En 1845 llegaron a Jerusalén, que estaba bajo el poder de los turcos otomanos, el cónsul británico James Finn y su compañera Elisabet Anne. Los dos sabían hebreo y el cónsul había escrito incluso sobre la historia del pueblo judío, con el que había simpatizado durante toda la vida. Formaba parte de la Asociación londinense de difusión del cristianismo entre los judíos, pero por lo que se sabe no se dedicaba en Jerusalén a una actividad misionera directa. El cónsul Finn y su compañera creían con fervor que la vuelta del pueblo judío a su patria anticiparía la redención del mundo. Muchas veces el cónsul defendió a los judíos de Jerusalén ante la conspiración de los gobernantes turcos. Asimismo, James Finn creía en la necesidad de iniciar “la productividad del pueblo judío” y les ayudó a prepararse para las tareas de construcción y a acostumbrarse al trabajo de la tierra. Para ello, en 1853 el cónsul adquirió, por 250 libras esterlinas, una colina pedregosa y desierta a unos cuantos kilómetros de la Jerusalén habitada intramuros, al noroeste de la Ciudad Vieja, un terreno deshabitado y sin cultivar que los árabes llamaban Kerem al-Jalil. James Finn tradujo el nombre al hebreo, Kerem Abraham, allí levantó su casa y la empresa Colonia Industrial, destinada a dar a los judíos pobres puestos de trabajo y a posibilitarles una vida productiva gracias a la artesanía y la agricultura. La finca ocupaba unos cuarenta dunam (que son unos diez acres). James y Elisabet Anne Finn levantaron su casa en la cima de la colina, y alrededor extendieron la explotación agrícola y construyeron los edificios destinados a la actividad artesanal. Las gruesas paredes de la casa de dos plantas eran de piedra tallada, con techos de estilo oriental, en forma de bóvedas de crucería. Detrás de la casa, y en el patio rodeado por un muro, excavaron pozos de agua y edificaron establos, un corral, un granero, almacenes, una bodega, un lagar y una almazara.
Unos doscientos judíos fueron empleados en la Colonia Industrial de la hacienda de Finn, encargados de desempedrar, vallar, plantar huertos, cultivar frutas y verduras, abrir una pequeña cantera y trabajos relacionados con la construcción. Con los años, tras la muerte del cónsul, su viuda fundó una fábrica de jabón y en ella trabajaron también obreros judíos. Muy cerca de Kerem Abraham, y casi por los mismos años, el misionero alemán Johan Ludwig Schneller, originario de Herping, en Wuttemberg, fundó una escuela para huérfanos árabes cristianos, refugiados de guerra y supervivientes de la matanza de cristianos en el Líbano. Era un gran terreno rodeado de muros de piedra. El orfanato sirio Schneller, al igual que la Colonia industrial del cónsul y la cónsul Finn, se basaban en el deseo de procurar educación para una vida productiva artesanal y agrícola . Finn y Schneller, cada uno a su modo, eran cristianos devotos conmovidos por la pobreza, el sufrimiento y el atraso de los judíos y los árabes en Tierra Santa. Los dos pensaban que la preparación de los habitantes para una vida productiva, en la artesanía, la construcción y la agricultura, salvaría a “Oriente” de las garras del deterioro, la desesperación, la debilidad y la apatía. Tal vez esperaran también, cada uno a su modo, que su altruismo mostrara a judíos y musulmanes el camino hacia el seno del cristianismo.
Al pie de la hacienda Finn se fundó en 1920 el barrio de Kerem Abraham, cuyas pequeñas casas, pegadas unas a otras, fueron construidas entre la vegetación y los huertos de la hacienda y le fueron comiendo progresivamente el terreno. La casa del cónsul, por su parte, tras la muerte de la viuda, Elisabet Anne Finn, sufrió muchas transformaciones: primero se convirtió en una institución británica para jóvenes delincuentes, después fue un área gubernamental del gobierno inglés, y después una comandancia militar.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, el patio de la casa Finn fue cercado por una alta alambrada y oficiales italianos, prisioneros de guerra, fueron encarcelados en el edificio y en el patio de alrededor. Nosotros nos colábamos allí al atardecer para provocar a los prisioneros y burlarnos de ellos con muecas y gestos: Bambino! Bambino! Buongiorno, bambino!, nos gritaban los italianos con alegría, y nosotros les contestábamos: Bambino! Bambino! Il duce morte! Finito il duce! A veces les gritábamos: “¡Viva Pinocho!”, y a través de las vallas y a través de los abismos de la lengua extranjera, la guerra y el fascismo, volvía siempre a nosotros, como la segunda parte de una antigua consigna, el grito: “¡Geppetto! ¡Geppetto! ¡Viva Geppetto!”.
A cambio de los caramelos, los cacahuetes, las naranjas y las galletas que les arrojábamos por encima de la alambrada, como a los monos en el zoológico, algunos nos daban sellos italianos o nos enseñaban de lejos fotografías familiares con mujeres sonrientes y niños muy pequeños momificados dentro de trajes, niños con corbata, niños con chaqueta, niños de nuestra edad con el pelo moreno bien peinado y con un flequillo resplandeciente de tanta brillantina que llevaban.
