Vicente Mejía fue un cura de armas tomar y desarmado. Predicó en los tiempos en que Domingo Laín, Manuel Pérez y Camilo Torres dejaron los hábitos para ir al monte en busca de soluciones heroicas y cruentas. Trabajó con los basuriegos y los tugurianos de la ciudad, levantó la hostia en la tierra más profana, y defendió los ranchos de lata y cartón con el “Dios te salve María”. Fervor de Medellín.
Vicente Mejía
El sacerdote que levantó a Medellín
Óscar Calvo Isaza*
Sacerdote, predicador del dios de la basura, protagonista de las jornadas disidentes de Medellín en 1968, fundador de asentamientos ilegales, organizador de movimientos de base y agitador revolucionario, Vicente Mejía Espinosa fue uno de los más destacados dirigentes de las luchas populares urbanas en Colombia entre 1960 y 1980. Perseguido y amenazado por la curia y el gobierno, salió del país e inició un prolongado exilio en 1979. Tras su partida contrajo matrimonio, abandonó el sacerdocio católico y se convirtió en pastor protestante para continuar su apostolado entre inmigrantes, indígenas y habitantes urbanos de Ecuador, Estados Unidos y Uruguay. Como muchos hombres y mujeres de América Latina, su testimonio profético emana de la participación directa y decidida en las luchas populares.
Hijo de Vicente Mejía Echeverri y Berenice Espinosa Muñoz, el pequeño Vicente (Fredonia, Antioquia, 1932) creció en una familia religiosa y conservadora conformada por seis hermanos. El padre, un notable pueblerino, comerciante y funcionario público, estudió con los jesuitas; y la madre, ama de casa, hija de propietarios de fincas cafeteras, también fue educada por religiosas en Medellín. En su infancia fue acólito y acompañó a los curas y monjas misioneras en sus correrías por las zonas rurales. Como parte de una familia católica, inmerso en el ambiente de fanatismo religioso propio de la época, fue testigo de los primeros asesinatos y venganzas que presagiaban el inicio de la confrontación sectaria entre conservadores y liberales. A los trece años ingresó al Seminario Menor en Medellín. Poco después, en 1948, su familia fue víctima de extorción por parte de los liberales y decidió instalarse también en la ciudad.
Confirmada su vocación sacerdotal, cursó tres años de filosofía y cuatro años de teología. Aunque fue un estudiante “del montón”, aprobó los exámenes y realizó los rituales correspondientes hasta ser ordenado presbítero por el arzobispo de Medellín Tulio Botero Salazar, en 1958. Su primera designación fue como coadjutor en la parroquia de Armenia Mantequilla donde, según su testimonio, llegó con la sotana nueva y la tonsura a la vista, como un brujo, “chorreando óleo”. El sacerdote recién ordenado hacía misa, bautizaba y confesaba, pero también visitaba la gente y hacía romerías cuando cobraba los diezmos de las cosechas o el levante de ganado, recibía las cargas o los animales y agradecía a cada feligrés por ser “el más católico” del lugar. A finales de los años cincuenta las zonas campesinas estaban atravesadas por la violencia sectaria y el bandidaje social, de manera que fue testigo de masacres y tuvo que hacer funerales masivos. En muchos sentidos el cura era un actor central en la política del medio rural, con una autoridad que emanaba del mundo sagrado de los rituales de la vida cotidiana, pero al mismo tiempo estaba profundamente comprometido con el poder de las élites locales y las relaciones de dominación.
