Dicen que Berlín es la nueva capital cultural de Europa, como en su momento lo fueron Londres o París, e incluso, a principios de los años noventa del siglo pasado, Barcelona. Y sí: llega uno al aeropuerto de Tegel, si es que viene en avión —sobrevolando bosques y parques y ríos hasta aterrizar en el noroeste de la ciudad, muy cerca del centro—, o llega en tren a la estación central, Hauptbahnhof, y por todas partes hay carteles de conciertos y exposiciones y lanzamientos y ferias y cosas por hacer. Por donde uno entre, por la ruta que elija y hacia donde coja, la ciudad es un hervidero. Aun en el invierno, la gente, abrigada y con manos temblorosas, se detiene frente a los vendedores callejeros de salchichas, se quita los guantes, compra una salchicha o dos, y sigue su camino hacia Schöneberg, Neukölln, hacia Mitte o Spandau; barrios en los que la historia de la ciudad despunta en cada placa o cada plaza o cada estatua, y se funde con la actualidad y la alimenta, en una síntesis muy poderosa entre el pasado glorioso y trágico y este presente agitado y colorido con el que Berlín quiere, de alguna manera, exorcizar sus fantasmas y sus cicatrices. Domesticarlos.
Pero esas cicatrices y fantasmas están allí, en las puertas, en las paredes. Agujeros de balas y de guerras. El rastro de lo que Berlín ha sido a lo largo de su historia, sobre todo en la modernidad: incendios, soldados, sabios, abismos. Hay una palabra en alemán, geist, que significa “fantasma”, pero también “espíritu”. Espíritu en el sentido metafísico y popular de las apariciones, y al mismo tiempo en el sentido noble, filosófico, del alma de las cosas: el espíritu de la lengua, el espíritu de los tiempos, y así… Ese es el espíritu de Berlín: las sombras del pasado que aún lo pueblan y lo definen, su manera de ser. Sus fantasmas son su alma.
Por eso no es extraño que una de las primeras cosas, si no la primera, que busca el viajero cuando llega a Berlín sea el famoso, derruido y simbólico Muro de Berlín, del cual no queda nada en pie. O bueno, sí, unos fragmentos apenas, casi detritos. Y en uno de los pocos sitios en los que sobreviven pedazos de esa frontera que hoy nos parece inconcebible, como de una época remota aunque fue hace tan poco tiempo, los artistas han intervenido el Muro, haciendo de él una especie de obra al viento, un manifiesto. Con eso se estrella el viajero que llega a Berlín y pregunta por el Muro: con la sombra de su ausencia, para decirlo de manera muy pomposa; con sus huellas que se van difuminando. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que los berlineses no quieran conservar ese símbolo de su historia reciente, aterrador y alucinante, como salido de una novela? Bueno, pues es comprensible. En la pregunta está la respuesta. Esa pared separó la vida de esa ciudad que siempre había sido una, escindiendo también la vida de su gente. Amigos y familias quedaron de un lado y de otro; como si se pudiera cavar —y se pudo, eso es lo absurdo— la caverna platónica en medio de un pueblo, para que cada una de las nuevas mitades se acostumbrara a pensar en la otra solo con la imaginación y la nostalgia, viendo su sombra. Así vivieron los berlineses durante los años del Muro, y se entiende que al tumbarlo, un día de gracia y heroísmo de 1989, quisieran hacerlo piedra a piedra hasta que no quedara ninguna.
Así, en menos de dos años, esa cortina de concreto fue cayéndose a pedazos; incluso quienes la habían levantado, o sus herederos en la burocracia, pretendieron lucrarse de sus despojos al venderlos como recuerdos turísticos.
Pero ni siquiera ese negocio les funcionó a los comunistas: el mundo estaba inundado de trocitos del Muro de Berlín, y ya nadie sabía cuáles eran apócrifos y cuáles no. Ni siquiera los que se vendían en Bogotá en 1990, en el mercado de las pulgas de la tercera, eran de fiar.
Es comprensible que los berlineses quisieran reencontrarse pronto tras la caída del Muro que los separó por veintiocho años, sin considerar la voracidad fetichista de los turistas por ver y tocar el símbolo de una tragedia que era de todos los días, no solo de las vacaciones. Por eso no quedó ninguna piedra, porque, más que una demolición, fue un exorcismo. Lo curioso es que ese afán por desterrar el pasado y sus recuerdos infames a veces lo hace más visible y presente, más elocuente. Veinticuatro años después de la reunificación alemana —cuatro años menos de los que el Muro estuvo en pie— muchos dirán que ya no queda nada de esa diferencia entre las “dos Berlines”, la misma que fue uno de los sellos de la Guerra Fría. Muchos dirán que ambos mundos han vuelto a ser lo que fueron siempre: un mismo pueblo en un mismo lugar. Sin embargo, quedan los fantasmas de esa partición delirante que al principio nadie pensó que sería posible, ni tan infame, y que luego nadie, ni siquiera sus víctimas, creyó que acabaría. Quedan los fantasmas, el geist. En algunos barrios, en algunas estaciones de metro, en algunos edificios, incluso en algunas personas.
Pero la unificación trajo como consecuencia la recuperación de Berlín, su florecimiento otra vez, como en el siglo XIX, cuando era un centro académico, político y diplomático; solo que ahora tiene los bríos de una ciudad más abierta y ecléctica, donde la obsesión por el mundo contemporáneo no es un discurso sino una realidad. Por eso no es algo que se proclame o se imponga, sino que se vive sin ningún aspaviento. En los buses, en las calles, en los bares, Berlín es la nueva capital de Europa. De muchos turcos, de muchos artistas, de muchos homosexuales, de mucha gente. Y todos conviven allí y la hacen posible.
En medio de un esplendor cultural que salta por todas partes, y que va desde el Museo de Pérgamo hasta el mercado popular en Tiergarten, desde la calle de las embajadas hasta el Museo de la Tecnología, pasando por cientos de galerías y restaurantes y centros de arte y salas de conciertos y el Reichstag y los parques y los ríos que atraviesan la ciudad, está el Museo Judío. Ideado por Daniel Libeskind, el museo es en sí mismo un dispositivo de la memoria, más allá de la colección que alberga. Su estructura de laberinto asfixia al visitante en una escalofriante evocación de los campos de exterminio, y hay una estancia que es solo un salón frío y gris, como aquellos en los que pasaban sus noches y vísperas quienes luego iban para los hornos crematorios. Allí adentro se oyen los pasos de quienes se arrastran arriba, en otro salón, sobre unos pedazos circulares de aluminio que parecen ser las caras de muchas otras víctimas anónimas.
Berlín ha sobrevivido a todo, y ese es su principal encanto. Cada una de sus cicatrices es el recuerdo de una infamia y un llamado a que no se repitan jamás. El viajero busca los fantasmas de la ciudad, y no es raro que regrese cautivado por su alma.