés sino estorbar con esta chatarra pa si mucho mover diez cristianos —le dice al busero un tipo a manera de saludo y se trepa antes de que el semáforo cambie a verde.

El conductor se defiende; levanta su queja contra el transporte pirata, habla de los taxis y de esas motos que no dejan trabajar, pero al fin mira a su amigo y señalando al crucifijo de la cabina, da gracias a Dios porque hay salud y coloca.

Diez pasajeros. Si el hombre los hubiera contado no hubiera sido tan exacto, yo sí los conté, somos diez; sin embargo, si tenemos presente la disposición y el ánimo de los dos de atrás, ocho poco o nada valemos: tres mujeres, cuatro hombres, por las trazas, empleados cansados que vuelven a casa, y yo, que después de darle vueltas, al fin decidí, sin mucho convencimiento, ir a comerme el primer pavo de mi vida a la casa de una pareja amiga.

—Le marco, pero usted la invita — le dice un muchacho al otro y todos oímos. La mujer de la banca contigua a la mía voltea la nuca para verlos hacer maromas con el celular; me sonríe cómplice, yo le devuelvo la sonrisa, aceptando con ella que son jóvenes y todo les luce.

El bus para bajo el puente peatonal y los de La Villa nos bajamos. Desde el andén veo a los dos amigos esquivar carros y ganar la otra acera, siento el impulso de hacer lo mismo y cruzar bajo mi propio riesgo, pero volteo para buscar el puente. Un grupo de gente forma una medialuna mal hecha frente al ventorrillo de perros. Salen esos barcos coloridos y siento el olor de la tocineta frita. ¿Al fin sí se decidirían a llamar a la muchacha? Seguro ya saben hacia donde va a tirar su noche y están comprando más vino para celebrar su suerte o para olvidarse de ella.

El pequeño anfiteatro de cemento, con su escenario enclavado en la montaña, ya es manga corriente y grupos de jóvenes se reparten el lugar. ¿Cuántas volquetadas de tierra tendrían que haberle echado para taparlo? Quedan unas barandas y una estructura de concreto coronada con un grafiti de letras grandes y redondas: Comunidad cannábica colombiana. Como si los oficiosos artistas hubieran querido recordarles a los moradores de los apartamentos vecinos que los marihuaneros son legión y están unidos. En pleno conciliábulo, custodios del secreto, nuevos “gángsters de corazón tierno” pisan la tumba del escenario de viejos conciertos rock.

Un rapero que sostiene una grabadora apagada se queda mirándome, me doy cuenta de que he estado dando vueltas sobre mi propio eje, que olvidé la rampa que lleva al puente, que desentono perdido en medio del humo y la fiesta de otros.

“Los grandes bulevares de Orán se van invadiendo a última hora de la tarde por un ejército de simpáticos adolescentes que hacen los mayores esfuerzos por parecer malos. Las jóvenes oranesas, que se sienten desde siempre prometidas a estos gángsters de corazón tierno, exhiben también el maquillaje…”. Paladeo la letanía, hago esfuerzos por recordar cómo continúa la frase de El verano, ese librito de Camus que me regalaron cuando apenas empezaba a salir de la adolescencia, la repito mientras hago sonar las latas del puente y pienso que la juventud es igual y distinta en todas partes, una verdad de a puño. “Los grandes bulevares de Orán…”, ya no sé cómo sigue, se refería a esas jovencitas como a las “Marlenes” y el sol se podía leer en esas páginas. Hasta ahí llego, pero no importa, ahora es de noche y ya estoy del otro lado, en plena plazoleta.

No deben ser ni las ocho y esto está repleto. Se me olvidaba que por estos lares la fiesta empieza temprano y siempre acaba a las once, cuando los celadores pasan entre la gente, muy comedidos, para advertir que la noche en La Villa se terminó, que pueden, eso sí, entrarse a uno de los bares y seguir en lo suyo. Pero como se trata de gente muy joven, algunos sin cédula, casi todos, ya a esa hora, solo con la plata justa para pagar el pasaje, no hay opción de quedarse y los grupos se dispersan buscando muritos aledaños dónde terminar la botella o simplemente dan por finalizada la faena y vuelven a sus casas.

