Alá en la casa de al lado
Alfonso Buitrago Londoño. Fotografías: Raúl Soto
En un tranquilo barrio de Medellín de nombre bíblico, en un sector cuyo nombre recuerda el reino donde terminó el ciclo de la presencia árabe en la península ibérica, tiene lugar un incipiente capítulo de la presencia del islam en el Nuevo Mundo. En tierra de católicos, una pequeña comunidad de 300 musulmanes profesa su devota sumisión a la voluntad de Alá.
Si uno los visita en julio y en los primeros días de agosto parecen concentrados, serios, pero amables y humildes. Las mujeres llevan la cabeza cubierta y usan vestidos largos y anchos llamados hijab, unos negros, otros grises, algunos morados. Llegan en grupos de dos o tres, en taxi o caminando. En el trayecto un paseante desprevenido le habrá pedido a alguna de ellas una bendición, o algún otro, atrevido, le habrá preguntado si es la mujer de Osama Bin Laden; o un taxista le habrá dicho a otra si iba a participar en una obra de teatro.
Los hombres llegan en motos, en carros particulares o a pie. Algunos pocos cubren sus cabezas con una tela a manera de turbante (kufiyya) y llevan túnica, pero casi todos parecen simples cristianos. A la mayoría nadie les habrá preguntado nada. Los hombres no tocan a las mujeres, no las saludan de mano ni las besan, y apenas les dirigen la mirada. Ellas se agrupan, se besan y se saludan: "assalamu aleikum" (que la paz sea contigo). Ellos se besan, se abrazan y se saludan: "assalamu aleikum". Los grupos conversan entre sí como si fueran los únicos en el universo del barrio.
El lugar de encuentro es una casa de dos pisos en el barrio Belén Granada. En la fachada, encima de la puerta del balcón, hay un aviso que dice Centro Cultural Islámico. El primer piso es un garaje donde se reúnen las mujeres. Las oraciones se rezan en el segundo piso, que todavía parece una casa de familia: la sala da al balcón y a un corredor que conduce a tres habitaciones, un baño, un comedor, la cocina y el patio. El piso de la sala, el corredor y la cocina está cubierto por un tapete verde decorado con figuras de columnas y arcos.
Dos de las habitaciones, a la derecha del corredor, se usan para reuniones y como albergue para los musulmanes que vienen del extranjero a difundir el islam –este año, una comitiva de musulmanes indonesios pasó con ellos el ramadán–. La habitación de la izquierda es el cuarto de oración de las mujeres, que no se mezclan con los hombres para rezar. En el patio, a nivel del piso, hay una poceta alargada con varias canillas donde los fieles se lavan los pies, las manos y la cara antes de rezar.
A la 1:00 p.m. un joven flaco de barba abundante, vestido con túnica y kufiyya blancos, saca la cabeza por el balcón y empieza el canto de llamado a la oración (adan): "allahu akbar, allahu akbar, allahu akbar, allahu akbar (Dios es grande) / ashadu an la ilaha illa-llah, ashadu an la ilaha illa-llah (Doy fe de que no hay más dios que Dios)". El canto, desgarrado y armonioso a la vez, pone en funcionamiento el engranaje del islam en Medellín.
Los creyentes se apresuran a entrar, se descalzan y dejan los zapatos en una estantería, al lado del balcón; algunos terminan de lavarse en el patio. En la cocina, Nader Shayet, un chef sirio que vive en Medellín hace un cuarto de siglo, le da vuelta a un estofado que tiene en el fogón. Las mujeres en su cuarto y los hombres en la sala y el corredor se van acomodando en filas, como soldados en formación, mirando hacia el oriente –hacia La Meca–. Dejan suficiente espacio entre unos y otros para arrodillarse y apoyar la frente en la alfombra. Ahmed Dazuki, libanés, un comerciante de telas jubilado que llegó al país hace 45 años, acomoda un micrófono frente a su ejército. Es el imam, el encargado de dirigir la oración y dar los sermones.