La experiencia en la organización social y la propaganda evangélica la obtuvo más tarde, como vicario cooperador del municipio de Yolombó, donde fue enviado por el arzobispo en septiembre de 1960. Allí la experiencia del cura rural cobró un nuevo sentido en el contexto de los planes del Vaticano de emprender una nueva misión de la Iglesia en América para enfrentar la amenaza del comunismo. En Yolombó, Vicente participó en los programas de reforma agraria y de “rehabilitación” adelantados por el Estado en las zonas de conflicto, que incluían la organización de las comunidades en juntas de acción comunal, cooperativas de producción y abastecimiento, junto a la promoción de las escuelas radiofónicas que la Iglesia había desarrollado con éxito como método pastoral. Su aprendizaje llegó a su punto más alto en 1962, durante la Gran Misión de Medellín que movilizó a centenares de sacerdotes y misioneros de Colombia y de España, quienes introdujeron nuevos estilos de sacerdocio y compromiso con las comunidades. En la vereda La Floresta de Yolombó, además del púlpito, el cura tenía una emisora en la que combinaba efectivamente los temas religiosos, los anuncios dirigidos a los problemas cotidianos de la gente y la convocatoria para participar en la organización comunitaria. A eso le sumaba la distribución de cartillas agrícolas, manuales de organización de la comunidad y el periódico católico El Campesino, que circulaban como apoyo para las tareas de alfabetización.
Esos primeros años de sacerdocio entre el campesinado resultaron decisivos. Vicente fue nombrado vicario a cargo del barrio Villa del Socorro de Medellín en 1963. Este era un barrio “modelo” construido por la Fundación Casitas de la Providencia, en el nororiente de Medellín, donde habían sido trasladados a la fuerza los habitantes de los tugurios del Centro de la ciudad. Las élites políticas, económicas y religiosas que dirigían la fundación planearon el barrio como un espacio de educación y rehabilitación moral de los inmigrantes pobres, los recicladores de basura y los destechados. De acuerdo con el modelo verificado antes en los patronatos industriales, un sacerdote, en este caso Vicente, debía regir el comportamiento de la gente, asegurando por medio de la moral católica una integración no conflictiva en la vida urbana. Al principio lideró el esfuerzo comunitario para construir un templo denominado San Martín de Porres y encontrar donaciones y asistencia para los tugurianos a través de Caritas y otras instituciones de caridad. Sin embargo, en el curso de un año, Vicente se distanció del papel pastoral asignado y empezó a comprender de otra forma su lugar en la comunidad.
Una influencia decisiva fue Germán Guzmán Campos, sacerdote y sociólogo, autor principal del libro La Violencia en Colombia, cuya lectura estremeció al vicario y contribuyó a formar su visión crítica de la realidad social. Guzmán estuvo en Villa del Socorro acompañando a Mejía en la celebración de la Semana Santa, no está claro si en 1963 o en 1964. A su lado vivió una clara trasformación pues, al parecer, Guzmán incluyó en los actos litúrgicos escenificaciones e interpretaciones novedosas sobre el significado revolucionario de la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo: “Él predicó, le explicó al pueblo sus deberes y sus derechos, y la gente se enloqueció. A mí me acabó de abrir los ojos y yo dije ‘¡pero qué fenómeno!’. En ese momento habló de Camilo por primera vez”. De la mano de Guzmán viajó a Bogotá para conocer a Camilo Torres Restrepo, con quien se reunió en la Escuela Superior de Administración Pública. Camilo prometió visitar Villa del Socorro en un viaje próximo a Medellín, pero ese encuentro nunca se concretó.