Embelesado con el gentío, me arrimo sin mirar a la licorera de la esquina; ni la reja ni las botellas, aquí ya queda Paisanas, arepas rellenas. Deja uno de pasar unos días y le cambian el escenario. ¿Pero si se acabó Marcelino Pizza y Vino, que también quedaba aquí y era el lugar de celebración de las buenas calificaciones y de los cumpleaños de la infancia, me va a molestar que ahora en este local vendan arepas gigantes en vez de licor? Además, trago se consigue en todas partes y yo solo busco una Bretaña grande para mí y una botella de vino para no llegar con las manos vacías a la casa de mis amigos.

Bordeando la plazoleta se llega a 11 eleven licorera, y si hay tiempo y la fila no agobia, uno se entretiene viendo desfilar muchachitas desde la nevera de las cervezas hasta la caja registradora. Estoy de suerte y me atienden rápido. Salgo con mis compras y empiezo a caminar hacia el apartamento de María Fernanda y Camilo; ojalá todos los académicos que van a celebrar el grado de doctorado de mi amiga tengan un sábado ocupado y no se pasen del vino o de la cerveza a los destilados, en fin, y si así es y me pica la lengua, pues no importa, llevo la resolución de seguir sobrio bien amparada por una soda litro y cuarto.

 

Todavía no salgo del costado oriental de la plazoleta hacia los bloques que colindan con el barrio Miravalle, pero está muy temprano, si me les aparezco ya voy a ser el primero, entonces doy media vuelta en Barrocko y busco un pedacito de escala en la gran herradura.

“Y pensar que hace unos años esto era un potrero y verlo ahora…”, recuerdo que así hablaba mi abuelo por allá a finales de los ochenta, cuando La Villa todavía estaba nueva y yo reteñía la plazoleta con mi primera cicla. No sé si feliz o aterrado con una ciudad que cambiaba antes de que él pudiera conocerla, siempre habló de lo que aparecía como si constatarlo le sirviera de norte para no perderse. ¿Qué diría si viera estos desfiles? En los noventa para mí era fácil identificar los gustos musicales de otros jóvenes por su ropa y sus adornos: los de la cresta, las botas altas y los pantalones ceñidos y remangados; los de negro con el pelo hasta la espalda, y esa inmensa tropa que se identificaba por las franelas coloridas, los viejos sacos de lana y su veneración por Kurt Cobain, ese muchacho de Seattle que parecía haber inventado la tristeza para nosotros. Ahora, sentado aquí con el mismo discutible derecho de esa pareja de abuelos jóvenes que beben cerveza tranquilos mientras su nieta juega con un San Bernardo que le aguanta todos los oprobios, solo veo a muchachos desprevenidos conversando en pequeños grupos, paseándose, mirando y dejándose mirar, alentando a sorbos primeras borracheras. ¿Estos inocentes festejos a cuántos les irán a enredar la vida? Me prohíbo la pregunta, es menester olvidar el futuro y disfrutar de la noche, así sea de manera vicaria, como simple espectador de la fiesta de otros.

Ya es la segunda vez que los veo pasar, dan tumbos con su amigo a cuestas, y a la tremenda borrachera que lleva el pobre, le suman el martirio del paseo y el escarnio.

—Esperen, esperen, por qué no lo sientan —les digo mientras me paro y les señalo la escala al lado de la columna.
—Es que no puede llegar así a la casa —me contesta uno de los muchachos entre prendido y aterrado.

Ya van a seguir con el viacrucis, pero yo, solidario con el gremio, insisto:

—En una de esas se les cae y además de borracho llega aporriao.

Al fin lo descargan y me miran como preguntando: ¿Y ahora qué hacemos?