Faltan pocos días para el final del ramadán, el mes que los musulmanes dedican al ayuno. La oración de los viernes es la más importante y la más concurrida. Asisten entre treinta y cuarenta hombres, y entre cinco y diez mujeres. Aunque todavía no saben qué día exactamente celebrarán el final del ayuno (Eid al-Fitr), pues depende de las fases de la luna, son conscientes de que si han cumplido con los mandatos del Corán cada día estarán más cerca de Dios.
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Desde el balcón a uno le parece que el barrio se cubre de un halo religioso. Al frente hay una edificación de ladrillo, algo morisca, que parece un convento, aunque en realidad es el colegio San Juan Bosco. Un viernes cualquiera un carro lleno de monjas se detiene al frente de la casa. Las religiosas miran a los hombres que hay en la entrada, y una de ella les dice que no estacionen en la acera y siguen su camino. Otro día, en sentido contrario, pasa un carretillero sin camisa, con costales, cartones y un perro, como un vagabundo en procesión, que mira hacia el balcón y grita:
—¡Assalamu aleikum!
Abdul Haq, uno de los fundadores de la comunidad, lo mira, sonríe y levanta la mano.
—¡Aleikum assalamu!
Abdul es un negro con cuerpo de atleta antillano y expresión tranquila. Nació en Trinidad y Tobago hace 49 años, en el seno de una familia cristiana, pero hace veintinueve se convirtió al islam. Hace diecinueve años se vino a hacer negocios a Colombia, en Bogotá conoció a su esposa, y hace quince se vinieron para Medellín.
—Mis amigos de Bogotá me decían que aquí no había musulmanes; sin embargo, al ver una ciudad tan próspera lo dudé.
Tardó tres meses en encontrar al primero, por pura casualidad. Era un comerciante libanés que tenía una tienda en El Poblado. Pasaba por ahí y escuchó un acento que le pareció extraño. Le preguntó a una señora si el hombre que hablaba era europeo, y ella le dijo que era del Líbano. Entonces tuvo un presentimiento.
—Yo sabía que en el Líbano había cristianos, entonces le pregunté a qué religión pertenecía.
—Alhamdulillah (gracias a Dios) soy musulmán.
Abdul lloró. Desde su conversión no había dejado de ir a una mezquita por tanto tiempo, y creyó que a través de este hermano musulmán encontraría una. No se imaginaba que en su propia casa se darían los primeros pasos para fundar una comunidad. Intercambiaron teléfonos. Los fines de semana el libanés lo invitaba a una finca en El Retiro donde familiares y conocidos árabes se reunían a compartir y a rezar, pero no había mezquita, ni siquiera una musala o casa de oración.
—Aproveché esas reuniones para decirles que teníamos que buscar un sitio para orar, alquilar un garaje, alguna cosa.
Un antioqueño convertido al islam, quien cambió su nombre por Abdul Karim, casado con una de las árabes que iba a la finca, le dijo que lo apoyaba.
Abdul Haq decidió prestar el garaje de su casa en el barrio San Germán, y empezó a orar los viernes al mediodía con su esposa y sus tres hijos. Abdul Karim iba cada semana, y así, in sha'a Allah (Dios mediante), se reunían entre diez y quince musulmanes. A partir de entonces, hace catorce años, se establecieron en Medellín las oraciones de los viernes a las 1:00 p.m.
Hoy Abdul Haq tiene su propia empresa de vidrios polarizados, y sueña con tener una agencia de viajes para traer musulmanes a la ciudad. El islam es la religión más numerosa del mundo. Lo practican más de mil 300 millones de personas, y después de los ataques del 11 de septiembre ha tenido un gran auge.
—No todo el mundo cree que somos terroristas. La gente llega porque quiere saber más de lo que dicen los medios de comunicación.
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Ahmed Dazuki llegó a Colombia como muchos árabes.
—Porque migrar es nuestra naturaleza, y porque tenía unos parientes acá.
Ahmed es de baja estatura y piel oscura, viste camisa a cuadros, pantalón de dril y zapatos de cuero. En Medellín conoció a su esposa y tuvo a sus cinco hijos. Ella es católica, y en su casa hay libertad de culto. No es común que un hombre musulmán se case con una mujer de otra religión sin que ella se convierta. La mayoría de mujeres musulmanas antioqueñas se convirtieron por vía de sus esposos, jefes indiscutibles del hogar. Que alguno de los miembros de la pareja sea de otra religión es prácticamente imposible en un país musulmán, pero encuentra una rara posibilidad donde sus practicantes son minoría.
