Número 49, septiembre 2013
Patricia y Jaime
Ana María Mesa. Ilustración: Ana López/Cabizbaja

 
Patricia se bajó del carro de su hermano y su cuñada, con quienes había estado el fin de semana. Por fortuna, Armando esperó en el carro hasta cerciorarse de que ella entrara a su casa. Por fortuna, porque Patricia no lo logró. Cuando intentó abrir la puerta, se encontró con que la llave no servía. Volvió a intentarlo, perpleja. Nada. Se volteó hacia el carro y les dijo a Armando y a Elena que algo raro sucedía, que la llave no entraba. Lo intentó una vez más, esperando que por un milagro su vida volviera a tener sentido. No lo consiguió.

Entonces timbró. Jaime con seguridad estaba adentro. Por el carro guardado en el garaje Patricia dedujo que no había salido. Nadie atendió. Timbró varias veces. Timbró largo. Timbró corto repetidamente. Nadie salió. Llamó. Jaime contestó:
—No puede entrar, Patricia, cambié todas las chapas de las puertas y las ventanas.
—Ábrame, Jaime, esta también es mi casa —replicó Patricia con calma.
—Esta casa es mía, Patricia, y desde ahora vivo solo. Jaime colgó.
Después de tantos años de matrimonio, y a pesar de ser testaruda, Patricia sabía que, por lo menos esa noche, su situación no cambiaría.

Patricia y Jaime llevan casi cuarenta años juntos. Tienen dos hijas adultas que ya se fueron de la casa. Ha llegado el momento de compartir la vejez. Su matrimonio es una cómoda incomodidad en donde encuentran más motivos de orden práctico que romántico para quedarse. Con los años, sin embargo, han aprendido a llevarse bien y ahora tienen una relación mucho más amable de la que fueron capaces de construir mientras sus hijas vivían con ellos. Los obligó la soledad que ahora comparten por separado.

Jaime tiene un temperamento explosivo que a sus 76 años todavía no domina y que le ha ocasionado muchos problemas en su matrimonio, en su familia, y también uno que otro en su vida profesional. Pero es sobre todo una persona auténtica, simpática y muy inteligente. Una persona a la que todo el mundo quiere. Patricia es una esposa de diez en conducta. No hay nada que reprocharle excepto el hecho de que no haya nada que reprocharle. La altura moral de alguien sin errores puede hacerle difícil la vida a una persona tan humana como Jaime y, a su vez, alguien tan humano como Jaime es un reto muy importante para una persona que no acostumbra cometer errores. De alguna manera, y a pesar de la buena relación que han logrado equilibrar, tienen que pasarse factura. Y esta vez midieron bien sus fuerzas.

Era evidente que Jaime se encontraba en uno de sus episodios paranoides. Desde hacía algunos días venía dando muestras de eso. Debido al invierno, la ciudad había estado diecisiete días sin agua. Un derrumbe se había llevado uno de los tubos principales del acueducto, y Jaime había convertido todo el episodio en una historia de desventuras. Jimena, su hija menor, le había sugerido que mientras el inconveniente pasaba se fuera para la finca de una de sus hermanas, pero él se negó. Unos días después, él mismo la despertó a las cinco de la mañana.
—Jimenita, salgo a las siete, me voy de la ciudad. Esto se va a desaparecer todo, ¿te vas conmigo?
—No, papi, yo tengo que trabajar — contestó Jimena desestimando las palabras de su padre y sin muchas ganas de discutir.
—¡Hace unos días me dijiste que teníamos que irnos! ¡¿Quién te entiende?!
—Bueno, papi, me avisas para dónde te vas a ir.
—Listo, mi amor —colgó molesto, y nunca partió.

También llevaba varios días amenazando con cambiar las chapas de todas las puertas y ventanas para evitar algún robo imaginario, para librarse de que irrumpieran en la casa personas inventadas, para impedir que Patricia entrara…
Cuando estaba así decía, sin que nadie lo tomara en serio, que también de ella desconfiaba. Eran ganas de molestarla, de demostrar un poder que no tenía.

Casi cuarenta años de matrimonio hacían que Patricia, llena de cansancio, intentara razonamientos que no acostumbraba.

Una semana pasó sin que las llamadas de sus hijas ni las de Patricia tuvieran efecto. Ocho días después, para sorpresa de Jaime, llegó a su casa la citación de un juzgado de familia para una audiencia de conciliación. A pesar de muchas circunstancias similares, Patricia nunca había obrado de esta manera.

Ese mismo día Jimena le dijo a su hermana que fueran hasta la casa sinprevio aviso e intentaran hablar con Jaime, con la idea de sacar toda la ropa y las pertenencias de Patricia. Con el paso de los días ella se había envalentonado y había decidido llevar las cosas hasta las últimas consecuencias. Pero las "últimas consecuencias", sabían sus hijas, irían hasta cuando Jaime dijera "Patri, volvé". Y con ese cuadro conciliador se encontraron cuando llegaron: Jaime había limpiado todo y él mismo estaba impecable; no parecía un hombre que para todo depende de su mujer. El papel firmado por la abogada de familia reposaba en la mesa de centro del estudio de Jaime.
—Díganle a Patri que vuelva cuando quiera, que a mí ya se me pasó la ventolera.
—Dígale usted, llámela y pídale cacao —contestaron las hijas casi en coro, felices de ver los efectos de llevarlo todo hasta las últimas consecuencias.

 

Ilustración: Ana López/Cabizbaja
 
Jaime se rió, coqueto, convencido de que un gesto como ese tendría mejor efecto en Patricia que en sus hijas. Jimena y su hermana sabían que eso era cierto y, convencidas de que lo que estaban a punto de hacer tendría que ser deshecho en menos de dos horas, subieron a la segunda planta de la casa para sacar en varias maletas las pertenencias de Patricia.
—¿Qué hago?
—Lo que usted quiera, mami, nosotras la apoyamos.
—¿Será que vuelvo a donde su papá?
—Lo que quiera, mami.
—No, ¡yo voy a llevar todo esto hasta las últimas consecuencias! Jaime tiene que entender que no me puede hacer estas cosas.
—¡Nos parece muy bien! —celebraron—. Usted tiene toda la razón, mami. Ya es hora de que mi papá vea que las cosas tienen consecuencias, ahora que es con abogados y todo va a entender que no puede hacerle estas cosas.
—Ay, ¿o será que vuelvo a donde su papá?
—Como quiera, mami, nosotras la apoyamos.

Contra todo pronóstico, Patricia decidió esperar hasta la audiencia de conciliación para ver en qué actitud estaba Jaime. Sus hijas, felices, consideraron que eso ya era un logro para una mujer como su madre, que en este caso luchaba contra todo lo que le habían inculcado desde niña. Llevarlo hasta las últimas consecuencias iba a tener por lo menos una escena adicional.

El día de la audiencia de conciliación tres mujeres esperaban a Jaime en la sala de abogados de un edificio del centro de la ciudad: su esposa, la abogada de su esposa y la abogada del juzgado de familia. Jaime se presentó solo, indefenso, sin abogados, sin argumentos. Las abogadas no dieron crédito a las historias que Patricia les había contado cuando tuvieron que enfrentarse a la estampa de viejito bonachón que tenía Jaime.

Luego de firmar los documentos con los acuerdos, incluso financieros, que el chiste de cambiar las chapas le habían costado a Jaime, Patricia volvió a su casa con la dignidad de tres mujeres juntas. Estaban reunidos otra vez para tirar de un lazo imaginario, pero ahora ambos sabían que tenían la misma fuerza. Y llevaron todo otra vez hasta las penúltimas consecuencias. UC

 
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