Las últimas explosiones en el centro de Medellín han sido en dos puntos que marcan la marginalidad social y los bordes prohibidos de la ciudad: Barrio Triste y El Raudal, donde las granadas han reemplazado a los puñales, son lugares en los que de alguna forma se presume, se tolera y se supone una ilegalidad menor, un desorden inevitable. Pero las luchas en el centro de la ciudad, por pequeñas que parezcan, así involucren a las carretas de aguacates, las casetas de los vendedores de quincalla o el surtido de las películas porno, implican una pelea entre clanes poderosos, entre mafias que regentan los negocios ilegales, organizan los negocios informales y extorsionan –y en algunos casos dirigen– los negocios legales. Nos han hecho pensar en una pelea entre patrones de jíbaros y se trata de una guerra por un territorio decadente y floreciente al mismo tiempo, un espacio comercial envidiable y un referente histórico invaluable que la ciudad puede perder a manos de delincuentes más o menos invisibles.
Desde hace cerca de treinta años el centro de Medellín fue perdiendo relevancia social y política, salieron los grandes emblemas públicos y los poderosos avisos comerciales, los llamados Palacios fueron quedando en manos de contrabandistas con dudoso pasaporte panameño o de empresas culturales que intentan “curar” el entorno. Los bancos huyeron hacia nuevas millas de oro y los habitantes que resisten encuentran en las rejas, las ventanas y la administración del edificio la única forma de protección y defensa. Unos ejemplos nuevos para que no hablemos de historia. Hace más o menos diez meses algunas rutas de buses que bajan desde el Norte hacia la Oriental fueron desviadas a la carrera Sucre, donde sobreviven residentes de edificios históricos a una cuadra del Parque Bolívar. Se dijo que era una decisión temporal pero el infierno de frenazos, bocinas y chimeneas subsiste, y los habitantes se persignan todos los días al entrar y salir del ascensor. Las aceras están al nivel de la calle y han sido tomadas por las motos. Al menos hay unas urgencias cerca. Sobre la huida de las divisas importantes digamos que el edificio de Comfenalco en Palacé, donde funciona su sede administrativa y de servicios, está en vía de convertirse en otro “hueco”. Ya se sabe que el precio varía dependiendo de las cosas que pasan en las aceras cercanas. Y se intuye quien gana y quién pierde. También parece decidido que el Banco de la república se llevará sus principales preocupaciones a un lugar más tranquilo y dejará su edificio, el mismo que tiene a La Gorda como su prendedor, como sede cultural. Una buena oportunidad y una amenaza. También sabemos que nuestros museos tienen sobre todo un poder: el llanto.
Las teorías de quienes se han dedicado a estudiar los mecanismos de las mafias también pueden ayudar a entender la dinámica en las esquinas del centro de Medellín. Hace cerca de veinte años Diego Gambetta escribió su libro La mafia siciliana: El negocio de la protección privada. Nada distinto a lo que “venden” quienes pasan todos los días por vitrinas, ventanillas, carretas y mostradores en Centro, amenazando con la cara “dulce” de quien ofrece seguridad. Las mafias se dedican a cobrar las deudas que no tienen respaldo en los códigos, a defender a quienes no tienen el aval del Estado, a propagar la idea de que la autoridad con uniforme no es confiable y a lograr que reine un clima de temor y desconfianza para ser el único resguardo posible, una especie de mal obligatorio y deseable. La definición de Gambetta es sencilla y convincente: “La hipótesis que desarrollamos aquí es que la mafia es una empresa económica específica, una industria que produce, promueve y vende protección privada”. En caso de que no exista demanda para sus servicios los mafiosos se encargan de crearla. Hace casi dos años el centro de Medellín sufrió una asonada de seis horas que obligó a cerrar algunas estaciones del Metro, buena parte del comercio y mostró que el caos es una opción en medio de ese orden inestable sostenido por un poder ilegal. Ese especie de motín tuvo su cara espontánea y sus estrategia, detrás hay un poder que defiende sus rentas y presta protección contra un Estado que hace rato dejó de ser quien pone las reglas para convertirse en un actor más, muchas veces despistado y corrupto, algunas veces bienintencionado e ingenuo y otras más, arrogante y errático.
El centro no ha perdido su vitalidad y su encanto, necesita sobre todo quién ayude a hacerlo reconocible para muchos habitantes de la ciudad. Necesita del Estado y los ciudadanos. Las cámaras en los postes no son suficientes. Quienes trabajamos en Universo Centro hemos atendido muchas veces preguntas de personas que viven en Medellín y se arriman con la timidez de algunos turistas: “¿Hey que hay por aquí en el Centro como pa conocer, qué sitios bacanos hay por ahí?”. La curiosidad no se ha perdido y tal vez ese desconocimiento sea una oportunidad. Falta también quién defienda a los habitantes de la Comuna 10 y a quienes intentan consolidar una lógica que no responda a los intereses de los dueños soterrados. El rescate de cinco edificios claves, emblemáticos en el centro de la ciudad, que llevaran un público y unos negocios por fuera del círculo vicioso que se activó hace unos años sería un intento deseable. Un ejemplo a mano alzada: un centro de fotografía y memoria de Medellín en la casa que fue de Pastor Restrepo en el Parque Bolívar. Están las fotos, el público y el escenario. Allí hubo un teatro improvisado donde ahora hay un bar de nostalgias. Valdría la pena montar un cuarto oscuro y prometedor antes de que llegue una panadería resplandeciente.