Era diciembre de 2012 y andaba todo el mundo feliz en el planeta porque no se habían cumplido las profecías Mayas. “El mundo se acaba cuando uno se muere”, decían los escépticos. Todos en el pueblo se preparaban para la Nochebuena. Yo celebraría en familia, en casa de mi madre. Era la tarde y estaba comenzando a llegar la gente: mis tías, sus esposos, mis primos, los vecinos. Sonaba música en la terraza. Y en mi habitación todo era tan tranquilo, sonreía leyendo las líneas del Origen de la vida, de Ivánovich Oparin, cuando de repente un chillido traspasó mis oídos, sentí una punzada de dolor en el pecho. Bajé las escalas para corroborar la idea que me hacía de un marrano.
Era un cerdo rosado de 120 kilos que refunfuñaba detrás de las estacas de un carro, olfateaba con fuerza la compuerta y cuando se le acercaban retrocedía asustado. Los niños le gritaban: “¡cerdo, marrano!”; mientras jóvenes y adultos se reían y miraban atentos el espectáculo. Dos valientes amarraron su cuerpo con una soga gruesa. Se notaba la prisa que llevaba el conductor por como apretaba el nudo, era un día de fiesta, ¡claro!, pero también de trabajo, y tenía que transportar a otros cerdos a los banquetes del día. Se hizo a un lado y le dijo a uno de mis primos, al más fornido, que agarrara fuerte la soga; el cerdo forcejeaba, se resistía a bajar, intentaba soltarse, esparcía por todos lados su agudo guarreo, parecía presentir su desgracia; sabía que si ponía una sola pata en la carretera, acabaría frito en varias pailas, y por un momento sintió que la oscuridad del camión era su único refugio. Pero los hombres fueron fuertes y lo halaron una y otra vez hasta tirarlo al piso. Quiso ponerse en pie al instante, pero la soga enredada entre sus patas se lo impidió. Cuando pudo levantarse se percató de nuestras miradas desconocidas y hambrientas, mientras nosotros veíamos entre su piel una zanja de carne viva.
Lo entraron a la casa, cruzó el pasillo entre gruñidos que se combinaban con los abucheos de los presentes, algunos lo palmeaban, otros más pequeños se dejaban arrastrar por su lomo, y entre la revuelta se escuchaban frases como: “¡marrano, cerdo, esta noche bailaremos y te comeremos!”. Él no entendía este español, el idioma que fuere era demasiado complicado, y además usado por salvajes. Lo llevaron hasta al patio y lo acorralaron bajo las escalas, él giró su cuerpo y le dio la espalda a la gente. Todos esperaban ansiosos que llegara el matarife, su crimen sería en la terraza.
Me acerqué al cerdo con una jarra rebosada de agua, estiré las manos para refrescarle la herida, reaccionó asustado, luego me miró con seguridad y me preguntó que yo qué quería… Y como si de un lenguaje divino se tratara interpreté al cerdo, me paré frente a la gente y les grité que se callaran, que no fueran tan inmarranos, que miraran las heridas, lo asustado y confundido que estaba. Para sorpresa mía y del cerdo, unos se fueron como regañados, otros se quedaron a ver qué milagro hacía yo con el cerdo. Me acerqué confiado al ser vivo que se posaba bajo las escalas de mi morada y le toqué suave la cabeza; ahora parecía confiar un poco más en mí.
Insistí, le regué agua por su cuerpo, se refrescó, se despreocupó por un instante y pensó que quizás yo pudiera ser su salvación; debíamos hacer algo rápido, rogar por su vida ante el tribunal de la conciencia, convencer a los asistentes de una huelga marranera, llamar a los de la Revolución de la cuchara, o quizás cerrarle la puerta al matarife; ya por últimas, ¡raptarlo! “¡Qué desgracia!”, se escuchó el lamento del desdichado. ¡Pobre cerdo con esos pensamientos, pobre yo ignorante del lenguaje de la vida! Le dije en voz baja que disculpara estos malos hábitos, que era una costumbre ancestral que nos enseñaron los abuelos; que cuando el tiempo era bondadoso y la tierra amplia, se podía tener sin problemas una huerta, animales y hasta veinte hijos; que solamente mi abuela había tenido quince, y que en las épocas de celebración se necesitaba suficiente alimento para reunir a las familias, gente que venía de lejos; los hermanos, los amigos, algunos desconocidos, todos invitados a celebrar la fortuna de la vida, mantener los lazos fraternales. No había por qué extrañarse, hace mucho tiempo que estas matanzas se vienen sucediendo, y así continuará, hasta que los legisladores radiquen una ley más marrana. Mientras cerdo, serás el sacrifico para los dioses que somos nosotros mismos.