—Andá traete un tinto —le digo al que parece más despierto.

Me quedo con el otro cuidando al borrachito, viéndolo dormir con una sonrisa beatífica, imperturbable.

—¿Y qué tomaron pues?
—Nada, vino, pero este güevón nos llevaba ventaja y además no sabe beber —y con la suficiencia del experto se paró en un solo pie, hizo el cuatro, como se dice, y recalcó:
—Vea, yo estoy como nuevo.
—No hagás bobadas y vení acomodemos bien a este.

Lo recostamos mejor a la columna y algo nos dice en el lenguaje de los borrachos dormidos mientras da manotazos al aire. En esas llega el tinto doble; el mensajero, sin mediar palabra, se acuclilla al frente de su amigo y empieza a zarandearlo.

—Despertate marica pa que te tomés esto —le dice entre sacudida y sacudida, pero el hombre, como si no fuera con él, murmura sus incoherencias y se reacomoda.
—Dejalo, dejalo, mejor le mojamos la cara —digo yo que ya soy algo más que un metido y busco la soda. No la he terminado de sacar de la bolsa y veo cómo les brillan los ojos y me celebran.
—Eso, echémole eso encima —propone feliz el que dice estar como nuevo y se adelanta para coger la botella.
—No, no, prestame mejor ese buzo.
—Y mi buzo por qué…
—Prestáselo —tercia el otro y al fin me lo entregan. Destapo la soda, mojo bien una de las mangas del buzo, me agacho y empiezo a empaparle la cara al borracho; en esas estoy cuando desde atrás le cae en la cabeza un chorro largo de Bretaña helada. No sé si aplaudirlos y reírme con ellos mientras el convaleciente hace pucheros de ahogado y abre unos ojos inmensos.
—Bueno, por lo menos que se tome el tintico —le digo al ocurrente al tiempo que le entrego el buzo y recupero un cuarto de mi soda.
—Cucho, muchas gracias, ¿sí quedó algo o le compramos otra botella?
—No, no te preocupés, así está bien
—y me despido dándole la mano a cada uno, hasta al borracho, que se lleva el vaso desechable a la boca sin saber muy bien qué está tomando ni qué pitos toco yo ahí parado deseándole suerte con el guayabo.

Después de jugar al buen samaritano como mínimo me merezco un pavo. Ahora pienso que hice bien en venir, la noche de La Villa no envejece, se renueva y nos recibe. Ya son varias las generaciones de adolescentes que han andado por aquí, algunos, me cuento entre ellos, volvemos de vez en vez a pasar revista, a encontrar en estas escalas corrillos que no nos reclaman pero nos regalan su desparpajo, su antojo por todo lo que dispensa un viernes y su noche.

Salgo de la plazoleta y mientras me anuncio con el portero del edificio me acuerdo de una celebración parecida, la última a la que fui. Llegué tarde, pasadas las once, y después de saludar a mi amigo, el dueño de la casa y de la fiesta, fui por un trago y me arrimé a uno de los grupitos. Una muchacha, hasta bonita ella, me preguntó de dónde venía; yo, que había estado bebiendo media tarde, le contesté con toda la inocencia que de la casa, me imagino que para recalcarle que esa no era la última parada después de varios bares. Sin embargo, por el tiempo que había estado ahí parado escuchándolos, debía saber que ella no me preguntaba por un lugar físico sino por uno más extraño, el nicho de la profesión; algo así como venir de las artes plásticas, de las matemáticas, de la antropología. Lo cierto del caso es que la chica no estaba para respuestas literales, o como lo dijo después poniéndole la queja a mi amigo, para chistecitos destemplados.

El portero me da entrada y subiendo los cuatro pisos pienso que es una lástima que escenas como esa no se repitan; hoy no voy a tener chance de responder haciéndome el despistado: vengo de La Villa de tomarme una garrafa de Tres Pachangas. UC

 

 
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