Un día Mejía escuchó las palabras del jesuita Alejandro del Corro, fundador en Chile del Servicio del Trabajo del Hogar de Cristo, quien había llegado a la ciudad para fomentar la organización de cooperativas de recicladores. Del Corro decía que los pobladores podían salir de la pobreza a través de la basura. El vicario de Villa del Socorro aprendió así, de manera intuitiva, la importancia de vincular a las organizaciones económicas populares, en este caso las cooperativas de reciclaje, con la organización y la movilización política entre los tugurianos: “Yo fui llevado por los habitantes del barrio Villa del Socorro al basural. Fue el primer lugar de trabajo, observé todo, la metodología de recolección de subproductos de la basura, cómo la gente reciclaba el cartón, el papel, la chatarra, la comida, escogían la mejor comida podrida de la ciudad, de restaurantes y de los domicilios. La gente reciclaba la comida y a la gallina la llamaban gumarra. A la gumarra cocida le tocaban el buche, ‘el buche y pluma’, y si la veían gordita se quedaba para consumir en ese mismo día. Tenían sus fogoncitos para almorzar en tarros y la gente comía de la basura: fruta podrida, naranjas podridas, banano podrido”. Con algunos de estos pobladores el cura ensayó otra dimensión de su apostolado, una nueva liturgia que escenificó a campo abierto en el basurero de Medellín durante la procesión de la Virgen del Carmen, patrona de los recicladores, en julio de 1964. Junto a los camiones de basura, sobre cartones y desperdicios, con una sotana impecable y la hostia levantada al cielo, comenzó a hablar a los recicladores de un dios de la basura, de un Cristo pan y verbo encarnado en los presentes.
A principios de los años sesenta los tugurianos y otros inmigrantes pobres de diversos oficios, en lugar de esperar la providencial caridad, se confundieron con otras personas sin casa para fundar los nuevos asentamientos de El Popular, en el nororiente de Medellín. Cientos de personas habían llegado desde distintas partes de la ciudad para tomar unos terrenos deshabitados en la periferia. En los pliegues de las montañas, entre los matorrales, comenzaron a aparecer las primeras casas de palos y cartón. Los propietarios informaron de la situación y las autoridades se hicieron presentes para levantar las casetas y evitar la construcción de viviendas duraderas. Pero los invasores llamaron al cura y este llegó con su sotana para enfrentar a la policía, evitar el desalojo y abrir paso a los nuevos ocupantes. Hubo, al parecer, forcejeos, clamores y lágrimas, pero la situación llegó al clímax cuando el sacerdote subió a una roca, hizo en el aire la señal de la cruz con sus manos, y comenzó a gritar a los cuatro vientos algunas palabras sagradas, clamado una respuesta de la multitud. La gente comenzó a responderle a sus “Dios te salve María” con otros tantos “Santa María, madre de Dios”, y la oración común cobró la forma de un coro poderoso que siguió cincuenta veces hasta completar el rosario. “Todo el mundo empezó a cantar y la policía derrotada”, según el testimonio del padre Vicente. Federico Carrasquilla, primer párroco del barrio El Popular, dice que aquél “era el puro cura revolucionario que espantó a Medellín. Le hablaba a la gente a las mil maravillas. Tenía una sensibilidad bárbara. Y tenía un jeep y se pasaba recogiendo todo el día cosas para la gente. Él fue el que hizo todo el barrio y le decía a la gente: ‘Cuando venga la policía, llámenme’”. Así, en Medellín como en otros lugares del continente, los símbolos y los rituales católicos comenzaron a ser resignificados como parte de las estrategias de lucha y resistencia de los pobladores urbanos.