Un prisionero me enseñó una vez, desde detrás de la alambrada, a cambio de un chicle envuelto en papel amarillo, una foto de una mujer gorda desnuda, sin nada de ropa, salvo unas medias de nailon y un liguero. Estuve un rato mirándola sin moverme, como alcanzado por un rayo, con los ojos como platos, mudo de espanto, como si en Yom Kippur, en la sinagoga, de repente alguien se levantara y gritara el Nombre Inefable, y al rato me di la vuelta y huí de allí corriendo como un loco, consternado, afectado, acongojado. Tenía cinco o seis años y salí corriendo como perseguido por los lobos, corrí sin parar y no pude escapar de aquella imagen hasta los once años y medio más o menos.
Tras la creación del Estado, la casa del cónsul se utilizó como puesto de la guardia nacional, de la guardia de fronteras y protección civil; también fue academia militar, hasta que se convirtió en una institución educativa para chicas ultraortodoxas llamada Casa de Bendición. Con frecuencia doy una vuelta por Kerem Abraham, desde la calle Gueulá, que ha pasado a ser la calle Malke Israel, me dirijo a la calle Malaquías, giro a la izquierda hacia la calle Zacarías, deambulo un poco por la calle Amós, subo por la calle Abdías hasta llegar a la entrada de la casa del cónsul Finn, y entonces me detengo unos minutos junto a la puerta. El viejo edificio se ha encogido con los años, como si de un mazazo le hubieran aplastado la cabeza entre los hombros, como si se hubiera convertido al judaísmo. Los árboles y las plantas han sido arrancados y el patio asfaltado. Pinocho y Geppetto se han desvanecido. También la academia militar parece no UC haber existido. Restos de una cabaña derruida de la fiesta de Sukkot se amontonan en el patio delantero. Dos o tres mujeres con cofias y hábitos oscuros están a veces junto a la puerta: se callan cuando las miro. No me devuelven la mirada. Murmuran cuando me alejo.
Al Llegar a Palestina, en 1933, mi padre se matriculó para obtener la licenciatura en la Universidad Hebrea de Har Hatzofim en Jerusalén. Al principio vivió con sus padres en un pequeño piso alquilado del barrio de Kerem Abraham, en la calle Amós, a unos doscientos metros al este de la casa del cónsul Finn. Después sus padres se mudaron a otro piso. Al piso de la calle Amós se trasladó el matrimonio Zarhi, pero en la habitación a la que se entraba por la terraza siguió viviendo de alquiler el joven estudiante en el que sus padres tenían puestas grandes esperanzas.
Kerem Abraham era aún un barrio nuevo, la mayoría de las calles no estaban pavimentadas, y el viñedo, el kerem, que le dio el nombre, todavía brotaba en algunos patios de los nuevos edificios: parras y granados, higueras y moreras cuyas copas susurraban a cada ráfaga de viento. A comienzos del verano, si se abrían las ventanas, el olor de la floración llenaba las pequeñas habitaciones. Por encima de los tejados y al final de las calles polvorientas se veían las montañas que rodean Jerusalén.
Uno tras otro se fueron construyendo edificios de piedra cuadrangulares, sencillos, de dos o tres plantas divididas en un montón de pisos agobiantes con dos habitaciones diminutas. Los patios y las barandillas de los balcones tenían verjas de hierro que se oxidaban enseguida. En las puertas de las casas soldaron estrellas de David o la palabra “Sión”. Poco a poco los cipreses y los pinos aplastaron a los granados y las parras. Por algunos sitios florecían granados silvestres, pero los niños los destrozaban antes de que el fruto madurara. Entre los árboles descuidados y las manchas de piedra de los patios a veces plantaban adelfas o geranios. Pero rápidamente esos arriates caían en el olvido: se ponían tendederos encima de ellos y eran pisoteados o se llenaban de cardos y cristales rotos. Si no morían de sed, las adelfas y los geranios crecían salvajes como la maleza. Se construyeron muchos trasteros en los patios, barracones con techumbre de latón, cabañas inestables hechas con las tablas de los baúles en los que los habitantes habían traído sus cosas, como si quisieran construir aquí una copia de sus pueblos de Polonia, Ucrania, Hungría o Lituania.
Algunos ataban una lata de aceitunas vacía a un palo, levantaban un palomar y esperaban a que fueran las palomas hasta que desistían. A veces alguien intentaba criar en su patio algunas aves, otro se esforzaba por cultivar un pequeño huerto de rábanos, cebollas, coles, perejil. Casi todos deseaban marcharse a lugares más civilizados, a Rehavia, a Kiriat Shmuel, a Talpiot o a Bet Hakerem. Todos procuraban creer que los malos tiempos pasarían, que el Estado hebreo se fundaría pronto y todo mejoraría: el vaso del dolor ya estaba lleno. Shneur Zalman Rubashov, que después pasó a llamarse Zalman Shazar y fue elegido presidente del Estado, escribió en esa época en un periódico: “Cuando por fin se funde el Estado hebreo libre, nada será igual que antes. Ni siquiera el amor volverá a ser igual que antes”.