Empezó pidiendo, como lo hace todo el mundo, “cinco minuticos más”. Por entonces era un chico de catorce años y estudiaba bachillerato. Su jornada colegial empezaba a las 7:30 a.m. y su madre lo despertaba a las seis. Para él esa voz, dulce pero firme, que cortaba de un tajo su sueño con la exacta guillotina del llamado al deber, equivalía a la tonante voz de Dios expulsándolo del paraíso. Y como todos los adanes del mundo pedía: “Cinco minuticos más”.       
—Cinco minutos, Alfonso, ni uno más —oía que le advertía su madre, y la sentía alejarse del dormitorio. 
Y, en efecto, cinco minutos después, con un esfuerzo     digno de Hércules, se levantaba.     
Diez años más tarde era la voz de su esposa, igualmente     maternal, la que se empeñaba en sacarlo del     jardín de las delicias de sus sueños en nombre de otro     deber, el sacrosanto deber de los adultos: el trabajo. Y     él volvía a implorar sus cinco minuticos adicionales de     felicidad, aunque alguna vez sintió el impulso de decir,     al modo de Carlitos Brown: “Hoy no me voy a levantar     hasta que tenga un sueño que me guste”.
Pasados otros largos años, la cálida humanidad     de aquellas dos voces femeninas, ya por completo     desterradas de su vida, fue remplazada por la fría,     metálica y feroz voz de la alarma del despertador. Olvidando     que esta máquina era insensible a los ruegos,     él le pedía, sin embargo, su consabido mendrugo de     tiempo extra; pero no ya cinco minuticos sino diez.     
Empezó a llegar tarde al trabajo. Y entonces surgió     una nueva amenaza en el horizonte: la horrible     cara de bruja malvada de la jefe de personal, sus frecuentes     reclamos, sus implacables memorandos.
 
Así siguieron  las cosas. Una mañana, mientras     soñaba que vivía en un maravilloso  país en el que     no existían horarios ni agendas, chilló la alarma del      despertador. Apenas abrió los ojos vio que eran las     6:30 a.m. y  dijo mecánicamente: “Diez minuticos     más”. El aparato volvió a  formular su estridente llamado.     Con esfuerzo volvió a abrir los  ojos: eran las     6:43 a.m. Se arrebujó entre las sábanas y masculló:      “Qué diablos, otros diez minutos más”. Y sucumbió     de nuevo al  sueño, aunque el despertador, tozudo,     implacable, seguía insistiendo  en sacarlo de la cama.     
Eran las 7:05  a.m. y para ese entonces, muy adentro de sí mismo,     ya se había  madurado por completo una decisión terminante: “No     me jodas más la  paciencia, voy a tomarme todo el día”. Y, estirando     el brazo, apagó  la alarma.     
Sintió un  alivio profundo, una felicidad creciente. Hacia el mediodía     ya  estaba en plena vigilia, pero seguía en la cama, la que     sentía más  muelle que nunca. Sabía ya que no iría más al trabajo,     que sus  mañanas no estarían sometidas nunca más a la tiranía del     reloj.  Pero, detrás de esta certeza fueron presentándose en fila sus      sombríos corolarios: ¿Cómo pagaría el arriendo del apartamento?;      ¿cómo pagaría los servicios de agua y energía?; ¿cómo pagaría esto     y  lo otro?     
Se dio vuelta  en la cama mientras recitaba entre dientes ese hermoso     poema que  tanto le gustaba: “No leer, no sufrir, no escribir, no     pagar  cuentas…”. Después se dijo, resuelto: “En fin, mañana será otro     día y  algo sucederá. Tal vez alguien venga y se haga cargo de mí”.     
Y hundió la cabeza en la suavidad de la almohada, lenta, remolona,     profundamente.