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Su participación en la toma de terrenos urbanos y las liturgias heterodoxas comenzaron a preocupar a sus superiores, así que el obispo le ofreció la posibilidad de estudiar para distanciarlo de Villa del Socorro. Mejía eligió ir a París y no a Roma. Viajó en septiembre de 1964 e ingresó como oyente en el Institut D’Estudes Sociales del Institut Catholique de Paris, famoso en la época por ser uno de los espacios privilegiados para la formación del clero progresista. En 1965 obtuvo el diploma y adelantó una licenciatura en ciencias sociales que terminó en 1967, cuando pasó a estudiar un curso anual de desarrollo en el Institut International de Recherche et de Formation, Education et Development. Durante estos años leyó las obras de Mao, Marx y Marcuse con el filtro anticomunista de sus maestros y aprendió algunos rudimentos de las ciencias sociales aplicadas a los problemas del desarrollo en el Tercer Mundo. Concluyó sus estudios con una monografía titulada La participación de las masas en la reforma agraria en Colombia. Durante su estancia en París vivió la situación en América Latina a través de las noticias distantes sobre Camilo Torres, quien en marzo 1965, durante una reunión en Medellín, presentó una plataforma política y comenzó una intensa correría por diversas regiones del país. A mediados de ese año, y luego de un conflicto abierto con las autoridades eclesiásticas, Camilo fue reducido al estado laical. Coordinado con la dirigencia del recién creado Ejército de Liberación Nacional (ELN), Camilo Torres puso en marcha el periódico Frente Unido, reunió multitudes en las plazas públicas y buscó estructurar un movimiento político nacional. Sin embargo, por órdenes del comandante de esa organización guerrillera, Fabio Vásquez Castaño, abandonó intempestivamente el proyecto político de masas y se sumó a las filas de la insurgencia en diciembre de 1965. Cuando Camilo cayó muerto en su primer combate en febrero de 1966, Vicente y otros estudiantes colombianos se tomaron por la fuerza el consulado en París exigiendo la entrega del cadáver que fue desaparecido por oficiales del Ejército en el departamento de Santander. La imagen de Camilo Torres, el sacerdote guerrillero, jugó un papel central en las definiciones políticas y en la imagen pública de Vicente como agitador revolucionario, pero a diferencia del cura bogotano, el levita antioqueño nunca se sumó como combatiente a las filas insurgentes.
Vicente regresó a Colombia a finales de 1967. En febrero de 1968 fue nombrado párroco del barrio Caribe, un lugar medular al norte de Medellín donde estaba en auge la creación de asentamientos populares construidos por el Estado, por urbanizadores ilegales o por la iniciativa y las luchas de los pobladores. En los primeros meses de 1968, otros dos sacerdotes que habían estudiado en Europa solicitaron su nombramiento en las nuevas parroquias de estos asentamientos: Federico Carrasquilla en el barrio El Popular y Gabriel Díaz en Santo Domingo Savio. Desde mediados de ese año, Vicente comenzó a ser investigado y perseguido por los organismos de inteligencia del Estado. Los primeros registros de inteligencia señalaron que Mejía y otros sacerdotes realizaban reuniones para difundir el programa del Frente Unido, organización liderada por Monseñor Germán Guzmán Campos, que se identificaba con la plataforma política que representó Camilo Torres poco antes de pasar a la clandestinidad. Los espías del gobierno observaron supuestos vínculos del levita con obreros maoístas del Partido Comunista de Colombia, cuyo brazo armado, el Ejército Popular de Liberación (EPL), había comenzado a operar en el noroeste del departamento de Antioquia.
Los seguimientos de los organismos de inteligencia se reactivaron tras un fracasado intento de desalojo de los tugurios en el sector de la Estación Villa. En el lugar, el alcalde y el secretario de gobierno encontraron los ranchos adornados con banderas de Colombia y a un grupo de tugurianos organizados, con el apoyo de sacerdotes, estudiantes y sindicalistas, que presentaba a Vicente como su vocero y llamaba a la organización de los destechados de toda la ciudad para luchar contra los planes de erradicación. En Medellín esta movilización social se puso en contacto con las concepciones teológicas y pastorales planteadas en el Concilio Vaticano II, cuando en 1968 se realizó en la ciudad la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano. Como estaba ocurriendo por esos mismos días a propósito de la visita papal a Bogotá, donde las autoridades civiles y militares habían implementado un plan para recluir por unos días a los habitantes de la calle, en la capital antioqueña se quería desalojar los tugurios para maquillar la miseria urbana ante la visita de los obispos latinoamericanos y la prensa internacional. La policía, en estrecha colaboración con los cuerpos de inteligencia civil y militar, había trazado un operativo que apuntaba a desactivar cualquier intento de las organizaciones sociales o de los movimientos políticos disidentes para efectuar manifestaciones o distribuir propaganda contra el gobierno.
Eucaristía en el basurero de Medellín celebrada por Vicente Mejía. 1964.
