Denver, Colorado, comparte con Medellín asuntos esenciales que sorprenden. Similitudes que suelen hermanar algunas aglomeraciones. Las dos ciudades se encuentran a una milla sobre el nivel del mar, ambas deben al oro el motivo de su existencia, la prosperidad que levantó sus edificios y sus egos primitivos. En sus orígenes las dos basaron su economía en ofrecer servicios a los mineros locales, generando en uno y otro lugar un ciudadano con una psicología bastante particular.
Al enterarme de que el estado de Colorado había aprobado el uso recreativo del Cannabis me pareció que los dos días de camino que me separaban de Detroit no eran nada para un buscador de oro. Entonces me fui a buscar el oro verde de los “dispensarios”. Hay fiebres de fiebres.
Llegué a un pequeño pueblito en la frontera con Kansas convencido de que allí, ya en el glorioso Colorado, encontraría la preciosa veta; pero un simpático gringo de pequeños ojos enrojecidos me corrigió explicando que su licencia solo le permitía vender Cannabis a usuarios carnetizados para consumo medicinal. Mis torpes argumentos no fueron suficientes y de manera paternal me aconsejó que me moviera, pues aún estaba a un par de horas de Denver, donde me aseguró que podría comprar para fines recreativos el mejor producto en diversos dispensarios debidamente autorizados.
Llegué a Denver justo a tiempo. Por ley todos los dispensarios cierran a las siete de la noche. Inicialmente me pareció un poco misterioso el ritual: tomar un ficho de turno, mostrar a través de un vidrio blindado la identificación que certifique mayoría de edad y esperar la “cita” en una especie de consultorio odontológico. Las revistas para entretener a los pacientes fueron el primer relajante: todas hacían alusión a la inmensa subcultura que el Cannabis ha generado en Denver, allí comencé a enterarme de algunas cosas básicas.
El horario limitado para la comercialización de la hierba es de 8:00 a.m. a 7:00 p.m. Hay distintos límites a la cantidad que se puede comprar: con identificación de Colorado hasta una onza, sin ella hasta un cuarto de onza, aunque se puede comprar varias veces al día y se puede ir de un dispensario a otro por toda la ciudad. No se puede fumar en lugares públicos, para eso existen clubs de fumadores, lugares donde llenando un formulario y pagando una membresía se puede comer, tomar, comprar y fumar variedades exclusivas generalmente sembradas con orgullo por el respectivo club. Un octavo de onza vale entre veinticinco y cincuenta dólares y equivale, más o menos, a tres barillos respetables.
Luego de esperar unos minutos me permitieron atravesar la puerta blindada y entrar al dispensario, allí terminó el misterio. Quedé en manos de una preciosa monita que, al igual que las mejores vendedoras paisas, comenzó a recomendarme diferentes tipos de Cannabis, de allí en adelante fue muy similar a comprar algo en una licorera.
Tal vez debido a las coincidencias geofísicas me sentí transportado a Medellín, las montañas, el color de la vegetación, un barrio igual a Laureles, otro igual a Manrique, ¡un bar igual al Guanábano! La gente es amable pero acelerada al manejar, claro, “el tiempo es oro”, ¿o sería más bien que el cuarto de onza de Blueberry que me vendió la monita estaba mejor de lo que esperaba? Volé una milla sobre el nivel de Denver.
Luego en otro dispensario tuve la oportunidad de hablar con un viejo activista, contó la dura lucha que dieron para lograr lo que hoy le agradecemos, y me dijo, con una enorme sonrisa que brillaba igual que su indumentaria de turista mochilero, que era muy refrescante ver que había venido desde tan lejos para gozar de esa pequeña libertad. Le respondí imitando su sonrisa: “No, lo que es muy refrescante es poder fumarse un barillito sin ser tratado como un delincuente”.