Ahmed convive en casa con una tradición diferente, pero su prioridad afuera es mantener viva la llama del islam en tierras del Sagrado Corazón. Además de comerciar con telas, también dio clases de árabe en la Universidad de Antioquia. Hoy dedica gran parte de su tiempo a estudiar el Corán y servir de guía espiritual a sus hermanos musulmanes.
Con tono y paciencia de profesor, en un español pausado y claro, explica que el islam es una de las tres religiones monoteístas.
—Tenemos las mismas raíces del cristianismo y el judaísmo, y el mismo padre, que es Alá. El islam es la tercera y última religión revelada. Para nosotros todas las religiones son musulmanas porque el islam busca la unicidad de Dios. Todas derivan del islam, que quiere decir sumisión a la voluntad de Dios. Islam es paz, disciplina y orden, características de un verdadero musulmán. El Corán es la revelación máxima, la palabra de Dios; es la constitución, el código y la regla del islam. Todos los musulmanes tenemos que seguir lo que Allah subhanahu wa ta'ala (Dios alabado y glorificado) nos mandó a decir en el sagrado Corán.
La comunidad de Medellín se formalizó hace nueve años. Aunque la mayoría son conversos antioqueños, también cobija a sirios, turcos, tunecinos, libaneses, paquistaníes, indios, iraníes, entre otras diecisiete nacionalidades.
—El islam no reconoce fronteras, no tiene nacionalidad. Todos somos iguales. Damos gracias a Dios por la acogida que hemos tenido en Medellín, donde estamos creciendo porque es la religión verdadera de Dios, de la misericordia, de la hermandad. Todos los días llega gente nueva —dice Ahmed.
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Ramadán es el nombre del noveno mes del calendario lunar musulmán, dedicado a cumplir el ayuno (sawn), el cuarto pilar fundamental del islam. El período de este año se cumplió entre el 9 de julio y el 8 de agosto. Es el mes más especial del año para los musulmanes, durante el cual acumulan bendiciones y preparan cuerpo y espíritu para las dificultades y tentaciones por venir. Está lleno de privaciones, pero también de intensa fe y regocijo.
El ramadán consiste en no comer, no beber, no fumar; cuidar lo que se dice y lo que se oye; no tener relaciones sexuales; y practicar la caridad desde antes de que salga el sol (faxer) hasta que se ponga. Iguala a ricos y pobres en el hambre, y fortalece los sentimientos de identidad y pertenencia a una comunidad. Están obligados a ayunar los musulmanes mayores de edad en uso de razón; se exime a niños, dementes, enfermos, ancianos débiles, viajeros y mujeres en período menstrual, embarazadas o en dieta postparto.
En cada país, y según las estaciones, cambia la hora de inicio del ayuno. En Medellín, el ayunante se levanta a las 4:30 a.m. para comer algo y hacer la primera oración del día, y no vuelve a probar bocado hasta las 6:20 p.m. Durante casi catorce horas, in shaa'a Allah, luchará contra la soberbia, la envidia y los malos pensamientos, controlará las demandas de su ego y evitará las tentaciones de los ojos, la boca y los oídos. Después, sin salirse del cauce piadoso, puede complacer las necesidades y placeres de su humanidad hasta el amanecer del día siguiente.
En la comunidad de Medellín hay musulmanes de nacimiento que se han pasado media vida ayunando, y nuevos conversos que apenas descubren el deleite místico de la abstinencia. Una de las mujeres más experimentadas es Beatriz Higuita, una joven de 28 años que ha vivido y estudiado en Turquía, Egipto y Francia, de donde regresó hace poco. Es bajita, lleva puesto un hijab negro egipcio que enmarca su rostro blanco y sus ojos grandes y verdes. Pareciera que su figura estuviera escondida en la oscuridad y un reflector iluminara la trasparencia de esos ojos ayunantes.