En las jornadas de Medellín, en agosto y septiembre de 1968, Vicente acompañó, junto a los dirigentes de sindicatos independientes, los estudiantes de varias universidades y la Central Nacional Provivienda, la resistencia de los tugurianos contra la erradicación. Según los informes de inteligencia, Vicente planeó una manifestación de los tugurianos hacia el Seminario Mayor, sede de la II Conferencia, como una forma de poner en evidencia la miseria y la injusticia que habían sido acalladas durante la visita del Papa a Bogotá. Unas quinientas personas, en su mayoría tugurianos, marcharon desde barrio Caribe hasta el Seminario pero ningún jerarca católico los recibió y esa denuncia colectiva quedó en el olvido. En el coliseo de la ciudad se reunieron unas dos mil personas convocadas por los sindicatos independientes, en especial la católica Acción Sindical de Antioquia (ASA), para denunciar las políticas laborales del gobierno y enviar un mensaje a los obispos latinoamericanos. En un encendido discurso taquigrafiado por periodistas extranjeros y espías del gobierno, Vicente invocó el nombre de Camilo Torres en defensa de la gente sin techo, citó a Hélder Câmara para sostener que la revolución tendría lugar con la Iglesia o contra la Iglesia, e hizo un llamado a los obispos para comprometerse en las luchas del pueblo.
En diciembre de 1968, cincuenta sacerdotes celebraron una reunión en Buenaventura para discutir el impacto del Concilio Vaticano II y las conclusiones de Medellín. El grupo se denominó Golconda, en referencia al nombre de una finca donde se había celebrado una primera reunión, a mediados de ese año, para discutir la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI. Sin embargo, la reunión de Buenaventura evidenció un rápido proceso de radicalización de los participantes, quienes produjeron el Documento final del segundo encuentro del grupo sacerdotal de Golconda, un manifiesto que hacía una interpretación revolucionaria de las conclusiones de Medellín. Según el testimonio de Vicente, además de los debates ideológicos, teológicos y políticos, en Buenaventura se trazó un plan de organización y se nombraron encargados de la dirección nacional y los responsables del movimiento en distintas regiones. El documento escandalizó a las élites colombianas de la época y en breve las jerarquías católicas amenazaron con amonestaciones, cambios de parroquias y otras sanciones a los sacerdotes firmantes. Entre 1968 y 1969 los mecanismos de coordinación del naciente movimiento quedaron rotos y solo un pequeño grupo, el más radicalizado políticamente, persistió en el movimiento. Entonces las figuras más visibles de Golconda fueron los curas Noel Olaya, Luis Currea, René García, Manuel Alzate y Vicente, acompañados de los sacerdotes españoles Carmelo García y Domingo Laín y la monja estadounidense Carol O’Flynn. Monseñor Gerardo Valencia Cano figuraba como la autoridad del movimiento, pero su participación fue contenida y ocasional.
Vicente Mejía. Medellín, S. XX. Anónimo.
