Número 61, noviembre 2014

Desempolvando a los muertos
Carolina Bedoya Monsalve y Tristan Delamotte. Fotografías por la autora

 

Carolina Bedoya Monsalve

Algunos cráneos observan a los que pisan su tierra. Sobre una colección de osamentas, asoman lo que les queda de nariz por la puerta entreabierta de un pequeño baúl de madera. Esta imagen recuerda a los aventureros del mar que incursionaron a la ciudad de Campeche, al sur de México, entre el siglo XVI y XVIII. Pero el pueblo de Pomuch, ubicado a una hora de este viejo puerto de piratas, no se mira en esta historia. De origen maya, los habitantes heredaron de sus ancestros una tradición que a simple vista parece tétrica. Unos días antes de la celebración del día de muertos, cientos de personas acuden al panteón para limpiar los huesos de sus difuntos. “Es una muestra de respeto, la gente de aquí lo ve como algo normal; es mi padre, mi abuela, mi esposa... el amor no desaparece con la muerte”, explica el presidente municipal, Sebastián Yam Poot.

Un estudiante sale de la escuela, una mujer regresa del mercado, un policía controla el tráfico de los 120 triciclos que transportan a la gente por las pequeñas calles de tierra. El pedaleo de un hombre, bajo el agreste sol de Pomuch, cuesta mil pesos colombianos. En el camino, bajo la sombra de las casas, unas mujeres venden pedazos de tela bordados o pintados. La mayoría son motivos florales o relacionados con la personalidad de los difuntos: un martillo para los carpinteros, un bate para los aficionados al béisbol, una cruz y el nombre de la persona. “Los manteles son cada vez más pintados que bordados”, subraya Carlos Yam, presidente de la asociación Maya Kin, cuyo objetivo es preservar y promover la cultura maya. “Esto se debe en parte a la crisis económica, pues es más barato pintarlos”. Durante el día de muertos, los difuntos están de fiesta y deben vestirse con sus mejores galas, al igual que los vivos.

Agachado en uno de los callejones del panteón, Arnulfo limpia uno por uno los huesos de su suegra. Con una tela quita el polvo pegado de la piel seca y maloliente. Empieza por las piernas, luego los brazos, las caderas, las costillas y después las partes más pequeñas. Al final limpia el cráneo y cuando de repente este se rueda lo recoge cuidadosamente. Pone los restos en una pequeña caja de madera cuyo mantel fue cambiado antes. La tapa se deja abierta, para que el alma pueda encontrar así su refugio y mirar a los ojos a sus familiares que vienen a visitarla. Junto con su padre y su esposa, Arnulfo regresa el baúl hasta la parte más alta del osario colorido, el domicilio del difunto. La tarde cae. Sus dos hermanos, quienes perdieron la vida a causa del sarampión en la época de Gilberto —dice Arnulfo refiriéndose al huracán de 1985—, deberán esperar su turno para el día siguiente.

La cuenta de las personas que descansan en este panteón se perdió. Muchos no saben exactamente el origen de esta tradición que podría relacionarse con el ritual maya Hanal Pixán, que significa comida de muertos. Con la llegada de los españoles vino la mezcla de costumbres y duelos y se creó un sincretismo. Pero lo importante para los pomuchenses es perpetuar las tradiciones heredadas de sus abuelos. Hoy, Arnulfo transmite todas las indicaciones a su sobrino de ocho años que escucha muy atento. Esto representa un orgullo para él y su familia. “Nada es casualidad, todo tiene una razón de ser. Aquí, cuando uno se casa, es para toda la vida y después de la muerte también”, agrega doña Cristina mientras acomoda a su esposo en la caja.

En una calle estrecha, un hombre pinta un osario. Desde hace nueve años, José Alfonso Hernández Aké se encarga del mantenimiento del lugar. Cuando la familia no puede desempolvar a sus muertos, recurren a él para que se encargue a cambio de unos cuantos pesos. También exhuma los cuerpos de la tumba para meter los huesos en los baúles. Hay que esperar tres años para esta tarea, relata el guardián del panteón. “A veces, el cadáver se ha momificado a causa de los medicamentos. Hay que cortarlo en varios pedazos con un cuchillo para que entre en la caja. Se hace aquí mismo en el panteón, al lado de la tumba, junto a la familia. No es un trabajo fácil pero alguien lo tiene que hacer.”

Todavía algunos cráneos conservan su cabello, incluso unos, su bigote y hasta su sombrero. Otros están abandonados en el suelo. “Al ver algunos muertos olvidados me da mucha tristeza. ¿Cómo pueden dejar tirados los huesos de sus seres queridos?”, confía José Isabel quien vino con su esposa para limpiar a sus abuelos. Afirma que no le tiene miedo a la muerte, sino a que lo abandonen y su alma quede vagando sin que nadie le pueda encender una vela para encontrar el camino. Para que no pase esto, José Francisco prefirió tapar el osario de su padre y espera que hagan lo mismo con el suyo: “Mis hijos viven lejos, cuando muera, ¿quién me va a cuidar?”, se pregunta este albañil.

En algunos estados como Oaxaca o Michoacán las tumbas están adornadas con cempaxóchitl o flor de muerto, comida, copal, incienso y una foto del difunto. La gente llega al panteón para cantar y tomar mezcal con sus familiares en la celebración. En cambio en Pomuch la fiesta se hace en privado, en la casa. Aquí se dice que no hay que llorar mucho al muerto, pues su alma no podrá descansar. “Al principio estamos tristes, claro, pero cuando venimos al panteón es para recordar los buenos momentos vividos con la persona”, narra Gladys, la esposa de José Isabel.

El 31 de octubre se prepara el regreso a la tierra de las almas de los niños. Luego, el primero de noviembre, el de las Nacuch Pixán, las almas grandes. El hogar debe estar completamente limpio y ordenado, de lo contrario las almas no podrán disfrutar del reencuentro, y se pondrán a hacer los quehaceres. En las primeras horas del día, las familias cocinan los diferentes platos que les gustaban a los difuntos y los ponen en el altar junto con una foto, flores y veladoras. Para los niños son dulces, frutas, chocolate caliente y caldo de pollo. Para los adultos, un plato típico que se prepara solo para esta fiesta. El Mukbill pollo o pibipollo es un tipo de tamal de maíz relleno con pollo o puerco y cocinado bajo la tierra con leña y piedras.

Antes de comer, se enciende una vela para cada alma. Las rezadoras van de casa en casa. Se reparte la comida. La gente va al panteón, prende otra vela y pone flores en el osario. Rezan de nuevo. Se regresan a su casa o van a ver el desfile en la plaza del pueblo. Ocho días después inicia el Bix o despedida de las almas, listas para regresar al otro mundo.

Desde hace dos años el gobierno local tiene la voluntad política de preservar y dar a conocer la tradición de limpiar los huesos. Diferentes eventos culturales se organizan para desarrollar el turismo e incrementar la economía, basada principalmente en la agricultura. Una delegación rusa especializada en la oferta turística fue recibida este año y grupos de turistas americanos llegan para visitar al panteón. Venancio Tuz, uno de los encargados del mantenimiento del lugar, se propone entonces como guía y desempolva una y otra vez los huesos, más que limpios, de su abuelo. Su esposa lo alcanza cuando hay que hacer esta demostración frente a los medios de comunicación y se pone a rezar, sin mucho ánimo. Los pomuchenses están muy orgullosos de sus tradiciones y les encanta compartirlas. Pero el cambio y las visitas no les gustan a todos, una abuelita frente a un osario se queja de que un gringo le robó el cráneo de su esposo. UC

 

Carolina Bedoya Monsalve

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