Era octubre y Berlín estaba en vísperas de celebrar los veinticinco años de la caída del muro. Había exposiciones públicas a las que no se podía faltar, pero esta ciudad no vive solamente de aniversarios. Por eso le dije a Silvia, mi amiga alemana, fotógrafa y artista, que me llevara a un sitio que a ella le pareciera atractivo para visitar, aun en su cotidianidad. Se mostró escéptica ante lo que yo podía estar buscando, pues la ciudad da para todos los gustos, pero finalmente me citó un día a las tres de la tarde en una esquina de su barrio Neukölln, un lugar atípico donde conviven, entre otros, turcos, árabes y alemanes sui generis con inclinación a la vida poco convencional. 
Silvia me advirtió que iríamos en bicicleta,     así que me conseguí una que me     quedaba dos tallas más pequeña y no le     gustaba frenar, pero andaba. A las tres     —hora prusiana—, llegó ella con su     hija Elizabeth sentada en una sillita en     la parte trasera de la bicicleta. Saludé a     esa muñeca de pelo casi blanco con una     sonrisa y un hallo que pretendía hacerle     pensar que yo hablaba alemán, y luego     saludé a su madre en inglés. —Vale la     pena decir que la mayoría de los alemanes     no tiene problema en que alguien se     les dirija en esta lengua. Muchos la hablan,     y en caso contrario se muestran     abiertos a encontrar un punto medio     que permita la comunicación—.     
    —Vamos para el Klunkerkranich—     me dijo ella—. Es el lugar que te mandé     anoche por internet. ¿Te parece bien?     
—Celebré la decisión por cortesía, sin     mencionarle que se me había olvidado     mirar el link.
 Ellas arrancaron y yo las seguí a la     rueda. Cuando la calle era adoquinada,     Silvia andaba por la acera. Pasábamos     zumbando por el lado de los peatones     y de vez en cuando alguien protestaba.     “No te preocupes, quejarse es típico     de los berlineses más viejos”, me explicó,     haciendo alusión a la fama de brabucones     que tienen los locales. Otras veces avanzábamos por la ciclorruta, o por la     misma calle cuando no la había. A pesar     de ir con su pequeña hija, Silvia no mostraba     ninguna duda en los cruces. Los     carros debían detenerse y lo hacían sin     que ella tuviera que pararse a pedirles     permiso. Yo, atrás, hacía fuerza cada vez     que veía los vehículos frenar en seco, a     punto del desastre, esperando como mínimo     un insulto que nunca llegó.     
Pero estábamos en Alemania y poco     a poco me relajé y me dediqué a mirar el     paisaje. Mis preferidos eran los grafitis en     fachadas de edificios, en techos inclinados,     en botes de basura, incluso en carros     o en el piso. Estaba aprendiendo a reconocer     algunos artistas callejeros de la ciudad,     como los “1UP”, una crew que deja su     firma de letras gordas en los lugares más     arriesgados, como altas cornisas o trenes     del metro. En otras zonas de la ciudad los     propietarios mandan a repintar y los grafitis     van desapareciendo, pero en Neukölln,     así como en los barrios vecinos de Kreuzberg     y Friedrichshain, mucho se deja a la     voluntad de los maestros del aerosol. En     ocasiones, la administración de un edificio     se adelanta y contrata un artista para     que haga un mural en la fachada.     
Después de andar unos quince minutos,     Silvia se detuvo ante a las puertas     traslúcidas de un centro comercial     tipo Premium Plaza, es decir, lo último     que yo tenía en mente visitar en una     ciudad como Berlín. Pero ella amarró     la bici, sacó a su hija del asiento trasero     y se encaminó hacia los ascensores,     donde entramos con un grupo heterogéneo     donde no podían faltar una o     varias mujeres con la cabeza cubierta.     Estas últimas bajaron en los pabellones     de tiendas de ropa mientras que nosotros     seguimos hasta el último piso, el     de los parqueaderos. En un primer momento     creí que mi amiga estaba perdida,     pero no. Comenzamos a caminar     hasta llegar a una rampa que finalmente     nos condujo al techo del edificio.     
Allí nos recibió el pequeño caos de     una huerta sembrada en guacales y estivas     reciclados. La gente se perdía     entre el olor de las aromáticas y las hortalizas,     autorizados para regar, tocar y     contemplar. Enseguida pasamos a un     segundo espacio donde alguien nos dio     la bienvenida con una sonrisa y una invitación.     A nuestra derecha había una     serie de mesas con vista a la ciudad, y a     nuestra izquierda una construcción de     madera que resultó ser un bar con tres     barras para la venta de cerveza, pizzas     y bebidas hechas con yerbas frescas.     Los bartender eran jóvenes vestidos     cada uno a su gusto y con una actitud     relajada. En medio de todo había un     enorme pozo de arena donde la pequeña     Elizabeth se sumergió sin pensarlo.     