Vicente participó en diversas protestas y actos de resistencia en los primeros meses de 1969. Durante este periodo los informes de agentes de inteligencia del Estado sobre las actividades de Mejía fueron filtrados cotidianamente al arzobispo Tulio Botero Salazar. En febrero fue detenido por las autoridades por oponerse nuevamente al desalojo de tugurios en la Estación Villa, justo cuando comenzaba una “Semana Camilista” en el tercer aniversario de la muerte del cura guerrillero. En la Semana Santa los sacerdotes de Golconda realizaron las misas con discursos y canciones revolucionarias en Bogotá y Medellín. Tras la realización de los actos litúrgicos en una parroquia de Bogotá, Domingo Laín fue detenido y expulsado del país, de la misma forma que unos meses atrás habían sido expulsados sus dos compañeros residentes en Cartagena, los misioneros españoles Manuel Pérez y José Antonio Jiménez. En Medellín, el acto central convocado por Vicente fue el sermón de las siete palabras, que difundió en forma masiva a través de la radio y con la ayuda de los sindicatos independientes. En sus palabras ante la feligresía del barrio Caribe, el cura trasmutó la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo en un llamado a convertir el sufrimiento y la opresión en una fuerza revolucionaria para luchar por la salvación del pueblo. Este Sermón de las Siete Palabras fue publicado y distribuido con gran éxito por los sindicatos e inspiró el periódico Siete, que reunió a diferentes grupos de la izquierda revolucionaria en Medellín en los años siguientes. Pero también desató la ira de las élites locales y generó presiones para que el arzobispo amonestara a Mejía y a Gabriel Díaz, quien había organizado misas de protesta en Santo Domingo Savio. Botero Salazar ordenó cambiarlos a parroquias rurales, una decisión que fue resistida sin éxito por los curas con el apoyo de sus feligreses. Mejía fue nombrado vicario ecónomo en la parroquia de Yolombó, el mismo pueblo donde había estado a principios de los sesenta. Sin embargo, esta vez su paso por la parroquia terminó en pocas semanas por un conflicto con los notables locales, quienes lo acusaban de pertenecer a la guerrilla y de apoyar un paro cívico en la región. Rodeado en la iglesia del pueblo por simpatizantes y detractores, bajo amenazas de muerte, Vicente tuvo que regresar precipitadamente a Medellín escoltado por efectivos del ejército.
En octubre de 1969, René García, Manuel Alzate, Luis Currea y Vicente iniciaron una gira nacional en la Universidad del Valle y participaron en una manifestación en la Plaza de Caicedo para conmemorar la muerte del Che Guevara. Pero cuando los sacerdotes se desplazaban a Medellín para continuar la gira y participar en un evento en la Universidad de Antioquia, fueron detenidos por agentes de seguridad del Estado. En el mismo operativo, en otros lugares de Medellín, también arrestaron a una decena de líderes sindicales y populares por la sospecha de que tenían planeada una toma con tugurios en la recién inaugurada ciudad universitaria. Según algunos testimonios los levitas fueron golpeados por agentes de inteligencia, lo que generó polémica en la prensa nacional y un debate en el Senado. A finales de noviembre fueron liberados. Poco después fueron trasladados y exonerados de sus tareas pastorales, al mismo tiempo que Carmelo García y Carol O’Flynn eran expulsados de Colombia. La corta vida de Golconda estuvo marcada por una dura represión y por tensiones entre facciones más o menos proclives a la violencia como método revolucionario. Entre tanto, Domingo Laín, Manuel Pérez y José Antonio Jiménez regresaron clandestinamente a Colombia para incorporase a las filas del ELN.
A pesar de pertenecer al sector más radical de Golconda, Vicente no abandonó el sacerdocio pero quedó sin cargo eclesiástico. Quiso vivir de su propio trabajo y se convirtió en reciclador de basura. En este trabajo el cura harapiento y basuriego obtuvo alguna celebridad pública y el aplauso de las señoras caritativas de la ciudad, pero sobre todo adquirió experiencia sobre el proceso de reciclaje y se ganó la admiración de sus compañeros de oficio. Hombres y mujeres enseñaban al cura a trabajar con el cartón, el papel, los plásticos, los frascos y los huesos que dejaban los camiones, a organizar los materiales en bultos y llevarlos para la venta a las bodegas. Con el tiempo, el cura dejó el trabajo manual y comenzó a trazar la obra social a la que se dedicaría durante los años setenta: la creación de organizaciones