—Ser musulmana en Colombia no es fácil. Yo decidí ponerme el velo cuando estaba en la Universidad de Antioquia. Era la única entre miles de estudiantes, en un ambiente donde se habla del conocimiento y de la razón como si se tuviera que eliminar lo espiritual. Al taparnos el pelo la gente piensa que tenemos una enfermedad y que somos de cualquier país árabe, pero es una oportunidad de explicar que un musulmán es una persona que practica el islam y no necesariamente es árabe.
Criada en una familia cristiana, conoció el islam después de una crisis de fe, cuando estudiaba una licenciatura. En el islam –cuyo reino sí es de este mundo (dunia), a diferencia del de Jesús–, encontró respuestas y decidió convertirse.
—El islam no niega la ciencia y obliga a los musulmanes a buscar el conocimiento —dice.
Al principio, las familias de las mujeres antioqueñas convertidas sufren al ver el camino que han escogido sus hijas. No pueden entender que se tengan que cubrir el pelo, que no puedan mostrar su figura, que aguanten hambre; pero con el tiempo terminan acostumbrándose, y hasta cambian algunas de sus costumbres.
Las mamás se dan cuenta de que sus hijas no se mueren por dejar de comer unas horas, y los papás ven con buenos ojos que se cubran hasta el cuello.
—En mi casa ya no se come cerdo — dice Beatriz—. Y entienden que aguantar hambre y sed es algo secundario. Dejamos de comer y beber para trabajar el ego, esa parte de nosotros que siempre quiere estar satisfecha. El ramadán es paciencia: debilitamos el cuerpo para fortalecer el espíritu. Uno debe cambiar verdaderamente. Este es mi octavo ramadán, y me alegra haber encontrado nuevas hermanas musulmanas muy emocionadas por su primer ayuno.
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En el Centro Cultural Islámico todos los días del ramadán Nader cocina para quienes quieran ir a romper el ayuno. Alrededor de las 6:00 p.m. empiezan a llegar algunos creyentes. Se lavan, conversan, miran sus relojes. En la cocina, Nader mueve platos, llena vasos con limonada, revuelve una sopa especiada con curry y picantes. Un hermano pasa repartiendo dátiles. Un olor dulce y aromatizado se esparce por la casa, que ya parece un restaurante árabe. Se oyen conversaciones en árabe, en urdu, en inglés. El joven flaco de barba larga y túnica blanca camina apresurado hacia el balcón. Saca la cabeza y canta: "allahu akbar…". Los musulmanes beben y comen dátiles, hacen una oración y después comen sopa, arroz, carne y ensalada. Algunos lo hacen con la mano, a la manera del profeta Muhammad. Comen con emoción, chupándose los dedos, hasta el último grano de arroz.
El último día del ayuno toda la comunidad se reunió en la casa. La oración empezaba a las 8:00 a.m., y ese jueves 8 de agosto llovió sin parar desde la madrugada. Las mujeres se pusieron sus hijab más vistosos y los hombres sus mejores trajes. Cada uno llevaba algo de comer para compartir con sus hermanos de fe. La casa estaba llena. Un frasco de loción pasaba de mano en mano.
A la hora indicada Ahmed inició la ceremonia con un sermón. Agradeció a Alá por haber traído la lluvia y felicitó a los verdaderos musulmanes que habían cumplido con el ayuno. Les dijo que se sentía orgulloso de la comunidad. Habló durante media hora en árabe y en español, y después dirigió la oración colectiva. Los fieles cerraban los ojos y se esforzaban por poner la frente contra la alfombra de la forma más piadosa posible.
Al final, los hombres se abrazaron y se besaron entre ellos y las mujeres hicieron lo mismo, con devoción, celebrando un final y un comienzo. Abrieron sus viandas y compartieron buñuelos bañados en miel, batidos de crema y postres con hojaldre. En la casa hacía calor, se sentía la hermandad de los penitentes victoriosos, había sonrisas y conversaciones animadas. Todos querían probar lo que habían traído sus hermanos. En la calle, bajo la lluvia, el universo del barrio seguía como si fuera un día cualquiera.