Mientras tanto, Silvia y yo nos acercamos     a la cornisa y desde allí ella me señaló     algunos lugares célebres de la ciudad: la     Torre de la Televisión, que es el gran monumento     a la tecnología erigido por el     gobierno de la RDA para demostrar los     avances tecnológicos del comunismo; la     puerta de Brandeburgo, monumento histórico     que quedó aislado del público durante     los tiempos del muro; Potsdamer     Platz, la parte moderna que ahora pretende     ser el centro de la ciudad sin divisiones;     y, en cierto punto, la única colina visible     en la planicie berlinesa, correspondiente a     una montaña de escombros de las ruinas     de la Segunda Guerra, que las viudas y los     niños amontonaron para tapar uno de los     tres grandes refugios antiaéreos que mandó     a hacer Adolfito Hitler, cuando despertó     y se dio cuenta de que les iban a llover     bombas aliadas como arroz.     
El atardecer de otoño fue cayendo     entre arreboles. Bandadas de aves migratorias     hacían fintas en el cielo, siguiendo     los quiebres caprichosos de     una danza ancestral. En nuestro techo     algunas familias se fueron retirando y     el bar se fue convirtiendo en el punto     de encuentro de gente más joven. El día     corría y el lugar mutaba, fiel a su filosofía     de introducirse en las fisuras de     lo establecido. Con los días fui descubriendo     que el Klunkerkranich era apenas     una muestra de tantas iniciativas     colectivas no convencionales que hay     en Berlín. No parece que fueran proyectos     basados en ideologías para cambiar     el mundo, sino en abrir un poco más el     espectro de las actividades humanas,     sobre todo con aquellas que privilegian     la creatividad y lo transitorio.     
De modo que no son solamente techos     de centros comerciales, sino bodegas     o fábricas abandonadas, edificios sin     uso definido, lotes baldíos e incluso un     enorme aeropuerto en desuso —que los     ciudadanos, por medio de un plebiscito,     exigieron que se dejara tal como estaba     para ser usado como parque—. En estos     lugares la gente ve una oportunidad, y se     los toma o arregla contratos singulares     que le permiten hacer uso del terreno por     un tiempo determinado. Así es por ejemplo     el RAW, las viejas bodegas del ferrocarril     en Warschauer strasse, donde uno     puede encontrar desde juegos para niños     hasta discotecas que funcionan toda     la noche; desde viejas chimeneas usadas     por escaladores hasta pistas de skate bajo el techo ruinoso de alguna warehouse;     desde salas de exposición en sótanos     inverosímiles hasta mercados agrológicos     y fiestas gastronómicas. Todo eso y     aún más en un ambiente donde la decoración     está a cargo de los artistas callejeros,     y donde mucha parte del mobiliario es recogido     de la basura y reciclado. Los inmigrantes     africanos se encargan de la venta     de droga, que realizan con respeto por el     lugar sin generar violencia. Allí nunca vi     un policía, y al mismo tiempo reinaba un     ambiente de paz y libertad que al menos     aquí todavía no conocemos.     
Regresamos a casa a primera hora     de la noche. El viento frío se sentía cortante     en la cara de los ciclistas, luego se     fue convirtiendo en una caricia fantástica.     Era imposible no sentirse enamorado     de una ciudad que parece desmentir     el mito tropical de que un cierto número     de reglas claras e interiorizadas acerca     del espacio público y la propiedad ajena,     impiden la creatividad y la vida espontánea.     Se dice que después de la barbarie     nazi y del absurdo comunista que aisló     la mitad occidental de la ciudad del resto     del mundo, Berlín ha entrado en una     especie de liberalidad prolongada donde     lo importante es hacer y dejar hacer.     Son veinticinco años continuos de celebración     que todavía continúan. A pesar     de ser una ciudad en bancarrota para     los estándares del primer mundo, Berlín     tiene ese encanto que ofrece siempre     lo que está todavía inacabado. De ahí     que la frase del recién renunciado alcalde     Klaus Wowereit, de que Berlín es “pobre     pero sexy”, se haya convertido en un     verdadero lema, pues es difícil encontrar     quien se resista a sus embrujos.