económicas populares de los recicladores y tugurianos de Medellín. Rehabilitado por el arzobispo hacia 1973, pudo dar misa de nuevo y pasó a ser uno de los ayudantes del párroco en La América, sector de clase media en el occidente de Medellín. Allí arrendó un local en donde comenzó a funcionar la Corporación Social de Solidaridad con los Tugurianos, un proyecto de cooperativa de recicladores y una cooperativa de materiales de construcción. Allí también conoció a la ingeniera química argentina María Teresa Louys, quien fue asistente personal y asesora técnica en los proyectos. La cooperativa de reciclaje llegó a reunir cientos de trabajadores, a construir bodegas con maquinaria, tener vehículos de trasporte y canales de distribución entre las industrias. La cooperativa de producción de materiales tenía como epicentro el tejar La Margarita, pero este proyecto no logró funcionar bien por la precariedad de la maquinaria. La Corporación contó con el apoyo de fundaciones ecuménicas europeas, especialmente de Suecia, que facilitaron parte de la financiación —también se vincularon algunos empresarios y políticos locales— para formación de las cooperativas, la adquisición de maquinaria, el pago de locales y salarios. Vicente viajó a Suecia, donde recibió una calurosa acogida y obtuvo los fondos para el desarrollo de sus proyectos. Las cooperativas eran el complemento de un trabajo político permanente, más silencioso, adelantado entre los tugurianos y los ocupantes de tierra en Medellín. Desde finales de los sesenta, Vicente había participado decididamente en la conformación de juntas directivas, luego denominados comités populares, que servían como organizaciones de base independientes de las juntas comunales controladas por los partidos tradicionales. Estas organizaciones, influidas de forma decisiva por la izquierda revolucionaria, jugaron un papel central en la toma de terrenos y en la formación de nuevos asentamientos en diversos puntos de la ciudad, como los barrios Camilo Torres, Fidel Castro y Lenin, por solo citar algunos nombres.
A mediados de los setenta comenzaron a surgir conflictos entre los tugurianos por el empleo de los recursos de las cooperativas, pero también por diferencias políticas entre sectores de la izquierda revolucionaria, cuyos miembros participaban en los proyectos. Hacia 1978 estos conflictos se agravaron por incendios, al parecer provocados por agentes de seguridad del Estado, que destruyeron instalaciones y equipos de la cooperativa de recicladores. En ese mismo año, la situación para el trabajo de Vicente se volvió más compleja con la promulgación del Estatuto de Seguridad Nacional y la elección de Alfonso López Trujillo como nuevo arzobispo coadjutor de Medellín. Si con el Estatuto de Seguridad los militares adquirieron mayor poder y se multiplicaron las detenciones arbitrarias, las torturas y las desapariciones en diferentes lugares del país, con la llegada a Medellín del líder del sector más conservador de la Iglesia latinoamericana se profundizó la purga contra los sectores progresistas del clero. En 1979, Vicente y María Teresa Louys quedaron envueltos en una trama por la posesión de un arma de fuego y por esconder a un guerrillero. Advertidos de que eran perseguidos por la inteligencia del Estado y de que su detención por los militares era inminente, decidieron salir de Medellín hacia Cali, y de allí hacia Ecuador a través de un paso fronterizo selvático. En Ecuador, la pareja decidió casarse y Vicente abandonó el sacerdocio católico. En Medellín, la fuga de la pareja fue aprovechada por las élites locales y los sectores inconformes entre los tugurianos para difundir la idea de que Mejía se había fugado con su amante y robado el dinero de los proyectos de cooperación sueca destinados a los pobres. Vicente acepta que hubo problemas en la administración de los recursos y la ejecución de los programas por la inexperiencia empresarial de los recicladores y algunos errores propios, pero niega categóricamente la apropiación de dineros, una afirmación que atribuye a la propaganda militar para atacar su integridad moral en la defensa de los desposeídos.
En los años ochenta Vicente y María Teresa iniciaron un prolongado exilio que los llevó a Perú, México, Francia, Bélgica, Estados Unidos, Guatemala, Uruguay y Ecuador. Hace poco, después de tres décadas de exilio, Vicente Mejía, el cura que escandalizó a Medellín, regresó al país.
Vicente Mejía fotografiado por Óscar Calvo
en Ibarra, Ecuador. 2012.
*Profesor de la Universidad de Antioquia.