Iba en busca de una dirección por el barrio de las colinas. Tenía que vérmelas con un funcionario público para explicar mi retardo en el pago de una obligación tributaria. El calor de ese día no daba sino para ir a la playa, pero yo estaba a casi dos mil kilómetros de las olas. Cuando creía ir en el sentido correcto, de repente los números de las edificaciones cambiaban bruscamente o terminaba en una bocacalle que parecía calcada de un grabado de pesadilla, una crueldad que ni a Escher se le hubiera ocurrido. Entonces tuve compasión de los mensajeros, esos héroes olvidados.
Me había fugado del trabajo para ir a resolver ese asunto que a menudo me sobresaltaba en mitad de la noche, sin que pudiera volver a recobrar el sueño. Fui hacia una esquina próxima, rendido ya de mi extravío, y encontré a un hombre acuclillado bajo un árbol: repasaba las lunetas de sus uñas con una navaja. No tenía mal aspecto, aunque con la punta de su arma untaba los restos de mugre que pescaba sobre una gabardina que tenía encima de las rodillas. Le pregunté dónde podría quedar esa oficina. De inmediato me señaló con distracción la cuesta que debía subir: “Es allá arriba”, dijo.
Animado por la pequeña ayuda del desconocido, subí la loma y al fondo de la calle encontré un edificio de ladrillo a la vista, con todas las trazas de ser un despacho del gobierno. En la entrada me dijeron que eran unas oficinas de arquitectos y que no había por ese sector ningún lugar con aires de oficina pública.
Regresé por dónde había venido y encontré de nuevo al mismo hombre, bajo el mismo árbol y aún con la gabardina en su regazo. Ya debía haber terminado sus labores de manicure. Me miró con una sonrisa malévola, luego se incorporó y empezó a caminar detrás de mí. Cuando igualó sus pasos con los míos, se volvió para mirarme con una risa aún más cínica y provocadora. Quería recordarle la vocación de vagabunda de la madre que lo parió, pero me contuve. Entonces, tal vez al advertir mi cautelosa indiferencia, me lanzó un codazo, menos fuerte de lo que esperaba, casi como una señal de desafío. Empecé a correr para cruzar la autopista y él hizo lo propio. Fue entonces cuando al hombre se le cayó la gabardina que colgaba de su brazo. Se agachó para recogerla en el mismo instante en que venía una camioneta. El impacto lo lanzó en un segundo contra la orilla contraria, justo donde había comenzado a seguirme.
Me fui caminando a paso lento, rumiando mis cosas, refugiándome en la idea culposa de haberme fugado del trabajo. Pronto la calle se fue llenando de curiosos, carros que se embotellaban. Sus pitos se mezclaban con algunos gritos de auxilio.
Unas cuadras más allá el aire estaba limpio, y se oía a un nido de pichoncitos que trinaban alegres en la fronda de algún árbol cercano.