El cerdo, al escuchar esto, se recostó sobre un charco que se había formado con el agua; dejado allí entre su peso, miró resignado a la nada. Qué tierno y puro se tornaba su gesto, eran sus ojos un solo universo orbitando en el tiempo, giraba en ellos el misterio de la vida. Le dije que los perdonara a todos, que me perdonara a mí; no podía hacer nada al respecto.
La gente me miraba como diciendo: “este man está loco, dizque hablando con los marranos”. No me importaron sus gestos ni sus miradas, lo abracé; y al estilo Judas, le di un beso en la mejilla y lo entregué a la chusma; marché solo a mis pesares.
El matarife llegó y lo quise conocer, quise mirarlo a los ojos para juzgarlo, para que me dijera con qué derecho hacía lo que hacía. Resultó siendo el mismo viejo de todos los años. No tenía cara de asesino de marranos, en cambio sí, una sonrisa desprevenida cuando mi tía pasaba con un charol en la mano, le hacía un piropo gestual con los ojos y le decía: “mi amor, ¿se va tomar un aguardientico?”, “ahora no, más tarde”, había dicho él mientras sacaba de su maleta varios cuchillos afilados. Se veía en ellos su reflejo. El cerdo no se daba cuenta de nada, ni de la fecha, ni del coqueteo de mi tía, ni siquiera del sonido de los cuchillos que ahora se rozaban con más fuerza.
Todo sucedió según las reglas, fue una puñalada en el corazón. El cerdo lloró sobre la sangre de su pecho, retorció la cola, alzó varias veces la misma pata y con breves gemidos fue disminuyendo lentamente su ritmo cardiaco; hasta el último suspiro tuvo pasión por la vida, ahora se había marchado. Ya no había mirada de universo, solo un lente vidrioso que contenía un cadáver. Nada podía salir mal en el sacrificio, ya son muchos años bajo el mismo sino.
No hubo remordimientos, nadie lloró, y en cambio sí, mucha fiesta y alegría, ¡gracias al cerdo!
Caída la noche, me encontraba con esa alegría que genera el amor a la familia; bailaba, cantaba y los abrazaba a todos, les decía que los quería, que los admiraba, que me alegraba verlos vivos después de semejante misterio del calendario Maya. En una de esas pasó mi tía meneando el trasero, llevaba en las manos un charol con copas de aguardiente, y a su lado iba su hija sosteniendo un plato rebozado de chicharrones con arepas. Me ofreció ambas cosas, todos miraban atentos a mi posible reacción, estiré el brazo, dije salud, y me tomé el aguardiente de un tirón, del otro plato tomé un chicharrón gigante, me lo metí a la boca, lo mastiqué sacándole el jugo con gusto, sentí cómo se derramaba toda su bondad por mi estómago, era un delicioso y grasiento cerdo que horas antes había estado bañado en llanto. Nunca antes había disfrutado tanto semejante supremacía. Miré al cielo y agradecí a los dioses por este año más de vida.
Alguien me dijo entonces que cuál era el visaje, que por qué tanto drama, que ya estaban creyendo que me estaba volviendo loco. “¡Dizque hablando con un cerdo!”. Los miré a todos entre mi disfrute, esperé paciente a tragar el bocado, luego, un poco de aguardiente, y les dije:
“Miren señores, si ese cerdo hubiese querido que alguien se lo comiera en esta fiesta, ese alguien sería yo, y por supuesto mi madre que ha preparado toda la comida; y a mi perro, un pedazo grande, con todo el gusto del mundo. Hay otros que ni siquiera merecen mirarlo. No es tiempo para juzgar, eso ya no importa, y el cerdo está dispuesto en platos decorados sobre la mesa mientras nosotros seguimos bailando. Y si no, miren a mi tía, gozando con el matarife”.